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"LA VERDADERA HISTORIA DE LA MACORINA" Entrevista Completa de La Maco

"LA VERDADERA HISTORIA DE LA MACORINA"
Entrevista Completa de La Macorina en 1958 por la revista Bohemia. Es la Macorina, primera mujer que manejó un automóvil en Cuba, uno de los personajes de nuestro pasado que ha tenido la facultad de intrigarnos durante años por lo anecdótico de su proceder y los pocos testimonios creíbles sobre su vida a que hemos podido acceder. Por largo tiempo nos hemos mantenido revisando diversas publicaciones de la primera mitad del siglo pasado en busca de algún artículo o referencia a sus inusuales paseos por la ciudad de la Habana al volante de los mentados autos de su propiedad.

En ocasiones, fotos como la anterior, nos han hecho pensar que estamos ante la mentada pionera del volante en Cuba. La dama que en ella aparece, rodeada por una multitud de curiosos admirados sin dudas por su inusual quehacer bien podía ser el objeto de nuestras búsquedas. Pero nada nos lo asegura. Es ella como uno de esos mitos o fantasmas famosos de los que todos hablan pero pocos han visto. A veces llegamos incluso a pensar que La Macorina no pasaba de ser una leyenda que solo existió en el imaginario popular, inmortalizada por las famosas composiciones musicales de Abelardo Barroso y Chávela Vargas.

Sin embargo, hace un tiempo, y gracias a la más generosa de todas las fuentes de consulta, la red de redes, hemos encontrado en el blog “Hija del Aire” de la escritora cubana Gina Picart, una referencia que nos guió hacia un esclarecedor artículo aparecido en la revista Bohemia del 26 de Octubre de 1958 en que el periodista Guillermo Villarronda localiza y le hace una larga y detallada entrevista a María Calvo Nodarse, la Macorina en carne y hueso, que por suerte existía todavía, aunque venida a menos e ignorada, tras las paredes de una oscura habitación habanera.

Tanto hemos agradecido este hallazgo que no hemos querido dejar pasar la ocasión de incluir la transcripción completa de dicha entrevista en una de nuestras estampas de forma tal que nuestros visitantes tengan la posibilidad de acceder a la valiosa información que contiene.

Transcripción literal de la entrevista:

Su voz llegaba mojada de angustia, como cansada de estar dentro:

—Detesté siempre ese sobrenombre. Me llamo María Calvo Nodarse.

—Pero la “Macorina” es tan conocida que muchos creen que no existió o que se trata de una invención del pueblo.

—Daría lo que tuve y lo que me falta por borrar ese mote de mi vida. Es desalentador que sepan de nosotros por una palabra que nos hiere en lo más profundo.

—Sin embargo, millares de ciudadanos querrían conocer su historia.

— ¿Por qué? ¿Soy acaso una heroína de novela? No sabía que una simple belleza del pasado pudiera interesar al extremo de que se le concediera el honor de figurar en una entrevista periodística.

María Calvo siguió hablando con miedo, tal como si en cada vocablo que se arrastrara sobre sus labios advirtiera el eco de algo terrible.

—Usted ha logrado lo que ningún otro periodista: hablar conmigo y, sobre todo, llamarme “Macorina” sin que me haya ofendido.

—Discúlpeme…

—No, no tiene usted que excusarse. ¿Cómo ha llegado hasta este modesto escondite donde transcurren los últimos años de mi existencia? No quiero saberlo. Después de todo, ¿qué más da? Ya que se lo ha propuesto, sabrá muchas cosas acerca de mí. ¿Por dónde quiere que empiece?

—Pues, desde luego, por el principio.

—Me hubiera gustado hacerlo al revés, por el final. Ocurre así en algunas películas. Resultaría interesante revelar lo peor de mi vida, que es lo que me rodea ahora, para llegar después a lo mejor, que fue sin duda aquella época en que más de una docena de hombres permanecían rendidos a mis pies, anegados de dinero, suplicantes de amor. Pero haré lo que usted me ha dicho: comenzaré desde el principio.

