Política y revolución

NOTA
Por la muerte de Mart� en Dos R�os, ocup� la direcci�n de
Patria el fil�sofo cubano Enrique Jos� Varona, y hasta terminar la guerra, en 1898, desde las columnas de ese peri�dico, orient� con el saber de su palabra a las emigraciones en el esfuerzo independentista. En un discurso pronunciado en la Sociedad Literaria Hispanoamericana, de Nueva York, en 1896, al cumplirse otro aniversario de Patria, evocando a su fundador, dijo Varona: «Peregrin� por el mundo con una lira, una pluma y una espada. Cant�, habl�, escribi�, combati�; dej� por todas partes chispas de su numen, rasgos de su fantas�a, pedazos de su coraz�n; pero en cualquier ruta, por todos los senderos su vista estaba siempre fija en la solitaria estrella, que simbolizaba su honda y perpetua aspiraci�n de hogar y patria… Mart� poeta, escritor, orador, catedr�tico, periodista, agitador, conspirador, estadista y soldado no fue en el fondo y siempre sino Mart� patriota. Para ver y abarcar desde un punto central la existencia tan accidentada de este grande hombre nada es tan adecuada como considerar su labor pol�tica…» Los escritos recogidos en este cap�tulo resumen esa «labor pol�tica» la cual, en el acertado juicio de Varona, es necesaria «para ver y abarcar desde un punto central la existencia» de Jos� Mart�.

En discursos, proclamas, ensayos, art�culos y cartas dej� Mart� abundantes muestras de su pasi�n cubana y de su empe�o por lograr la independencia de su pa�s: a su joven amigo de Cayo Hueso, �ngel Pel�ez, le recomend� al iniciar la �ltima etapa de su labor revolucionaria: «A Cuba por todos los agujeros. Las guerras van sobre caminos de papeles»; y as� �l prodig� «papeles» para hacerle segura v�a a la insurrecci�n.

Desde muy temprano empu�� Mart� la pluma como arma, y de la tribuna hizo p�lpito, mientras que en sus escritos iba formulando el programa para la independencia y el futuro del pa�s. Clam� contra Espa�a por sus cr�menes en Cuba, y contra los Estados Unidos por sus planes expansionistas; y con no menos fervor denunci� la «mentalidad colonial» de sus compatriotas, c�mplices ocultos o confesos de esos males, y el militarismo de los que se resist�an a entender «que un pueblo no se funda como se manda un campamento «, seg�n le advirti� en 1884 al general M�ximo G�mez.

Las p�ginas que se agrupan aqu�, desde las juveniles de El presidio pol�tico en Cuba hasta su carta a Manuel Mercado, en Dos R�os, a la puerta de la muerte, dan el perfil del estadista y del revolucionario, del hombre de pensamiento y del hombre de acci�n. Quiso la rep�blica, «justa y abierta, una en el territorio, en el derecho, en el trabajo y en la cordialidad, levantada con todos y para el bien de todos». Si pudiera sola una frase resumir su programa pol�tico, �sa ser�a: «Con todos y para el bien de todos», que en una ocasi�n llam� «el lema de mi vida». Y de esa manera fue sumando a su empe�o el patriotismo de los favorecidos por la fortuna, como los millonarios Eduardo Hidalgo Gato, de Cayo Hueso, y Luciana Gov�n, de Nueva York, al de los humildes, como el del matrimonio negro de Tampa, Paulina y Ruperto Pedroso; el del militar, como Emilio N��ez, el del obrero, como Rafael Serra, y el del profesional, como su m�dico, Ram�n Luis Miranda; el del conservador, como Gonzalo de Quesada, y el del anarquista, como Carlos Bali�o.

Prepar� la que supo era una «guerra necesaria» , porque, como dijo desde Patria, «los pueblos, como los hombres, no se curan del mal que les roe el hueso con menjurjes de �ltima hora, no con parches que les muden el color de la piel. A la sangre hay que ir, para que se cure la llaga». El Partido Revolucionario Cubano, que organiz�, y que llevaba en s� el esp�ritu de la futura rep�blica, era producto de los empe�os similares que lo hab�an precedido: de �l dijo Mart�, en 1893, que no ten�a «una sola ra�z, sino todas las ra�ces» que le ven�an «de la unanimidad del deseo de la independencia»; era as� producto de la m�s noble tradici�n cubana, y planteaba, en sus «Bases» la necesidad de crear en el pa�s «un pueblo nuevo y de sincera democracia», y no el de «llevar a Cuba una agrupaci�n victoriosa» que considerara «la Isla como su presa y dominio». Dijo por eso al cumplirse el tercer a�o de su Partido: «Si desde la sombra entrase en ligas, con los humildes, o con los soberbios, ser�a criminal la revoluci�n, e indigna de que muri�semos por ella».

