Nuestra América

NOTA
Hablando de Hispanoamérica, dijo Martí: «Pueblo, y no pueblos, decimos de intento, por no parecernos que hay más que uno del Bravo a la Patagonia». Y así, en el abrazo del posesivo que heredó de Bolívar, procuró encontrar la fuerza necesaria para resistir el extrañamiento de esos países que tantos males les ha traído, en particular a Cuba. En una nota del periódico
Patria, el 14 de mayo de 1892, advirtió: «Por nuestra América abundan, de pura flojera de carácter, de puro carácter inepto y segundón, de pura impaciencia y carácter imitativo, los iberófilos, los galófilos, los yankófilos, los que no conocen el placer profundo de amasar la grandeza con las propias manos, los que no le tienen fe a la semilla del país, y se mandan a hacer el alma fuera, como los trajes y como los zapatos». Los vicios de España en las costumbres los quiso Martí arrancar de Cuba con la independencia, y en del resto del continente, también con la práctica de la libertad y de la justicia; el influjo de Francia en las letras, limitarlo con la literatura nacional; y la amenaza de los Estados Unidos, a los que, en oposición a la nuestra, llamaba «la otra América», con la denuncia de sus planes expansionistas y logrando su respeto; escribió Martí en el brillante ensayo que se reproduce a continuación y da nombre a este capítulo: «El desdén del vecino formidable, que no la conoce, es el peligro mayor de Nuestra América; y urge, porque el día de la visita está próximo, que el vecino la conozca, la conozca pronto, para que no la desdeñe…»

Le hubiera bastado a Martí, para defenderla con igual tesón, el peligro que desde su cuna significaba para la América Latina la América inglesa, pero vio además en la amenaza peligrar la independencia de Cuba, contra la que también conspiraban sus compatriotas anexionistas. En una de las cartas que aquí se reproducen, de 1889, le dice a Gonzalo de Quesada: «Cambiar de dueño, no es ser libre»; y en la otra: «Sobre nuestra tierra hay otro plan más tenebroso que lo que hasta ahora conocemos, y es el inicuo de forzar a la isla, de precipitarla, a la guerra, para tener pretexto de intervenir en ella, y con el crédito de mediador y de garantizador, quedarse con ella. Cosa más cobarde no hay en los anales de los pueblos libres: Ni maldad más fría».

En sus empeños de liberación continental fue dejando Martí claro el mejor programa americanista: «El buen gobernante de América no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país… El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma del gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país… Los políticos nacionales han de reemplazar a los políticos exóticos… Cuando aparece en Cojímar un problema, no van a buscar la solución a Dantzig. Las levitas son todavía de Francia, pero el pensamiento empieza a ser de América «.

Pero su plan no excluía el comercio intelectual y económico con el mundo, porque como advirtió en uno de sus últimos artículos periodísticos, en «Honduras y los extranjeros», «todo trabajador es santo y cada productor es una raíz; y al que traiga trabajo útil y cariño, venga de tierra fría o caliente, se le ha de abrir hueco ancho, como a un árbol nuevo; pero con el pretexto del trabajo, y la simpatía del americanismo no han de venir a sentársenos sobre la tierra, sin dinero en la bolsa ni amistad en el corazón, los buscavidas y los ladrones».

NUESTRA AMÉRICA

Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea, y con tal que él quede de alcalde, o le mortifique al rival que le quitó la novia, o le crezcan en la alcancía los ahorros, ya da por bueno el orden universal sin saber de los gigantes que llevan siete leguas en las botas y le pueden poner la bota encima, ni de la pelea de los cometas en el Cielo, que van por el aire dormidos engullendo mundos. Lo que quede de aldea en América ha de despertar. Estos tiempos no son para acostarse con el pañuelo a la cabeza, sino con las armas de almohada, como los varones de Juan de Castellanos: las armas del juicio, que vencen a las otras. Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra.

No hay proa que taje una nube de ideas. Una idea enérgica, flameada a tiempo ante el mundo, para, como la bandera mística del juicio final, a un escuadrón de acorazados. Los pueblos que no se conocen han de darse prisa para conocerse, como quienes van a pelear juntos. Los que se enseñan los puños, como hermanos celosos, que quieren los dos la misma tierra, o el de casa chica, que le tiene envidia al de casa mejor, han de encajar, de modo que sean una, las dos manos. Los que, al amparo de una tradición criminal, cercenaron, con el sable tinto en la sangre de sus mismas venas, la tierra del hermano vencido, del hermano castigado más allá de sus culpas, si no quieren que les llame el pueblo ladrones, devuélvanle sus tierras al hermano. Las deudas del honor no las cobra el honrado en dinero, a tanto por la bofetada. Ya no podemos ser el pueblo de hojas, que vive en el aire, con la copa cargada de flor, restallando o zumbando, según la acaricie el capricho de la luz, o la tundan y talen las tempestades; ¡los árboles se han de poner en fila, para que no pase el gigante de las siete leguas! Es la hora del recuento, y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes.

A los sietemesinos sólo les faltará el valor. Los que no tienen fe en su tierra son hombres de siete meses. Porque les falta el valor a ellos, se lo niegan a los demás. No les alcanza al árbol difícil el brazo canijo, el brazo de uñas pintadas y pulsera, el brazo de Madrid o de París, y dicen que no se puede alcanzar el árbol. Hay que cargar los barcos de esos insectos dañinos, que le roen el hueso a la patria que los nutre. Si son parisienses o madrileños, vayan al Prado, de faroles, o vayan a Tortoni, de sorbetes. ¡Estos hijos de carpintero, que se avergüenzan de que su padre sea carpintero! ¡Estos nacidos en América, que se avergüenzan porque llevan delantal indio, de la madre que los crió, y reniegan, ¡bribones!, de la madre enferma, y la dejan sola en el lecho de las enfermedades! Pues, ¿quién es el hombre? ¿el que se queda con la madre, a curarle la enfermedad, o el que la pone a trabajar donde no la vean y vive de su sustento en las tierras podridas, con el gusano de corbata, maldiciendo del seno que lo cargó, paseando el letrero de traidor en la espalda de la casaca de papel? ¡Estos hijos de nuestra América, que ha de salvarse con sus indios, y va de menos a más; estos desertores que piden fusil en los ejércitos de la América del Norte, que ahoga en sangre a sus indios, y va de más a menos! ¡Estos delicados, que son hombres y no quieren hacer el trabajo de hombres! Pues el Washington que les hizo esta tierra ¿se fue a vivir con los ingleses, a vivir con los ingleses en los años en que los veía venir contra su tierra propia? ¡Estos «increíbles» del honor, que lo arrastran por el suelo extranjero, como los increíbles de la Revolución francesa, danzando y relamiéndose, arrastraban las erres!

Ni ¿en qué patria puede tener un hombre más orgullo que en nuestras repúblicas dolorosas de América, levantadas entre las masas mudas de indios, al ruido de pelea del libro con el cirial, sobre los brazos sangrientos de un centenar de apóstoles? De factores tan descompuestos, jamás, en menos tiempo histórico, se han creado naciones tan adelantadas y compactas. Cree el soberbio que la tierra fue hecha para servirle de pedestal, porque tiene la pluma fácil o la palabra de colores, y acusa de incapaz e irremediable a su república nativa, porque no le dan sus selvas nuevas modo continuo de ir por el mundo de gamonal famoso, guiando jacas de Persia y derramando champaña. La incapacidad no está en el país naciente, que pide formas que se le acomoden y grandeza útil, sino en los que quieren regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía en Francia. Con un decreto de Hamilton no se le para la pechada al potro del llanero. Con una frase de Sieyés no se desestanca la sangre cuajada de la raza india. A lo que es, allí donde se gobierna, hay que atender para gobernar bien; y el buen gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la Naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas. El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma del gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país.