Se apretó las manos largas, inclino el rostro todavía dulce y no espero más para dar rienda suelta a un relato que tal vez hubiera querido mantener sepultado eternamente en sus tumbas de recuerdos.

En Guanajay

—Yo nací en Guanajay en 1892. Mi familia era honorable hasta donde podía serlo. Es decir, mis padres luchaban por mantenerse dentro de una moral que yo veía de otro modo. Eran personas decentes y buenas que apenas hablaban para no ofender. Yo, en cambio, siempre fui vivaracha, parlanchina, inquieta. Acababa de cumplir los quince años cuando me enamoré de un joven no mucho mayor que yo.

Sentada en la silla de comer, perteneciente a la familia que le ha alquilado una habitación en su reducido apartamento de la calle Apodaca, la "Macorina” empujó una sonrisa que unas veces parecía reflejar su amargura y otras un mundo de alegría.

—Todavía no sé a ciencia cierta si en verdad amaba a aquel hombre. Pero su fisonomía poderosa, de hombre vinculado a la tierra, en cuyas manos había habitualmente un olor de yerba fresca, influía en mí, me quedé con aquella cualidad que egoístamente conservé siempre con celo especial y que ahora mismo mantengo todavía intacta: mi independencia.

Hizo una pausa suave, sin dejar de sonreír.

—Después, yo misma le sugerí que abandonáramos el pueblo y nos trasladáramos a la capital. Así lo hicimos. Y ya supondrá usted lo que ocurrió. Él trabajaba en lo que podía, pero no ganaba lo suficien­te para cubrir los gastos que ori­ginábamos en las cuatro paredes donde vivíamos. No era culpa su­ya, claro está, que nos muriéramos de hambre, mientras mis padres nos buscaban desesperadamente. Al fin, mis progenitores localizaron nuestro escondite en un aparta­do solar de la Habana Vieja, y entonces sucedió lo que yo ha­bía ido planeando en silencio.

Prefiero la muerte

—Mi padre, sin poder ocultar su cólera, me dijo que estábamos obli­gados a lavar la deshonra que mi compañero le había hecho al raptarme. Añadió que teníamos que casarnos inmediatamente y que to­do estaba preparado para regresar a Guanajay. Yo respondí resuelta­mente que eso no sucedería jamás, pues prefería lanzarme desde la azotea del edificio hasta la calle antes de contraer matrimonio. Mi padre, por supuesto, no concebía aquella determinación mía, pero no olvidaba que yo había nacido con un carácter definido, inque­brantable, capaz de impulsarme a cometer cualquier despropósito. Y, tras interminables conversaciones, en las que no logró sino aumen­tar mis deseos de mantenerme li­bre a toda costa, él volvió a Gua­najay y yo quedé dispuesta a de­jar la miseria y lograr el destino que había soñado apasionadamen­te desde que tenía uso de razón.

Hacia el bienestar

—Recuerdo que aquella señora —expresó la “Macorina— me lla­mó con gesto maternal y me con­venció de que una mujer joven y bonita como yo no tenía por qué soportar los quebrantos de la mi­seria. Ella conocía a los hombres perfectamente y, lo que es más im­portante: sabía cómo son de ob­sequiosos cuando algo les interesa. Sin saber que yo estaba dispues­ta a todo —incluso a abandonar a mi raptor— estuvo durante varias semanas tratando de “abrirme los ojos”. Todos los días me traía algún regalo: un vestido, un par de zapatos, unas medias.

Hablaba dando la impresión de que por su pensamiento pasaban los recuerdos en tropel e iba atrapándolos.