En la carta del 18 de mayo, Mart� le escribi� en vaticinio a Manuel Mercado, su amigo mexicano: «S� desaparecer. Pero no desaparecer� mi pensamiento». Y no ha desaparecido, a pesar de la falsificaci�n y de la apostas�a.

EL PRESIDIO POL�TICO EN CUBA

(Al llegar a Madrid desterrado, a principios de 1871, Mart� public� su denuncia de los castigos y abusos que comet�an contra los presos pol�ticos de Cuba, de los que �l hab�a sufrido y de los que hab�a presenciado)

Dolor infinito deb�a ser el �nico nombre de estas p�ginas.

Dolor infinito, porque el dolor del presidio es el m�s rudo, el m�s devastador de los dolores, el que mata la inteligencia, y seca el alma, y deja en ella huellas que no se borrar�n jam�s.

Nace con un pedazo de hierro; arrastra consigo este mundo misterioso que agita cada coraz�n; crece nutrido de todas las penas sombr�as, y rueda, al fin, aumentado con todas las l�grimas abrasadoras.

Dante no estuvo en presidio.

Si hubiera sentido desplomarse sobre su cerebro las b�vedas oscuras de aquel tormento de la vida, hubiera desistido de pintar su Infierno. Las hubiera copiado, y lo hubiera pintado mejor.

Si existiera el Dios providente, y lo hubiera visto, con la una mano se habr�a cubierto el rostro, y con la otra habr�a hecho rodar al abismo aquella negaci�n de Dios.

Dios existe, sin embargo, en la idea del bien, que vela el nacimiento de cada ser, y deja en el alma que se encarna en �l una l�grima pura. El bien es Dios. La l�grima es la fuente de sentimiento eterno.

Dios existe, y yo vengo en su nombre a romper en las almas espa�olas el vaso fr�o que encierra en ellas la l�grima.

Dios existe, y si me hac�is alejar de aqu� sin arrancar de vosotros la cobarde, la malaventurada indiferencia, dajadme que os desprecie, ya que yo no puedo odiar a nadie; dejadme que os compadezca en nombre de mi Dios.

No os odiar�, ni os maldecir�.

Si yo odiara a alguien, me odiar�a por ello a m� mismo.[…]

Era el 5 de abril de 1870. Meses hac�a que hab�a yo cumplido diez y siete a�os.

Mi patria me hab�a arrancado de los brazos de mi madre, y se�alado un lugar en su banquete. Yo bes� sus manos y las moj� con el llanto de mi orgullo, y ella parti�, y me dej� abandonado a m� mismo.

Volvi� el d�a 5 severa, rode� con una cadena mi pie, me visti� con ropa extra�a, cort� mis cabellos y me alarg� en la mano un coraz�n. Yo toqu� mi pecho y lo hall� lleno; toqu� mi cerebro y lo hall� firme; abr� mis ojos, y los sent� soberbios, y rechac� altivo aquella vida que me daban y que rebosaba en m�.

Mi patria me estrech� en sus brazos, y me bes� en la frente, y parti� de nuevo, se�al�ndome con la una mano el espacio y con la otra las canteras.[…]

D�as hac�a que don Nicol�s hab�a llegado a presidio.

D�as hac�a que andaba a las cuatro y media de la ma�ana el trecho de m�s de una legua que separa las canteras del establecimiento penal, y volv�a a andarlo a las seis de la tarde cuando el sol se hab�a ocultado por completo, cuando hab�a cumplido doce horas de trabajo diario.

Una tarde don Nicol�s picaba piedra con sus manos despedazadas, porque los palos del brigada no hab�an logrado que el infeliz caminase sobre dos extensas llagas que cubr�an sus pies.