Por eso el libro importado ha sido vencido en América por el hombre natural. Los hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico. No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza. El hombre natural es bueno, y acata y premia la inteligencia superior, mientras ésta no se vale de su sumisión para dañarle, o le ofende prescindiendo de él, que es cosa que no perdona el hombre natural, dispuesto a recobrar por la fuerza el respeto de quien le hiere la susceptibilidad o le perjudica el interés. Por esta conformidad con los elementos naturales desdeñados han subido los tiranos de América al poder; y han caído en cuanto les hicieron traición. Las repúblicas han purgado en las tiranías su incapacidad para conocer los elementos verdaderos del país, derivar de ellos la forma de gobierno y gobernar con ellos. Gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir creador.

En pueblos compuestos de elementos cultos e incultos, los incultos gobernarán, por su hábito de agredir y resolver las dudas con su mano, allí donde los cultos no aprendan el arte del gobierno. La masa inculta es perezosa, y tímida en las cosas de la inteligencia, y quiere que la gobiernen bien; pero si el gobierno le lastima, se lo sacude y gobierna ella. ¿Cómo han de salir de las universidades los gobernantes, si no hay universidad en América donde se enseñe lo rudimentario del arte del gobierno, que es el análisis de los elementos peculiares de los pueblos de América? A adivinar salen los jóvenes al mundo, con antiparras yanquis o francesas, y aspiran a dirigir un pueblo que no conocen. En la carrera de la política habría de negarse la entrada a los que desconocen los rudimentos de la política. El premio de los certámenes no ha de ser para la mejor oda, sino para el mejor estudio de los factores del país en que se vive. En el periódico, en la cátedra, en la academia, debe llevarse adelante el estudio de los factores reales del país. Conocerlos basta, sin vendas ni ambages; porque el que pone de lado, por voluntad u olvido, una parte de la verdad, cae a la larga por la verdad que le faltó, que crece en la negligencia, y derriba lo que se levanta sin ella. Resolver el problema después de conocer sus elementos, es más fácil que resolver el problema sin conocerlos. Viene el hombre natural, indignado y fuerte, y derriba la justicia acumulada de los libros, porque no se la administra en acuerdo con las necesidades patentes del país. Conocer es resolver. Conocer el país, y gobernarlo conforme al conocimiento, es el único modo de librarlo de tiranías. La universidad europea ha de ceder a la universidad americana. La historia de América, de los incas acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria. Los políticos nacionales han de reemplazar a los políticos exóticos. Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas. Y calle el pedante vencido; que no hay patria en que pueda tener el hombre más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas americanas

Con los pies en el rosario, la cabeza blanca y el cuerpo pinto de indio y criollo, vinimos, denodados, al mundo de las naciones. Con el estandarte de la Virgen salimos a la conquista de la libertad. Un cura, unos cuantos tenientes y una mujer alzan en México la república, en hombros de los indios. Un canónigo español, a la sombra de su capa, instruye en la libertad francesa a unos cuantos bachilleres magníficos, que ponen de jefe de Centro América contra España al general de España. Con los hábitos monárquicos, y el Sol por pecho, se echaron a levantar pueblos los venezolanos por el Norte y los argentinos por el Sur. Cuando los dos héroes chocaron, y el continente iba a temblar, uno, que no fue el menos grande, volvió riendas. Y como el heroísmo en la paz es más escaso, porque es menos glorioso que el de la guerra; como al hombre le es más fácil morir con honra que pensar con orden; como gobernar con los sentimientos exaltados y unánimes es más hacedero que dirigir, después de la pelea, los pensamientos diversos, arrogantes, exóticos o ambiciosos; como los poderes arrollados en la arremetida épica zapaban, con la cautela felina de la especie y el peso de lo real, el edificio que había izado, en las comarcas burdas y singulares de nuestra América mestiza, en los pueblos de pierna desnuda y casaca de París, la bandera de los pueblos nutridos de savia gobernante en la práctica continua de la razón y de la libertad; como la constitución jerárquica de las colonias resistía la organización democrática de la República, o las capitales de corbatín dejaban en el zaguán al campo de bota de potro, o los redentores bibliógenos no entendieron que la revolución que triunfó con el alma de la tierra, desatada a la voz del salvador, con el alma de la tierra había de gobernar, y no contra ella ni sin ella, entró a padecer América, y padece, de la fatiga de acomodación entre los elementos discordantes y hostiles que heredó de un colonizador despótico y avieso, y las ideas y formas importadas que han venido retardando, por su falta de realidad local, el gobierno lógico. El continente descoyuntado durante tres siglos por un mando que negaba el derecho del hombre al ejercicio de su razón, entró, desatendiendo o desoyendo a los ignorantes que lo habían ayudado a redimirse, en un gobierno que tenía por base la razón; la razón de todos en las cosas de todos, y no la razón universitaria de unos sobre la razón campestre de otros. El problema de la independencia no era el cambio de formas, sino el cambio de espíritu.

Con los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores. El tigre, espantado del fogonazo, vuelve de noche al lugar de la presa. Muere echando llamas por los ojos y con las zarpas al aire. No se le oye venir, sino que viene con zarpas de terciopelo. Cuando la presa despierta, tiene al tigre encima. La colonia continuó viviendo en la república; y nuestra América se está salvando de sus grandes yerros, de la soberbia de las ciudades capitales, del triunfo ciego de los campesinos desdeñados, de la importación excesiva de las ideas y fórmulas ajenas, del desdén inicuo e impolítico de la raza aborigen, por la virtud superior, abonada con sangre necesaria, de la república que lucha contra la colonia. El tigre espera, detrás de cada árbol, acurrucado en cada esquina. Morirá, con las zarpas al aire, echando llamas por los ojos.

Pero «estos países se salvarán», como anunció Rivadavia el argentino, el que pecó de finura en tiempos crudos; al machete no le va vaina de seda, ni en el país que se ganó con lanzón se puede echar el lanzón atrás, porque se enoja y se pone en la puerta del Congreso de Iturbide «a que le hagan emperador al rubio». Estos países se salvarán porque, con el genio de la moderación que parece imperar, por la armonía serena de la Naturaleza, en el continente de la luz, y por el influjo de la lectura crítica que ha sucedido en Europa a la lectura de tanteo y falansterio en que se empapó la generación anterior, le está naciendo a América, en estos tiempos reales, el hombre real.