—Un día llegó con un caballero de alguna edad —prosiguió—, cuyos bolsillos estaban repletos de peluconas. Muchas de aquellas monedas de oro fueron cayendo en mis manos con un sonido que alegró sobremanera mi corazón y…

Después de una pausa del tamaño de su mirada, la “Macorina” siguió adelante:

—Desde aquel instante, en mi existencia se operó una total transformación. Distanciada de quien había sido mi primer amor, mi armario se llenó de costosos vestidos. Mis dedos se metieron en las sortijas más valiosas. De la noche a la mañana me convertía en una mujer rica que por día aumentaba su caudal. Detrás de aquel caballero que me presentó la señora amiga, conocí otros y otros, todos mayores, pero todos ricos y espléndidos. También de la noche a la mañana mis manos se vieron acariciando un objeto que me había desvelado incesantemente: el volante. Pero el volante de automóvil está tan estrechamente relacionado con mi existencia, que merece una mención especialísima. Sobre todo porque es conveniente que se sepa lo siguiente:

Tuvo cuantos quiso

—Yo poseía los mejores automóviles de la época —contó María Calvo—. Y todos me fueron obsequiados por aquellos amigos cuyos nombres me niego a revelar. Uno de éstos llegó a regalarme dos carros en el intervalo de tres días. Pero no había transcurrido cuatro semanas cuando me antojé de otro coche. Mas como habían sido dos los autos que acababa de poner a mi disposición —ya lo he dicho—, al mencionar un tercero, que yo había separado en la agencia para recogerlo a las cinco de la tarde de aquel día de 1917, L. P. se negó al principio a complacerme. Sin embargo, bastó que yo le dijera que un amigo suyo estaba dispuesto a comprar el auto para que inmediatamente me entregara los $4,500.00 que valía el mismo. No hay que decir que L. P era el más generoso y amplio de mis admiradores. Nunca le pedí nada que no me concediera con creces. Desde luego, había junto a mí otros que, si no tenían las virtudes económicas de L. P., por lo menos se le parecían.

La Macorina en su juventud – foto que aparece en la entrevista

Añadió, esta vez imprimiendo un acento jubiloso a su voz:

—A no ser por los automóviles, mi vida privada no hubiera trascendido tanto.

“Yo fui la primera”

—Yo fui la primera mujer que condujo un automóvil en mi país. En el citado año de 1917, ¿quién que llevara faldas se atrevía a manejar, a menos que no se dispusiera a recibir la censura de todos, especialmente de su propio sexo? Pero a mí me daba igual que me elogiaran o vituperaran. Yo era una mujer que hacía lo que realmente le daba la gana. Los hombres sollozaban a mis plantas. Todos querían complacerme, verme feliz, sabiendo que yo valía mucho dinero. ¿Cómo, pues, iba a sentir vergüenza o miedo de guiar un automóvil a través de las principales calles de la capital?

Copia de la cartera dactilar de Maria Calvo fechada en 1922

Se alisó los cabellos blancos y se acarició la frente en donde los años han dejado las huellas de su paso. Orgullosa de lo que acababa de decir, la “Macorina” se adentró en otro episodio de su accidentado existir.

Como esto que voy a contar sucedió hace mucho tiempo – en el ya mencionado año de 1917 – no tengo inconveniente en declarar que en mi juventud tuve ideales e idolatré a grandes figuras de mi país. Por ejemplo, una de ellas fue el general José Miguel Gómez. Y ahora vera usted por qué:

María y “la Chambelona”

—Los acontecimientos políticos conocidos por “la Chambelona” encontraron en mí a la sincera admiradora que siempre fuí de José Miguel. Él era mi amigo y cuando se vió envuelto en aquel suceso yo le ofrecí todo mi apoyo, trasladando a sus partidarios de un lado a otro en mis automóviles. Eso me valió ser arrestada y permane­cer presa durante veinticinco días en la cárcel de La Habana, de la que era alcaide Andrés Hernández, quien al llegar yo a la prisión se hizo cargo de mis prendas, habili­tó un local exclusivamente para mí, y en fin, me trató como una reina, a pesar de que el Presiden­te Menocal le había ordenado que fuera severo conmigo.

La “Macorina” agregó:

—El doctor Herera Sotolongo se hizo cargo de mi defensa, pero no evitó que L. P. tuviera que poner una fianza de $5,000.00 para que yo pudiera gozar de libertad. Por fortuna no fue necesario depositar esa suma, pues la causa quedó in­terrumpida indefinidamente, hasta el día de hoy. En la calle de nue­vo —manejando mis automóviles, quiero decir— las mujeres hacían la cruz cuando yo cruzaba. Proba­blemente creían que yo procedía del mismo reino de Satanás. Por cierto que sólo sufrí un solo ac­cidente de 1917 a 1934, y ello per­mitió que entre un conocido abo­gado y yo culminara un romance que él hacía tiempo había inicia­do sin ningún éxito.