Detalle repugnante, detalle que yo tambi�n sufr�, sobre el que yo, sin embargo, camin�, sobre el que mi padre desconsolado llor�. Y �qu� d�a tan amargo aquel en que logr� verme, y yo procuraba ocultarle las grietas de mi cuerpo, y �l colocarme unas almohadillas de mi madre para evitar el roce de los grillos, y vio al fin, un d�a despu�s de haberme visto paseando en los salones de la c�rcel, aquellas aberturas purulentas, aquellos miembros estrujados, aquella mezcla de sangre y polvo, de materia y fango, sobre que me hac�an apoyar el cuerpo, y correr, y correr! �D�a amargu�simo aqu�l! Prendido a aquella masa informe, me miraba con espanto, envolv�a a hurtadillas el vendaje, me volv�a a mirar, y al fin, estrechando febrilmente la pierna triturada, rompi� a llorar! Sus l�grimas ca�an sobre mis llagas; yo luchaba por secar su llanto; sollozos desgarradores anudaban su voz, y en esto son� la hora del trabajo, y un brazo rudo me arranc� de all�, y �l qued� de rodillas en la tierra mojada con mi sangre, y a m� me empujaba el palo hacia el mont�n de cajones que nos esperaba ya para seis horas. �D�a amargu�simo aqu�l! Y yo todav�a no s� odiar.[…]

�Mart�! �Mart�! me dijo una ma�ana un pobre amigo m�o, amigo all� porque era presidiario pol�tico, y era bueno, y como yo, por extra�a circunstancia, hab�a recibido orden de no salir al trabajo y quedar en el taller de cigarrer�a; mira aquel ni�o que pasa por all�.

Mir�. �Tristes ojos m�os que tanta tristeza vieron!

Era verdad. Era un ni�o. Su estatura apenas pasaba del codo de un hombre regular. Sus ojos miraban entre espantados y curiosos aquella ropa rud�sima con que le hab�an vestido, aquellos hierros extra�os que hab�an ce�ido a sus pies.

Mi alma volaba hacia su alma. Mis ojos estaban fijos en sus ojos. Mi vida hubiera dado por la suya. Y mi brazo estaba sujeto al tablero del taller; y su brazo mov�a, atemorizado por el palo, la bomba de los tanques.

Hasta all�, yo lo hab�a comprendido todo, yo me lo hab�a explicado todo, yo hab�a llegado a explicarme el absurdo de m� mismo; pero ante aquel rostro inocente, y aquella figura delicada, y aquellos ojos seren�simos y puros, la raz�n se me extraviaba, yo no encontraba mi raz�n, y era que se me hab�a ido despavorida a llorar a los pies de Dios. �Pobre raz�n m�a! Y �cu�ntas veces la han hecho llorar as� por los dem�s!

Las horas pasaban; la fatiga se pintaba en aquel rostro; los peque�os brazos se mov�an pesadamente; la rosa suave de las mejillas desaparec�a; la vida de los ojos se escapaba; la fuerza de los miembros debil�simos hu�a. Y mi pobre coraz�n lloraba.

La hora de cesar en la tarea lleg� al fin. El ni�o subi� jadeante las escaleras. As� lleg� a su galera. As� se arroj� en el suelo, �nico asiento que nos era dado, �nico descanso para nuestras fatigas, nuestra silla, nuestra mesa, nuestra cama, el pa�o mojado con nuestras l�grimas, el lienzo empapado en nuestra sangre, refugio ansiado, asilo �nico de nuestras carnes magulladas y rotas, y de nuestros miembros hinchados y doloridos.

Pronto llegu� hasta �l. Si yo fuera capaz de maldecir y odiar, yo hubiera odiado y maldecido entonces. Yo tambi�n me sent� en el suelo, apoy� su cabeza en su miserable chaquet�n y esper� a que mi agitaci�n me dejase hablar.

—�Cu�ntos a�os tienes? —le dije.

—Doce, se�or.

—Doce, �y te han tra�do aqu�? Y �c�mo te llamas?

—Lino Figueredo

—Y �qu� hiciste?

—Yo no s�, se�or. Yo estaba con taitica y mamita, y vino la tropa, y se llevo a taitica, y volvi�, y me trajo a m�.

—�Y tu madre?

—Se la llevaron

—�Y tu padre?

—Tambi�n, y no s� de �l, se�or �Qu� habr� hecho yo para que me traigan aqu�, y no me dejen estar con taitica y mamita?

Si la indignaci�n, si el dolor, si la pena angustiosa pudiesen hablar, yo hubiera hablado al ni�o sin ventura. Pero algo extra�o, y todo hombre honrado sabe lo que era, sublevaba en m� la resignaci�n y la tristeza, y atizaba el fuego de la venganza y de la ira; algo extra�o pon�a sobre mi coraz�n su mano de hierro, y secaba en mis p�rpados las l�grimas, y helaba las palabras en mis labios.

 

Doce a�os, doce a�os, zumbaba constantemente en mis o�dos, y su madre y mi madre, y su debilidad y mi impotencia se amontonaban en mi pecho, y rug�an, y andaban desbordados por mi cabeza, y ahogaban mi coraz�n.