Éramos una visión, con el pecho de atleta, las manos de petimetre y la frente de niño. Éramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España. El indio, mudo, nos daba vueltas alrededor, y se iba al monte, a la cumbre del monte, a bautizar sus hijos. El negro, oteado, cantaba en la noche la música de su corazón, solo y desconocido, entre las olas y las fieras. El campesino, el creador, se revolvía, ciego de indignación, contra la ciudad desdeñosa, contra su criatura. Éramos charreteras y togas, en países que venían al mundo con la alpargata en los pies y la vincha en la cabeza. El genio hubiera estado en hermanar, con la caridad del corazón y con el atrevimiento de los fundadores, la vincha y la toga; en desestancar al indio; en ir haciendo lado al negro suficiente; en ajustar la libertad al cuerpo de los que se alzaron y vencieron por ella. Nos quedó el oidor, y el general, y el letrado, y el prebendado. La juventud angélica, como de los brazos de un pulpo, echaba al Cielo, para caer con gloria estéril, la cabeza, coronada de nubes. El pueblo natural, con el empuje del instinto, arrollaba, ciego del triunfo, los bastones de oro. Ni el libro europeo, ni el libro yanqui, daban la clave del enigma hispanoamericano. Se probó el odio, y los países venían cada año a menos. Cansados del odio inútil, de la resistencia del libro contra la lanza, de la razón contra el cirial, de la ciudad contra el campo, del imperio imposible de las castas urbanas divididas sobre la nación natural, tempestuosa o inerte, se empieza, como sin saberlo, a probar el amor. Se ponen en pie los pueblos, y se saludan «¿Cómo somos?» se preguntan; y unos a otros se van diciendo cómo son. Cuando aparece en Cojímar un problema, no van a buscar la solución a Dantzig. Las levitas son todavía de Francia, pero el pensamiento empieza a ser de América. Los jóvenes de América se ponen la camisa al codo, hunden las manos en la masa, y la levantan con la levadura de su sudor. Entienden que se imita demasiado, y que la salvación está en crear. Crear es la palabra de pase de esta generación. El vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es nuestro vino! Se entiende que las formas de gobierno de un país han de acomodarse a sus elementos naturales; que las ideas absolutas, para no caer por un yerro de forma, han de ponerse en formas relativas; que la libertad, para ser viable, tiene que ser sincera y plena; que si la república no abre los brazos a todos y adelanta con todos, muere la república. El tigre de adentro se entra por la hendija, y el tigre de afuera. El general sujeta en la marcha la caballería al paso de los infantes. O si deja a la zaga a los infantes, le envuelve el enemigo la caballería. Estrategia es política. Los pueblos han de vivir criticándose, porque la crítica es la salud; pero con un solo pecho y una sola mente. ¡Bajarse hasta los infelices y alzarlos en los brazos! ¡Con el fuego del corazón deshelar la América coagulada! ¡Echar, bullendo y rebotando, por las venas, la sangre natural del país! En pie, con los ojos alegres de los trabajadores, se saludan, de un pueblo a otro, los hombres nuevos americanos. Surgen los estadistas naturales del estudio directo de la Naturaleza. Leen para aplicar, pero no para copiar. Los economistas estudian la dificultad en sus orígenes. Los oradores empiezan a ser sobrios. Los dramaturgos traen los caracteres nativos a la escena. Las academias discuten temas viables. La poesía se corta la melena zorrillesca y cuelga del árbol glorioso el chaleco colorado. La prosa, centelleante y cernida, va cargada de idea. Los gobernadores, en las repúblicas de indios, aprenden indio.

De todos sus peligros se va salvando América. Sobre algunas repúblicas está durmiendo el pulpo. Otras, por la ley del equilibrio, se echan a pie a la mar, a recobrar, con prisa loca y sublime, los siglos perdidos. Otras, olvidando que Juárez paseaba en un coche de mulas, ponen coche de viento y de cochero a una pompa de jabón; el lujo venenoso, enemigo de la libertad, pudre al hombre liviano y abre la puerta al extranjero. Otras acendran, con el espíritu épico de la independencia amenazada, el carácter viril. Otras crían, en la guerra rapaz contra el vecino, la soldadesca que puede devorarlas. Pero otro peligro corre, acaso, nuestra América, que no le viene de sí, sino de la diferencia de orígenes, métodos e intereses entre los dos factores continentales, y es la hora próxima en que se le acerque, demandando relaciones íntimas, un pueblo emprendedor y pujante que la desconoce y la desdeña. Y como los pueblos viriles, que se han hecho de sí propios, con la escopeta y la ley, aman, y sólo aman, a los pueblos viriles; como a hora del desenfreno y la ambición, de que acaso se libre, por el predominio de lo más puro de su sangre, la América del Norte o en que pudieran lanzarla sus masas vengativas y sórdidas, la tradición de conquista y el interés de un caudillo hábil, no está tan cercana aún a los ojos del más espantadizo, que no dé tiempo a la prueba de altivez, continua y discreta, con que se la pudiera encarar y desviarla; como su decoro de república pone a la América del Norte, ante los pueblos atentos del Universo, un freno que no le ha de quitar la provocación pueril o la arrogancia ostentosa, o la discordia parricida de nuestra América, el deber urgente de nuestra América es enseñarse como es, una en alma e intento, vencedora veloz de un pasado sofocante, manchada sólo con la sangre de abono que arranca a las manos la pelea con las ruinas, y la de las venas que nos dejaron picadas nuestros dueños. El desdén del vecino formidable, que no la conoce, es el peligro mayor de nuestra América; y urge, porque el día de la visita está próximo, que el vecino la conozca, la conozca pronto, para que no la desdeñe. Por ignorancia llegaría, tal vez, a poner en ella la codicia. Por el respeto, luego que la conociese, sacaría de ella las manos. Se ha de tener fe en lo mejor del hombre y desconfiar de lo peor de él. Hay que dar ocasión a lo mejor para que se revele y prevalezca sobre lo peor. Si no, lo peor prevalece. Los pueblos han de tener una picota para quien les azuza a odios inútiles; y otra para quien no les dice a tiempo la verdad.

No hay odio de razas, porque no hay razas. Los pensadores canijos, los pensadores de lámparas, enhebran y recalientan las razas de librería, que el viajero justo y el observador cordial buscan en vano en la justicia de la Naturaleza, donde resalta en el amor victorioso y el apetito turbulento, la identidad universal del hombre. El alma emana, igual y eterna, de los cuerpos diversos en forma y en color. Peca contra la Humanidad el que fomente y propague la oposición y el odio de las razas. Pero en el amasijo de los pueblos se condensan, en la cercanía de otros pueblos diversos, caracteres peculiares y activos, de ideas y de hábitos, de ensanche y adquisición, de vanidad y de avaricia, que del estado latente de preocupaciones nacionales pudieran, en un período de desorden interno o de precipitación del carácter acumulado del país, trocarse en amenaza grave para las tierras vecinas, aisladas y débiles, que el país fuerte declara perecederas e inferiores. Pensar es servir. Ni ha de suponerse, por antipatía de aldea, una maldad ingénita y fatal al pueblo rubio del continente, porque no habla nuestro idioma, ni ve la casa como nosotros la vemos, ni se nos parece en sus lacras políticas, que son diferentes de las nuestras; ni tiene en mucho a los hombres biliosos y trigueños, ni mira caritativo, desde su eminencia aún mal segura, a los que, con menos favor de la Historia, suben a tramos heroicos la vía de las repúblicas; ni se han de esconder los datos patentes del problema que puede resolverse, para la paz de los siglos, con el estudio oportuno y la unión tácita y urgente del alma continental. ¡Porque ya suena el himno unánime; la generación actual lleva a cuestas, por el camino abonado por los padres sublimes, la América trabajadora; del Bravo a Magallanes, sentado en el lomo del cóndor, regó el Gran Semí, por las naciones románticas del continente y por las islas dolorosas del mar, la semilla de la América nueva!

 

La Revista Ilustrada, 1 de enero de 1891.

MADRE AMÉRICA

 

(Discurso en la Sociedad Literaria Hispano-americana, de Nueva York, el 19 de diciembre de 1889)

Señoras y señores:

Apenas acierta el pensamiento, a la vez trémulo y desbordado, a poner, en la brevedad que le manda la discreción, el júbilo que nos rebosa de las almas en esta noche memorable. ¿Qué puede decir el hijo preso, que vuelve a ver a su madre por entre las rejas de su prisión? Hablar es poco, y es casi imposible, más por el íntimo y desordenado contento, por la muchedumbre de recuerdos, de esperanzas y de temores, que por la certeza de no poder darles expresión digna. Indócil y mal enfrenada ha de brotar la palabra de quien, al ver en torno suyo, en la persona de sus delegados ilustres, los pueblos que amamos con pasión religiosa; al ver cómo, por mandato de secreta voz, los hombres se han puesto como más altos para recibirlos, y las mujeres como más bellas; al ver el aire tétrico y plomizo animado como de sombras, sombras de águilas que echan a volar, de cabezas que pasan moviendo el penacho consejero, de tierras que imploran, pálidas y acuchilladas, sin fuerzas para sacarse el puñal del corazón, del guerrero magnánimo del Norte, que da su mano de admirador, desde el pórtico de Mount Vernon, al héroe volcánico del Sur, intenta en vano recoger, como quien se envuelve en una bandera, el tumulto de sentimientos que se le agolpa al pecho, y sólo halla estrofas inacordes y odas indómitas para celebrar, en la casa de nuestra América, la visita de la madre ausente, para decirle, en nombre de hombres y de mujeres, que el corazón no puede tener mejor empleo que darse, todo, a los mensajeros de los pueblos americanos. ¿Cómo podremos pagar a nuestros huéspedes ilustres esta hora de consuelo? ¿A qué hemos de esconder, con la falsía de la ceremonia, lo que se nos está viendo en los rostros? Pongan otros florones y cascabeles y franjas de oro a sus retóricas; nosotros tenemos esta noche la elocuencia de la Biblia, que es la que mana, inquieta y regocijada como el arroyo natural, de la abundancia del corazón. ¿Quién de nosotros ha de negar, en esta noche en que no se miente, que por muchas raíces que tengan en esta tierra de libre hospedaje nuestra fe, o nuestros afectos, o nuestros hábitos, o nuestros negocios, por tibia que nos haya puesto el alma la magia infiel del hielo, hemos sentido, desde que supimos que estos huéspedes nobles nos venían a ver, como que en nuestras casas había más claridad, como que andábamos a paso más vivo, como que éramos más jóvenes y generosos, como que nuestras ganancias eran mayores y seguras, como que en el vaso seco volvía a nacer flor? Y si nuestras mujeres quieren decirnos la verdad, ¿no nos dicen, no nos están diciendo con sus ojos leales, que nunca pisaron más contentos la nieve ciertos pies de hadas; que algo que dormía en el corazón, en la ceguera de la tierra extraña, se ha despertado de repente; que un canario alegre ha andado estos días entrando y saliendo por las ventanas, sin temor al frío, con cintas y lazos en el pico, yendo y viniendo sin cesar, porque para esta fiesta de nuestra América ninguna flor parecía bastante fina y primorosa? Esta es la verdad. A unos nos ha echado aquí la tormenta; a otros, la leyenda; a otros, el comercio; a otros, la determinación de escribir, en una tierra que no es libre todavía, la última estrofa del poema de 1810; a otros les mandan vivir aquí, como su grato imperio, dos ojos azules. Pero por grande que esta tierra sea, y por ungida que esté para los hombres libres la América en que nació Lincoln, para nosotros, en el secreto de nuestro pecho, sin que nadie ose tachárnoslo ni nos lo pueda tener a mal, es más grande, porque es la nuestra y porque ha sido más infeliz, la América en que nació Juárez.

Y ¿cómo no recordar, para gloria de los que han sabido vencer a pesar de ellos, los orígenes confusos, y manchados de sangre, de nuestra América, aunque al recuerdo leal, y hoy más que nunca necesario, le pueda poner la tacha de vejez inoportuna aquel a quien la luz de nuestra gloria, de la gloria de nuestra independencia, estorbase para el oficio de comprometerla o rebajarla? Del arado nació la América del Norte, y la Española, del perro de presa. Una guerra fanática sacó de la poesía de sus palacios aéreos al moro debilitado en la riqueza, y la soldadesca sobrante, criada con el vino crudo y el odio a los herejes, se echó, de coraza y arcabuz, sobre el indio de peto de algodón. Llenos venían los barcos de caballeros de media loriga, de segundones desheredados, de alféreces rebeldes, de licenciados y clérigos hambrones. Traen culebrinas, rodelas, picas, quijotes, capacetes, espaldares, yelmos, perros. Ponen la espada a los cuatro vientos, declaran la tierra del rey, y entran a saco en los templos de oro. Cortés atrae a Moctezuma al palacio que debe a su generosidad o a su prudencia, y en su propio palacio lo pone preso. La simple Anacaona convida a su fiesta a Ovando, a que viera el jardín de su país, y sus danzas alegres, y sus doncellas; y los soldados de Ovando se sacan de debajo del disfraz las espadas, y se quedan con la tierra de Anacaona. Por entre las divisiones y celos de la gente india adelanta en América el conquistador; por entre aztecas y tlaxcaltecas llega Cortés a la canoa de Cuauhtémoc; por entre quichés y zutujiles vence Alvarado en Guatemala; por entre tunjas y bogotáes adelanta Quesada en Colombia; por entre los de Atahualpa y los de Huáscar pasa Pizarro en el Perú: en el pecho del último indio valeroso clavan, a la luz de los templos incendiados, el estandarte rojo del Santo Oficio. Las mujeres, las roban. De cantos tenía sus caminos el indio libre, y después del español no había más caminos que el que abría la vaca husmeando el pasto, o el indio que iba llorando en su treno la angustia de que se hubiesen vuelto hombres los lobos. Lo que come el encomendero, el indio lo trabaja; como flores que se quedan sin aroma, caen muertos los indios; con los indios que mueren se ciegan las minas. De los recortes de las casullas se hace rico un sacristán. De paseo van los señores; o a quemar en el brasero el estandarte del rey; o a cercenarse las cabezas por peleas de virreyes y oidores, o celos de capitanes; y al pie del estribo lleva el amo dos indios de pajes, y dos mozos de espuela. De España nombran el virrey, el regente, el cabildo. Los cabildos que hacían, los firmaban con el hierro con que herraban las vacas. El alcalde manda que no entre el gobernador en la villa, por los males que le tiene hechos a la república, y que los regidores se persignen al entrar en el cabildo, y que al indio que eche el caballo a galopar se le den veinticinco azotes. Los hijos que nacen, aprenden a leer en carteles de toros y en décimas de salteadores. «Quimeras despreciables» les enseñan en los colegios de entes y categorías. Y cuando la muchedumbre se junta en las calles, es para ir de cola de las tarascas que llevan el pregón; o para hablar, muy quedo, de las picanterías de la tapada y el oidor; o para ir a la quema del portugués; cien picas y mosquetes van delante, y detrás los dominicos con la cruz blanca, y los grandes de vara y espadín, con la capilla bordada de hilo de oro; y en hombros los baúles de huesos, con llamas a los lados; y los culpables con la cuerda al cuello, y las culpas escritas en la coraza de la cabeza; y los contumaces con el sambenito pintado de imágenes del enemigo; y la prohombría, y el señor obispo, y el clero mayor; y en la iglesia, entre dos tronos, a la luz vívida de los cirios, el altar negro; afuera, la hoguera. Por la noche, baile. ¡El glorioso criollo cae bañado en sangre, cada vez que busca remedio a su vergüenza, sin más guía ni modelo que su honor, hoy en Caracas, mañana en Quito, luego con los comuneros del Socorro; o compra, cuerpo a cuerpo, en Cochabamba el derecho de tener regidores del país; o muere, como el admirable Antequera, profesando su fe en el cadalso del Paraguay, iluminado el rostro por la dicha; o al desfallecer al pie del Chimborazo, «exhorta a las razas a que afiancen su dignidad». El primer criollo que le nace al español, el hijo de la Malinche, fue un rebelde. La hija de Juan de Mena, que lleva el luto de su padre, se viste de fiesta con todas sus joyas, porque es día de honor para la humanidad, el día en que Arteaga muere! ¿Qué sucede de pronto, que el mundo se para a oír, a maravillarse, a venerar? ¡De debajo de la capucha de Torquemada sale, ensangrentado y acero en mano, el continente redimido! Libres se declaran los pueblos todos de América a la vez. Surge Bolívar, con su cohorte de astros. Los volcanes, sacudiendo los flancos con estruendo, lo aclaman y publican. ¡A caballo, la América entera! Y resuenan en la noche, con todas las estrellas encendidas, por llanos y por montes, los cascos redentores. Hablándoles a sus indios va el clérigo de México. Con la lanza en la boca pasan la corriente desnuda los indios y venezolanos. Los rotos de Chile marchan juntos, brazo en brazo, con los cholos del Perú. Con el gorro frigio del liberto van los negros cantando, detrás del estandarte azul. De poncho y bota de potro, ondeando las bolas, van, a escape de triunfo, los escuadrones de gauchos. Cabalgan, suelto el cabello, los pehuenches resucitados, voleando sobre la cabeza la chuza emplumada. Pintados de guerrear vienen tendidos sobre el cuello los araucos, con la lanza de tacuarilla coronada de plumas de colores; y al alba, cuando la luz virgen se derrama por los despeñaderos, se ve a San Martín, allá sobre la nieve, cresta del monte y corona de la revolución, que va, envuelto en su capa de batalla, cruzando los Andes. ¿Adónde va la América, y quién la junta y guía? Sola, y como un solo pueblo, se levanta. Sola pelea. Vencerá, sola.[…]

También nuestra América levanta palacios, y congrega el sobrante útil del universo oprimido; también doma la selva, y le lleva el libro y el periódico, el municipio y el ferrocarril; también nuestra América, con el Sol en la frente, surge sobre los desiertos coronada de ciudades. Y al reaparecer en esta crisis de elaboración de nuestros pueblos los elementos que lo constituyeron, el criollo independiente es el que domina y se asegura, no el indio de espuela, marcado de la fusta, que sujeta el estribo y le pone adentro el pie, para que se vea de más de alto a su señor.