El amor salió del polvo

María Calvo afiló estas palabras evocadoras:

—Regresaba yo de Guanajay con Amalia Izquierdo (“la China”), una de mis sirvientas favoritas, cuando un preeminente hombre de apelli­do… —el que me enamoraba, co­mo ya he señalado— chocó su auto con el mío por causas que no vie­nen al caso. El accidente produjo una polvareda enorme. Sólo cuan­do se disipó, el letrado y yo adver­timos, no sin sorpresa, en qué di­fícil momento nos había colocado el destino. Pero como dispuso que un automóvil particular me condu­jera hasta La Habana, ya que el mío estaba seriamente averiado, y él llevaba en el suyo a su esposa e hijos, opté por callar y resig­narme.

Empapando su pañuelito blanco del tenue sudor que le llenaba el rostro, apuntó la “Macorina”:

—Hacía sólo un par de horas que había regresado a mi casa de La Habana cuando un sirviente me anunció que el doctor… enviaba un agente con un auto de paquete para mí, reparando así los daños que le propiciara a mi coche en las carreteras. Salí a la calle co­rriendo y, efectivamente, allí, fren­te a mi casa, estaba el regalo de mi respetable pretendiente.

— ¿Siguió siéndolo, María?

—Dejó de serlo desde aquel ins­tante. Quien se portaba tan correc­tamente conmigo, ¿no merecía ma­yor atención de mi parte y hasta la gracia de integrar la relación de mis amigos predilectos?

Quedó navegando en el silen­cio. Al cabo de unos segundos re­gresó a la charla:

—Hoy puedo decir que aquel amor salió del polvo para llegar a ser un poco perdurable en la rea­lidad de mis sentimientos.

— ¿Ha dicho un poco perdura­ble?

—Exacto.

— ¿Cuál ha sido el hombre más apreciado de su corazón?

—Sabía que me lo iba a pregun­tar. ¿Quiere saberlo? Merece que le hable de él, aunque sea breve­mente.

Los ojos le dieron vueltas mien­tras comenzaban a iluminarse.

El más feo

—No diré tampoco el nombre de este hombre. No tenía las cua­lidades, ni siquiera la posición eco­nómica de mis demás amigos. Es más, se trataba de un hombre feo, aunque de una bondad que llama­ba la atención. Aún con esa vir­tud, todavía no me explico por qué viví enamorada de… Por nada di­go de quién se trata. Lo cierto es que influyó de extraña manera en mi sensibilidad. Y le amé pro­fundamente. Le amé como jamás pensé que yo, que siempre fui in­conmovible, pudiera amar en un mundo donde el lujo, la holgura y la vanidad tienen más importan­cia que los atributos del espíritu. Pero aquella mirada cargada de ternura, aquellos gestos viriles, aquella conversación llena de dul­cedumbre me llenaron el alma de algo que nunca había concebido. Con aquel hombre viví el más pu­ro idilio de mi existencia, entrega­da por completo a la lisonja y la disipación.

— ¿Entonces?

—Fue el único amor de mi vida. Pero, como todas las cosas buenas, duró lo que el descendimiento de una estrella fugaz. ¿Por qué la fe­licidad —la mía— fue breve co­mo la vida de una flor?

Miró hacia ninguna parte. Sus manos volvieron a entrelazarse. Su pecho comenzó a palpitar hasta que la blusa blanca denunció los latidos desesperados de su corazón.

—María, ¿llegó usted a tener mucho dinero?