Por eso vivimos aquí, orgullosos de nuestra América, para servirla y honrarla. No vivimos, no, como siervos futuros ni como aldeanos deslumbrados, sino con la determinación y la capacidad de contribuir a que se la estime por sus méritos, y se la respete por sus sacrificios; porque las mismas guerras que de pura ignorancia le echan en cara los que no la conocen, son el timbre de honor de nuestros pueblos, que no han vacilado en acelerar con el abono de su sangre el camino del progreso, y pueden ostentar en la frente sus guerras como una corona. En vano, faltos del roce y estímulo diario de nuestras luchas y de nuestras pasiones, que nos llegan ¡a mucha distancia! del suelo donde no crecen nuestros hijos, nos convida este país con su magnificencia, y la vida con sus tentaciones, y con sus cobardías el corazón, a la tibieza y al olvido. ¡Donde no se olvida, y donde no hay muerte, llevamos a nuestra

América, como luz y como hostia; y ni el interés corruptor, ni ciertas modas nuevas de fanatismo, podrán arrancárnosla de allí! Enseñemos el alma como es a estos mensajeros ilustres que han venido de nuestros pueblos, para que vean que la tenemos honrada y leal, y que la admiración justa y el estudio útil y sincero de lo ajeno, el estudio sin cristales de présbita ni de miope, no nos debilita el amor ardiente, salvador y santo de lo propio; ni por el bien de nuestra persona, si en la conciencia sin paz hay bien, hemos de ser traidores a lo que nos mandan hacer la naturaleza y la humanidad. Y así, cuando cada uno de ellos vuelva a las playas que acaso nunca volvamos a ver, podrá decir, contento de nuestro decoro, a la que es nuestra dueña, nuestra esperanza y nuestra guía: «¡Madre América, allí encontramos hermanos! ¡Madre América, allí tienes hijos!»

CONFERENCIA INTERNACIONAL AMERICANA

 

(Con honda preocupación vio Martí celebrarse esta Conferencia en Washington, entre fines de 1889 y mediados de 1890, convocada por los Estados Unidos, de la que podían derivarse males mayores para Hispanoamérica, por la debilidad de sus representantes, y para la independencia de Cuba. Entre otros, escribió este artículo)

De una parte hay en América un pueblo que proclama su derecho de propia coronación a regir, por moralidad geográfica, en el continente, y anuncia, por boca de sus estadistas, en la prensa y en el púlpito, en el banquete y en el congreso, mientras pone la mano sobre una isla y trata de comprar otra, que todo el norte de América ha de ser suyo, y se le ha de reconocer derecho imperial del istmo abajo, y de otra están los pueblos de origen y fines diversos, cada día más ocupados y menos recelosos, que no tienen más enemigo real que su propia ambición, y la del vecino que los convida a ahorrarle el trabajo de quitarles mañana por la fuerza lo que le pueden dar de grado ahora. ¿Y han de poner sus negocios los pueblos de América en manos de su único enemigo, o de ganarle tiempo, y poblarse, y unirse, y merecer definitivamente el crédito y respeto de naciones, antes de que ose demandarles la sumisión el vecino a quien, por las lecciones de adentro o las de afuera, se le puede moderar la voluntad, o educar la moral política, antes de que se determine a incurrir en el riesgo y oprobio de echarse, por la razón de estar en un mismo continente, sobre pueblos decorosos, capaces, justos, y como él, prósperos y libres?

Pero el congreso comprenderá la propiedad de desvanecerse en cuanto le sea posible. En tanto, el gobierno de Washington se prepara a declarar su posesión de la península de San Nicolás, y acaso, si el ministro Douglas negocia con éxito, su protectorado sobre Haití; Douglas lleva, según rumor no desmentido, el encargo de ver cómo inclina a Santo Domingo al protectorado; el ministro Palmer negocia a la callada en Madrid la adquisición de Cuba; el ministro Migner, con escándalo de México, azuza a Costa Rica contra México de un lado y Colombia de otro; las empresas norteamericanas se han adueñado de Honduras, y fuera de saber si los hondureños tienen en la riqueza del país más parte que la necesaria para amparar a sus consocios y si está bien a la cabeza de un diario del gobierno un anexionista reconocido; por los provechos del canal, las visiones del progreso, están con las dos manos en Washington, Nicaragua y Costa Rica; un pretendiente a la presidencia hay en Costa Rica, que prefiere a la unión de Centroamérica la anexión a los Estados Unidos; no hay amistad más ostensible que la del presidente de Colombia para el congreso y sus planes; Venezuela aguarda entusiasta a que Washington saque de la Guayana a Inglaterra, que Washington no se puede sacar del Canadá: a que confirme gratuitamente en la posesión de un territorio a un pueblo de América, el país que en ese mismo instante fomenta una guerra para quitarle la joya de su comarca y la llave del golfo de México a otro pueblo americano; el país que rompe en aplausos en la casa de representantes cuando un Chipman declara que es ya tiempo de que ondee la bandera de las estrellas en Nicaragua como un Estado más del Norte.

Y el Sun dice así: «Compramos a Alaska ¡sépase de una vez! para notificar al mundo que es nuestra determinación formar una unión de todo el norte del continente con la bandera de las estrellas flotando desde los hielos hasta el istmo, y de océano a océano». Y el Herald dice: «La visión de un protectorado sobre las repúblicas del sur llegó a ser idea principal y constante de Henry Clay». El Mail and Express, amigo íntimo de Harrison, por una razón, y de Blaine por otra, llama a Blaine «el sucesor de Henry Clay, del gran campeón de las ideas americanas». «No queremos más que ayudar a la prosperidad de esos pueblos», dice el Tribune. Y en otra parte dice hablando de otro querer: «Esos pueden ser resultados definitivos y remotos de la política general que deliberadamente adoptaron ambos partidos en el congreso». «No estamos listos todavía para ese movimiento», dice el Herald: «Blaine se adelanta a los sucesos como unos cincuenta años». ¡A crecer, pues, pueblos de América, antes de los cincuenta años![…]

Eso de la admiración ciega, por pasión de novicio o por falta de estudio, es la fuerza mayor con que cuenta en América la política que invoca, para dominar en ella, un dogma que no necesita en los pueblos americanos de ajena invocación, porque de siglos atrás, aún antes de entrar en la niñez libre, supieron rechazar con sus pechos al pueblo más tenaz y poderoso de la tierra, y luego le han obligado al respeto por su poder natural, y la prueba de su capacidad, solos. ¿A qué invocar, para extender el dominio en América, la doctrina que nació tanto de Monroe como de Canning, para impedir en América el dominio extranjero, para asegurar a la libertad un continente? ¿0 se ha de invocar el dogma contra un extranjero para traer a otro? ¿0 se quita la extranjería, que está en el carácter distinto, en los distintos intereses, en los propósitos distintos, por vestirse de libertad, y privar de ella con los hechos, o porque viene con el extranjero el veneno de los empréstitos, de los canales, de los ferrocarriles? ¿0 se ha de pujar la doctrina en toda su fuerza sobre los pueblos débiles de América, el que tiene al Canadá por el Norte, y a las Guayanas y a Bélice por el Sur, y mandó mantener, y mantuvo a España y le permitió volver, a sus propias puertas, al pueblo americano de donde había salido?

¿A qué fingir miedos de España, que para todo lo que no sea exterminar a sus hijos en las Antillas está fuera de América, y no la puede recobrar por el espíritu, porque la hija se le adelanta a par del mundo nuevo, ni por el comercio, porque no vive la América de pasas y aceitunas, ni tiene España en los pueblos americanos más influjo que el que pudiera volver a darle, por causas de raza y de sentimientos, el temor o la antipatía o la agresión norteamericana? ¿0 los pueblos mayores de América, que tienen la capacidad y la voluntad de resistirla, se verían abandonados y comprometidos por las repúblicas de su propia familia que se les debían allegar, para detener, con la fuerza del espíritu unificado, al adversario común, que pudo mostrar su pasión por la libertad ayudando a Cuba a conquistarla de España, en vez de ayudar contra la libertad a España, que le profanó sus barcos, y le tasó a doscientos pesos las cabezas que quitó a balazos a sus hijos? ¿0 son los pueblos de América estatuas de ceguedad, y pasmos de inmundicia?

La admiración justa por la prosperidad de los hombres liberales y enérgicos de todos los pueblos, reunidos a gozar de la libertad, obra común del mundo, en una extensión segura, varia y virgen, no ha de ir hasta excusar los crímenes que atenten contra la libertad el pueblo que se sirve de su poder y de su crédito para crear en forma nueva el despotismo. Ni necesitan ir de pajes de un pueblo los que en condiciones inferiores a las suyas han sabido igualarlo y sobrepujarlo. Ni tienen los pueblos libres de América razón para esperar que les quite de encima al extranjero molesto el pueblo que acudió con su influjo a echar de México al francés, traído acaso por el deseo de levantarle valla al poder sajón en el equilibrio descompuesto del mundo, cuando el francés de México, le amenazaba por el sur con la alianza de los estados rebeldes, de alma aún latina; el pueblo que por su interés echó al extranjero europeo de la república libre a que arrancó en una guerra criminal una comarca que no le ha restituido. Walker fue a Nicaragua por los Estados Unidos; por los Estados Unidos, fue López a Cuba. Y ahora cuando ya no hay esclavitud con que excusarse, está en pie la liga de Anexión; habla Allen de ayudar a la de Cuba; va Douglas a procurar la de Haití y Santo Domingo; tantea Palmer la venta de Cuba en Madrid; fomentan en las Antillas la anexión con raíces en Washington, los diarios vendidos de Centroamérica; y en las Antillas menores, dan cuenta incesante los diarios del norte, del progreso de la idea anexionista; insiste Washington en compeler a Colombia a reconocerle en el istmo derecho dominante, y privarle de la facultad de tratar con los pueblos sobre su territorio; y adquieren los Estados Unidos, en virtud de la guerra civil que fomentaron, la península de San Nicolás en Haití. Unos dan «el sueño de Clay» por cumplido. Otros creen que se debe esperar medio siglo más: otros, nacidos en la América española, creen que se debe ayudarlo.

El congreso internacional será el recuento del honor, en que se vea quiénes defienden con energía y mesura la independencia de la América española, donde está el equilibrio del mundo; o si hay naciones capaces, por el miedo o el deslumbramiento, o el hábito de servidumbre o el interés de consentir, sobre el continente ocupado por dos pueblos de naturaleza y objeto distintos, en mermar con su deserción las fuerzas indispensables, y ya pocas, con que podrá a la familia de una nacionalidad contener con el respeto que imponga y la cordura que demuestre, la tentativa de predominio, confirmada por los hechos coetáneos, de un pueblo criado en la esperanza de la dominación continental, a la hora en que se pintan, en apogeo común, el ansia de mercados de sus industrias pletóricas, la ocasión de imponer a naciones lejanas y a vecinos débiles el protectorado ofrecido en las profecías, la fuerza material necesaria para el acometimiento, y la ambición de un político rapaz y atrevido.

 

La Nación, 20 de diciembre de 1889

CARTAS A GONZALO DE QUESADA

 

(Martí asistió como observador y cronista de La Nación, de Buenos Aires, a la Conferencia Internacional Americana, que se celebró en Washington, y estas cartas a su discípulo dejan ver su preocupación por la debilidad de las republicas hispanoamericanas ante las ambiciones expansionistas de los Estados Unidos)

12 de noviembre de 1889

Mi muy querido Gonzalo:

Estoy muy triste para hablarle de cosas de nuestra tierra, aunque debiera, puesto que la causa de mi tristeza son ellas, y la pena de no poder creer como Vd. que no tengan la significación que presumo, para mí llena de peligros y dolores, los planes en que no me debo entrar de «aquí estoy», porque nadie me ha llamado, y que no sé cómo pudiera yo mudar, ni entender de modo que me permitiese ayudarlos, arrancando, como arrancarían, de una confianza que yo no puedo compartir. No es, Gonzalo, que tenga yo recetas que todo lo curen, ni quiera yo hacer las cosas por mí, ni que me muevan celos, como casi me decía Vd., sin saber quién soy, al fin de su carta. Es que vivo por mi patria, y por su libertad real, aunque sé que la vida no me ha de alcanzar para gozar del fruto de mis labores, y que este servicio se ha de hacer con la seguridad, y el ánimo, de no esperar por él recompensa. Pero lo que soy, lo soy, y no me deslumbro, ni me desvío, ni cedo por interés alguno de renombre pasajero, o popularidad demasiado costosa, o autoridad futura, a lo que creo que, so pretexto de acelerarla, pone en riesgo, tal vez mortal, la libertad de mi país. Cambiar de dueño, no es ser libre. Yo quiero de veras la independencia de mi patria; pero no creo que esos planes de garantía, con Morenos por raíz, ayudan a la independencia, a no ser como medio para beneficiar con ella a los que no tienen interés en verla lograda, sino en impedirla. Y al fin hablé de lo que no quería, pero se lo debía; para que no tuviera a mal mi silencio. A José Ignacio le he de escribir agradecido, porque se lo estoy de veras por su última referencia cariñosa a mí, y para mandarle La Edad de Oro, pero no le hablaré de esas cosas, por no parecerle intruso, aunque con toda la verdad de mi alma le ayudaría si viese yo que ando errado en lo que pienso, y le hablase de cuanto él quiera en estas cosas, porque no tengo yo patente de querer a Cuba, y el ser sincero, y no quiere decir que sólo yo lo sea. Lo que no deseo es mentir, ni aparecer entrometido.

Antier tuve el gusto de ver en mi oficina a su excelente padre, que se me parece al mío, por la pasión con que lo quiere. De veras que me da gusto verle tan amoroso y complacido con el hijo que todos le queremos, y de quien el habla con una ternura que va publicando su nobleza. Y le ofrecí enviarle la carta a Nin, la misma noche, y escribirle a Vd., pero estoy como con menos vida de la necesaria, y con mi odio cada día mayor a la pluma, que no vale para clavar la verdad en los corazones, y sirve para que los hombres defiendan lo contrario de lo que les manda la verdadera conveniencia, que está en el honor, y nunca fuera de él.

Me es muy grato que me lo quieran ya también en casa del señor Sáenz Peña, aunque ni por ser ellos quienes son, ni Vd. quien es, me sorprende. Tampoco, Gonzalo, me sorprende lo de la pregunta sobre la Luisiana. ¿Pues no se ha venido hablando en el paseo, entre los mismos delegados, de la posibilidad y conveniencia de anexar a Cuba a los Estados Unidos? Para todo hay ciegos, y cada empleo tiene en el mundo su hombre. Pero el señor Sáenz Peña sabe pensar por sí, y es de tierra independiente y decorosa. El verá, y sabrá lo que hace. Trabájele bien, que este noviciado le va a ser a Vd. muy provechoso, y de utilidad acaso decisiva. ¿Tiene en su lista de diarios al Post de New York, el Post del mes pasado y de éste? Lo de México, y todo lo del Congreso, y lo de las lanas, y el libro de Curtis, lo pone, según su modo de ver, con superior claridad. Le sobra un poco de desdén; pero no tiene idea completa de estas cosas el que no lo lea.