Respondió, después de unos se­gundos de nerviosa meditación:

— ¿Quiere usted saberlo ahora mismo? Le responderé con una so­la expresión:

—Pues tuve todo el dinero que quise. ¿Cuánto, exactamente? Cuando se obtiene todo lo que una ha ambicionado, ¿es posible dar cifras determinadas? Le repito que a mis manos llegaron tantas sumas de dinero como gastaba para soste­ner mi casa —más de dos mil dó­lares mensuales— sin contar las cantidades de que tenía que dis­poner para mantener a catorce fa­miliares. En aquella época yo pa­gaba cien pesos mensuales a un chofer, que es mucho decir. Con­migo ocupó cargo, durante tres años, Fernando López de Mendoza y Scull, miembro de una de las mejores familias de La Habana. Tu­ve casas lujosas en Calzada y B, Linea y 8, Habana y Compostela y San Miguel, entre Belascoain y Gervasio. Pero, contestando de nuevo a su pregunta: ¿cuánto di­nero he llegado a tener? Pues to­do, lo que deseé.

— ¿Qué día se sintió totalmen­te arruinada?

Una mueca de amargura torció sus labios.

—Esa es la pregunta más terri­ble que me han hecho. Ahora bien, ¿no le estoy haciendo confesiones que jamás pensé conceder a na­die? Pues oiga usted:

El año de la angustia

—No recuerdo bien el día, ni el mes, pero sí sé que fue en 1934. El famoso crac bancario (1920) me había propiciado muchos quebran­tos económicos. Sin embargo, mis joyas estaban valuadas en cien mil pesos. Los efectos de la morato­ria, por eso, me llegaban a una mano, pero no a las dos. Además, estaba en el apogeo de mi belleza. Los hombres seguían colmándome de atenciones. No importaba que mi bolsa se hubiera extenuado al­go, ¿acaso se habían agotado las palabras para pedir? De suerte que, a pesar de la sangría que había su­frido, el optimismo continuaba siendo mi leal compañero.

Se echó a reír con inquietante carcajada.

—En esta ocasión, al saber mis amigos que mis fondos bancarios habían desaparecido — ¡ya he ol­vidado a cuánto ascendían!— me escribieron largas cartas ofrecién­dome el dinero que necesitara. Les di a todos las gracias y decliné la gentileza.

Acentuó su reír incesante.

—Pero, de entonces a 1934, que es donde concluyó mi felicidad, pasaron los años sin que apenas los notara. Sí, aquel año —1934, repito— fue decisivo y trágico pa­ra mí. Comprendí en aquel instan­te que me quedaba un solo auto­móvil, cuyo precio era mucho me­nor de lo que yo imaginaba. Ya los carros norteamericanos estaban triunfando sobre los europeos —siempre preferí éstos— y aquel coche, por el que un amigo había pagado una importante suma, no valía ni quinientos pesos.

Una sombra de tristeza yacía es­tacionada en sus pupilas.

—1934 fue sin duda, el año de mi angustia. Obligada a quitar mi casa, a vender las últimas joyas que me quedaban, a deshacerme de mi noveno automóvil, comenzó la miseria más espantosa.

— ¿Qué hizo entonces?

—A pesar del drama que comen­zaba —el drama que continúa de­sarrollándose todavía— pensé que tal vez mis antiguos amigos, mu­chos de los cuales vivían en aquel momento, podían socorrerme, no por agradecimiento, pero sí por piedad. Pero el correo, el teléfo­no y hasta mi presencia personal fueron inútiles. Ninguno estaba en su casa. En sus oficinas, donde en el pasado mi voz era como una campana de felicidad, nunca se encontraban para mí. En ocasiones encontré a algunos, pero… Las primeras veces respondieron con promesas, y las últimas, ni siquie­ra con eso.

Los ojos de la “Macorina” es­taban humedecidos, casi a punto de estallar en lágrimas.

—Poco a poco fui convenciéndo­me de que ya no interesaba. Mi cuerpo se había ajado de un día para otro. Mi pobre cabeza ya no era una extraña flor de tentación. Aquel pecho que enloquecía a los hombres, ahora cubría un corazón que comenzaba a cansarse de la­tir. De repente me vi entre cua­tro paredes, como cuando me tra­jo a La Habana el hombre que me había raptado. Amigos, comodida­des, joyas, automóviles, vestidos, caballos — ¡también tuve los me­jores caballos!—: todo, absoluta­mente todo, había desaparecido. ¡Ya sabía que solamente me queda­ba un mote odioso que no podría opacar ni siquiera con dinero: irremediablemente seguiría siendo la “Macorina”, la mujer que an­dando el tiempo se vería arruina­da para siempre!