Ya sabe Nin que Vd. lo debe ver, y sabe que es mi amigo.

Olvidaba decirle que de Washington viene, por más de un conducto, el rumor de que en el Congreso se intenta tratar, en el interés norteamericano, el asunto de Cuba. ¿Es que andan tentando la opinión? A mí mismo han venido a preguntarme, como si les fuera desconocido, el modo indirecto con que se pudiera poner ante el congreso esta cuestión.

Vd. es hábil y sagaz de naturaleza, y bueno, que vale más que eso. Con esto último me contentará más que con todo; y para fortalecer las otras cualidades útiles, tiene ancho campo ahora. No está muy acompañado en el suyo, pero está siempre consigo

Su amigo

José Martí

Sábado 14 [de diciembre de 1889]

Mi muy querido Gonzalo:

Anoche a vuela pluma le contesté, y ahora recibo, con agradecimiento y provecho, el dato que me manda.

En las cosas de la Conferencia, veo con júbilo que la Argentina crece en autoridad. Pero ¿no nota Vd. que está como vencida de antemano, y como rodeada, en las únicas comisiones trascendentales de la Conferencia, no porque las otras no debieran serlo, sino porque sólo sirven de ocasión y disfraz para las dos que llamaré yo comisiones reales: la de Ley Internacional y la del Bien General? Ya sabía yo, y dije, que estarían en ella los que están. A Quintana le dan puesto, para alardear de imparcialidad, porque lo creen vencido.[…]

Sobre nuestra tierra, Gonzalo, hay otro plan más tenebroso que lo que hasta ahora conocemos y es el inicuo de forzar a la Isla, de precipitarla, a la guerra, para tener pretexto de intervenir en ella, y con el crédito de mediador y de garantizador, quedarse con ella. Cosa más cobarde no hay en los anales de los pueblos libres: Ni maldad más fría. ¿Morir, para dar pie en qué levantarse a estas gentes que nos empujan a la muerte para su beneficio? Valen más nuestras vidas, y es necesario que la Isla sepa a tiempo esto ¡Y hay cubanos, cubanos, que sirven, con alardes disimulados de patriotismo, estos intereses!

Vigilar, es lo que nos toca; e ir averiguando quién está dispuesto a tener piedad de nosotros. Pronto, Gonzalo, la carta a El Rifle. Y a La Nueva Era. Dé mi nombre al Director, y escriba la carta pública, por su posición sin firma. No le dé pena el secreto. La gloria, que al cabo es de quien la merece, tiene lo que llaman en México a las noticias que vienen por el aire «su correo de las brujas».

Su

J. Martí

LA SOCIEDAD HISPANOAMERICANA BAJO LA DOMINACION ESPAÑOLA

Tienen unos por ciencia en América, y por literatura científica y principal, el estudio minucioso de los pueblos de que les apartan origen y costumbres, y el desconocimiento punible y sistemático del país en que han de vivir. Y es cierto que sin el examen profundo de los diversos ensayos políticos, más valederos mientras más se asemejan los pueblos estudiados al de nuestra naturaleza, ni se logra la pericia útil al adelanto de la tierra propia, ni la robustez moral que viene de la certidumbre de la obra ordenada y triunfante de los hombres; pero este desdén de lo criollo, singular en quienes en lo suyo intentan influir, aunque suele ser signo por donde anuncia su aspiración descontentadiza un espíritu potente, es más a menudo prueba cierta de entendimiento segundón, que al gozo de cavar por sí en lo nuevo prefiere llevar a cuestas lo que cavó otro; o prurito rural del hijastro que en la brava honra solariega suspira avinagrado por su fantástica progenie de galanes y damas palatinas, y en su inútil corazón niega a su padre. Por la verdad filial, patente en la llaneza misma del estilo; por el análisis primerizo y franco de los orígenes y cruzamientos de nuestra América; por el revés con que despide a los americanos que desconocen en su pueblo propio la capacidad que conceden de prisa y de oídas al ajeno, es notable el libro cuyo bosquejo ha publicado en Madrid el argentino Vicente G. de Quesada, sobre La Sociedad Hispanoamericana bajo la dominación española.

Durante los altos de prueba y tanteo en que nuestra América buscó acomodo entre sus vicios heredados y su libertad súbita, entre la hostil pereza e inepto señorío, y la dificultad de la república inculta y briosa, fueron las letras tribuna desecha de las ideas combatientes, o exánime remedo de las novedades literarias. Pero ya América, saneada en lo real de sus guerras y lo vano de sus imitaciones, conoce por fin sus elementos vivos, más nuevos por la mezcla forzosa de la condición diversa de sus moradores que por peculiaridades inamovibles de hábito o de razas; y con acuerdo profético brota de todas partes a la vez, en prosa y en poesía, en el teatro y el periódico, en la tribuna y el libro, una literatura altivamente americana, de observación fiel y directa, cuya beldad y nervio vienen de la honradez con que la expresión sobria contiene la idea nativa y lúcida. Del peso de la idea se quiebran las frases; antes quebradas al peso de flores traperas y llanto de cristalería. De traidores está América cansada, que sólo le hablen de su muerte fatal y de su ineptitud; y está dando creadores. Los incapaces merodean aún, que en su nulidad florida creen ver la de su tierra, y visten la idea desalentada de pompa resonante. Pero América produce obras de análisis y conjunto donde, como quien tala antes de sembrar, se desenredan y sacan al limpio las capacidades y rémoras de nuestros pueblos, a fin de poner a aquéllas leyes viables criollas, por donde el país se rija según la realidad y estado de sus componentes, y de mudar en agencias las fuerzas toscas o estancadas.

El libro de Quesada es de esos estudios sinceros y totales sobre América. El, prohombre encanecido en las fatigas de la creación de la república, que le vio a Urquiza el castillo feudal allí donde en la estancia modelo ordena ahora el político pecador su plétora de ideas y métodos extraños; él, hombre agudo y positivo, que ve al mundo sin cáscara, por donde corre a ojos la sangre y el pus, y en cortes y en repúblicas estudió largamente la desnudez humana; él, cuya pluma de hechos castiga desdeñosa, como vicio oculto que es, la complacencia enervante en todo lo propio, por ser del estiércol de nuestro jardín, y el desvío risible de cuanto no nació plátano o palma; él, ministro hoy en la corte de sus amos de ayer, que ve ya fuerte y bella la patria que conoció, como los vascos que la pasearon, de boina por la cabeza y a horcajadas en la mula; él «cree fácil demostrar con hechos históricos la viril energía y capacidad de nuestra raza para el gobierno libre». «Los hispanoamericanos tienen la capacidad y el vigor necesarios para vencer las dificultades de los pueblos nuevos, y para gobernarse y prosperar.» «Se pretende, y el vulgo lo acepta como verdad indiscutible, que el asombroso progreso de los Estados Unidos de Norteamérica y el comparativamente lento y trabajoso de las naciones hispanas tienen por origen y causa eficiente la superioridad de la raza y de las instituciones coloniales que estableció la Gran Bretaña.» «El objeto de mis estudios es investigar y referir los antecedentes de las instituciones y los de las razas indígenas del grupo de las naciones hispanoamericanas, para deducir por ese estudio las condiciones que autorizan, a mi juicio, a tener completa y profunda fe en sus destinos desenvolviendo con prudencia las cualidades heredadas y mejorándolas por el medio ambiente.» «He vivido muchos años en los Estados Unidos; he desempeñado allí una prolongada misión diplomática; he tenido oportunidad de estudiar atentamente y de cerca sus instituciones políticas y su sociedad; he admirado su poder y su riqueza; pero esa admiración no me lleva hasta el servilismo de pensar que el éxito, debido a circunstancias naturales e inevitables, sea originado por superioridad de raza, ni por antecedentes de las instituciones de la época de la colonia».

Y en esto parece que el tema viril saca un tanto de lo seguro al historiador, que sin ver en la desviación radical de España la causa suficiente y única de la capacidad de nuestra América, mayor en los pueblos que se le han desviado más, la busca en instituciones que no pudieron ser antaño, cuando el inquisidor y los dos indios del estribo, más eficaces y emancipadoras que lo son hoy a nuestros ojos, en pleno mundo nuevo, cuando reducen y sofocan al criollo aborrecido, en vez de disponerlo a la libertad, sostienen y encubren, con fraude insolente, la más venenosa y mercenaria tiranía. Por el descaro con que se burlaban fueron siempre más célebres sus leyes de España en Indias, que por lo que del derecho mantuviesen o levantaran el carácter. La raza española que, por quijotes y rodelas, pudo su poco más que flechas y algodones, parécele a Quesada superior a los artífices y arquitectos indios; a quienes Draper tuvo por primeros. Donde necesitó de sus rencillas para mandar el número invencible del odio de la llaneza al señorío, del rencor de los cacicazgos al imperio, dejó España con vida al indio que, más que el inglés, exterminó en Cuba, en Jamaica, en Haití, en el cerro uruguayo, rojo aún de la sangre épica de los charrúas.

Por la justicia no se asimiló el español las razas conquistadas, sino por el sexo ineludible, la conveniencia de casar con india señora, y el sutil influjo de la raza natural, sorprendida por una milicia superior cuando aún no estaba en su proceso de amalgama tan adelante que pudiera olvidar sus rencillas en la función nacional de la defensa contra el enemigo común. A Carlos III tuvo que esperar España, al buen tiempo de un virrey criollo, para ver que la media América del Perú era muy vasta para un solo virreinato. Mucho de despechos y poco de derechos se hablaba en los ayuntamientos, que eran más para disputas que para libertades, y por donde se alzó el criollo imbuido de ideas francesas, por cuanto estaba América ahíta, que por la primera boca, había de echarse; pero las distancias grandes y las muchas cabezas repartidas por el país pudieron más para el federalismo, por ser el equilibrio de ellas, que los ayuntamientos, fiscales antes que políticos. Ni la ley, por pura que fuese, podía contra la explotación e iniquidad de las costumbres.

Desmaya tal vez el lenguaje de Quesada, por su sinceridad misma, en la enumeración de aquellas formas de gobierno, que han de estudiarse menos que la condición real y la sustancia del pueblo descrito; pero donde le salta al estilo la sangre y adquiere viveza, es en la pintura, ya al cerrar el bosquejo, de las causas finales de la revolución; cuando cuenta la quimera «del centralismo mercantil»; y trae lo de Vergara el colombiano, cuando habla de «las linazas prohibidas, de los telares prohibidos, prohibidos los viñedos, y las fábricas y las empresas útiles». Se ve en los buenos pasajes hervir el rencor. A los tres siglos vino España a permitir el habla a las colonias entre sí. «Intolerables eran los diques del comercio», que «originaron un contrabando escandaloso». Lucha abierta era la vida, imposible la vida común de «los peninsulares, partidarios del monopolio, y los criollos, partidarios del libre comercio». «La lucha entre los partidarios del comercio libre y todos aquellos comerciantes que lucraban a favor del privilegio aparece promoviendo la agitación que engendraba la transformación radical para proveer por sí mismo a sus verdaderos intereses mercantiles». «Los intereses del comercio eran los precursores necesarios de una evolución política social». «De la fermentación de estos intereses encontrados debía, lógica y necesariamente, surgir la idea de la independencia, a fin de proveer sin tratos al bienestar común».

Y surgió, tal cual lo narra el escritor argentino en páginas concisas; y Fernando se abre a Francia. El inglés lo castiga en Buenos Aires. Beresford, que quiso después con fuego la independencia, se alzó con la ciudad. Los criollos les pelearon, mejor que los españoles, los picaron, los echaron. El pueblo se alza, pidiendo asamblea. «Medrosos los peninsulares, quieren contemporizar». Liniers es jefe, por aclamación. Arrollados Cabildo y Audiencia, deponen al virrey, al trémulo Sobremonte; atacan al pueblo; complacen al pueblo. Los ingleses vuelven, con doce mil hombres: los vecinos los tunden y rechazan, los vecinos «que se tornaron en salvarlos». «Era el comienzo de la revolución, el comienzo victorioso e irresistible». Y así funda su juicio sobre la capacidad bastante de nuestra América, el argentino de pluma sincera que está hoy de ministro de su patria libre en la corte de sus antiguos amos.

 

Patria. Nueva York, 14 de febrero de 1893

HONDURAS Y LOS EXTRANJEROS

En nuestra América hay mucho más sentido de lo que se piensa, y los pueblos que pasan por menores, y lo son en territorio o habitantes más que en propósito y juicio, van salvándose a timón seguro de la mala sangre de la colonia de ayer y de la dependencia y servidumbre a que los empezaba a llevar, por equivocado amor a formas ajenas y superficiales de república, un concepto falso, y criminal, de americanismo. Lo que el americanismo sano pide es que cada pueblo de América se desenvuelva con el albedrío y propio ejercicio necesarios a la salud, aunque al cruzar el río se moje la ropa y al subir tropiece, sin dañarle la libertad a ningún otro pueblo, que es puerta por donde los demás entrarán a dañarle la suya, ni permitir que con la cubierta del negocio o cualquiera otra lo apague y cope un pueblo voraz e irreverente. En América hay dos pueblos, y no más que dos, de alma muy diversa por los orígenes, antecedentes y costumbres, y sólo semejantes en la identidad fundamental humana. De un lado está nuestra América, y todos sus pueblos son de una naturaleza, y de cuna parecida o igual, e igual mezcla imperante; de la otra parte está la América que no es nuestra, cuya enemistad no es cuerdo ni viable fomentar, y de la que con el decoro firme y la sagaz independencia no es imposible, y es útil, ser amigo. Pero de nuestra alma hemos de vivir, limpia de la mala iglesia, y de los hábitos de amo y de inmerecido lujo. Andemos nuestro camino, de menos a más, y sudemos nuestras enfermedades. La grandeza de los pueblos no esta en su tamaño, ni en las formas múltiples de la comodidad material, que en todos los pueblos aparecen según la necesidad de ellas, y se acumulan en las naciones prósperas, más que por genio especial de raza alguna, por el cebo de la ganancia que hay en satisfacerlas. El pueblo más grande no es aquel en que una riqueza desigual y desenfrenada produce hombres crudos y sórdidos, y mujeres venales y egoístas: pueblo grande, cualquiera que sea su tamaño, es aquel que da hombres generosos y mujeres puras. La prueba de cada civilización humana está en la especie de hombre y de mujer que en ella se produce.

De tiempo atrás venía apenando a los observadores americanos la imprudente facilidad con que Honduras, por sinrazón visible más confiada en los extraños que en los propios, se abrió a la gente rubia que con la fama de progreso le iba del Norte a obtener allí, a todo por nada, las empresas pingües que en su tierra les escasean o se les cierran. Todo trabajador es santo y cada productor es una raíz; y al que traiga trabajo útil y cariño, venga de tierra fría o caliente, se le ha de abrir hueco ancho, como a un árbol nuevo; pero con el pretexto del trabajo, y la simpatía del americanismo, no han de venir a sentársenos sobre la tierra, sin dinero en la bolsa ni amistad en el corazón, los buscavidas y los ladrones.

 

Patria. Nueva York, 15 de diciembre de 1894

Facsímil de La Revista Ilustrada de Nueva York» con la primera salida del ensayo de Martí sobre «Nuestra América».

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