—María, ¿quién le puso la “Ma­corina”?

Respondió sin mirarnos de fren­te, como si tuviera miedo de re­gresar con el pensamiento a la ple­nitud de su pasada y destruida fe­licidad.

El borrachito de la acera.

—No sé por qué, a mí me llama­ban la “Fornarina”, que era una artista que estaba de moda. Re­cuerdo que en muchas ocasiones atravesaba la calle de San Rafael, casi esquina a Galiano, y no fal­taba el joven que decía en voz baja o sus compañeros: ahí va el doble de la “Fornarina”. Pero una noche, al cruzar la Acera del Louvre, lugar donde, como es sabido, se reunía en la noche la juventud galante de La Habana, un mozal­bete que siempre estaba ebrio, que había sido preguntado por alguien sobre quién era yo, con la lengua enredada por el alcohol, respondió: “Chico, ésa es… es la… la “Ma­corina”.

Postales con la imagen de la “Fornarina”, artista española que llegó a ser muy admirada en Cuba

Trazó una pausa con ostensible desazón.

— ¡Si el imprudente hubiera pro­nunciado la “Fornarina”, no la “Macorina”, hoy no pesaría sobre mi vida el terrible mote que tanto me ha hecho padecer!

—Por ahí anda el estribillo de un danzón: “Ponme la mano aquí, “Macorina”.

—Le juro que no sé quién es­cribió esa barbaridad. Pero al fin y al cabo no le guardo rencor ni al borrachito de la Acera ni al com­positor que produjo esas notas. En cierto modo, ellos no tienen la cul­pa de lo que hicieron. Y si la tie­nen, ¿qué podremos hacer a estas alturas, en que María Calvo se es­conde tras ese apodo que en reali­dad nada me dice, pero que sabe Dios si es elocuente para los que lo conocen, lo gritan y lo cantan?

— ¿Qué piensa del mundo que actualmente la rodea?

Suspiró hondamente, tal vez dis­frutando de un extraordinario des­ahogo:

La Macorina en 1958 al ser entrevistada por Bohemia

Lo que ve

—Metida en mi habitación, en compañía de mi desamparo, apenas advierto lo que ocurre en torno mío. Hay momentos, sin embargo, en que tengo que salir a la calle y las mujeres me llaman poderosa­mente la atención. ¿Por qué se vis­ten así? Lo que yo veo, por lo menos, es censurable. En aquel tiempo, cuando yo cobraba por en­señar las pantorrillas. Cobraba y había muchos que pagaban abun­dantemente. Desde luego, yo era lo que era. Pero, de todas mane­ras, creo que las mujeres de hoy hacen mal con ir vestidas del mo­do ligerito que recomiendan los mandones de la moda. Lo digo por experiencia: interesamos más cuando ocultamos mejor nuestros encantos. No me explico por qué mis semejantes se regalan de ese modo.

Final

María Calvo Nodarse, la “Maco­rina”, apretó los labios para sellar sus confesiones, probablemente las primeras y últimas que hace. Tal vez se quedaba sin exteriorizar mu­chos capítulos de su dramática vi­da, pero lo más esencial de cuan­to sobrevino a su existencia en la época de su mayor florecimiento, se lo llevaba al reporter en la me­moria. Un chorro de colores —la tarde comenzaba a alzarse sobre la ciudad— envolvía su cuerpo ves­tido de años. Ya en el umbral de la puerta, la sonrisa de la primera mujer que condujo un automóvil en Cuba fue como una despedida. Es indudable que la “Macorina” se ha refugiado en la soledad para olvidar inútilmente que fue una de las figuras femeninas que más se destacaron en el mundo galante de ayer.

En la humilde casa de Apodaca contando el invisible rosario de sus recuerdos. Ya hacía tiempo que el crepúsculo habanero había comenzado para ella.

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