Doce a�os ten�a Lino Figueredo, y el Gobierno espa�ol lo condenaba a diez a�os de presidio.[…]

Cuando los pueblos van errados; cuando, o cobardes o indiferentes, cometen o disculpan extrav�os, si el �ltimo vestigio de energ�a desaparece, si la �ltima, o quiz�s la primera, expresi�n de la voluntad guarda torpe silencio, los pueblos lloran mucho, los pueblos exp�an su falta, los pueblos perecen escarnecidos y humillados y despedazados, como ellos escarnecieron y despedazaron y humillaron a su vez.

La idea no cobija nunca la embriaguez de la sangre.

La idea no disculpa nunca el crimen y el refinamiento b�rbaro en el crimen.

Espa�a habla de su honra.

Lino Figueredo est� all�. All�; y entre los sue�os de mi fantas�a, veo aqu� a los diputados danzar ebrios de entusiasmo, vendados los ojos, con vertiginoso movimiento, con incansable carrera, alumbrados como Ner�n por los cuerpos humanos que atados a los pilares ard�an como antorchas. Entre aquel resplandor siniestro, un fantasma rojo lanza una estridente carcajada. Y lleva escrito en la frente Integridad Nacional: los diputados danzan. Danzan, y sobre ellos una mano extiende la ropa manchada de sangre de don Nicol�s del Castillo, y otra mano ense�a la cara llagada de Lino Figueredo.

Dancen ahora, dancen.

El c�lera terrible, la cabeza nevada, la viruela espantosa, la ancha boca negra, la masa de piedra. Y todo, como el cad�ver se destaca en el ata�d, como la tez blanca se destaca en la t�nica negra, todo pasa envuelto en una atm�sfera densa, extensa, sofocante, rojiza �Sangre, siempre sangre!

�Oh! Mirad, mirad.

Espa�a no puede ser libre.

Espa�a tiene todav�a mucha sangre en la frente.[…]

Ahora, aprobad la conducta del Gobierno en Cuba.

Ahora, los padres de la patria, decid en nombre de la patria que sancion�is la violaci�n m�s inicua de la moral, y el olvido m�s completo de todo sentimiento de justicia. Decidlo, sancionadlo, aprobadlo, si pod�is.

LECTURA EN EL STECK HALL

 

(Acabado de llegar a Nueva York, a principios de 1880, en su segundo destierro, Mart� se uni� al esfuerzo de los emigrados a fin de iniciar otro levantamiento en Cuba. En un acto para recaudar fondos para la guerra, Mart� ley� este trabajo que fue luego publicado en un folleto)

El deber debe cumplirse sencilla y naturalmente. No a un torneo literario, donde justen el trabajado pensamiento y la cuidada frase, no a recoger el premio de pasados y presentes dolores, que por ser menos graves que los que otros sufrieron, m�s que enorgullecerme, me averg�enzan; no a hacer destemplada gala de entusiasmo y consecuencia personales vengo, sino a animar con la buena nueva la fe de los creyentes, a exaltar con el seguro raciocinio la vacilante energ�a de los que dudan, a despertar con voces de amar a los que, perezosos o cansados, duermen, a llamar al honor severamente a los que han desertado su bandera.

�Pero vosotros, emigrados buenos, sufridores de hoy, triunfadores de ma�ana; vosotros que bautiz�is a vuestros hijos con el nombre de nuestros h�roes m�s queridos, de nuestros m�rtires, de nuestros inv�lidos; que hab�is probado vuestra fe, donde la prueban los amigos leales en el abandono y en la desventura; que hab�is preferido la labor modesta, llena de fuerza digna, al placer de levantar casa sobre los cad�veres calientes sin m�s cimiento que la palabra movediza de un adversario inepto y alevoso; vosotros que no cre�is en la prosperidad de una tierra donde sobre la generaci�n presente han ca�do desatadas las culpas de las generaciones anteriores, y no hay inter�s en la hacienda, ni recuerdo en la memoria, ni aspiraci�n escondida que, aun en los m�s d�biles e hip�critas, no batalle radical y esencialmente con los intentos e intereses de aqu�llos con quienes se pretende una imposible y perniciosa concordia; vosotros que sent�is a vuestra mesa a los gloriosos mutilados, a los veteranos de la independencia, mal avenidos con la in�til paz; que al calor de la extranjera estufa, o�steis rodeados de los atentos hijos, cuentos de victorias y derrotas, y llorasteis con los afligidos narradores, nobles l�grimas; que hab�is entrado en el pr�ctico sentir que, con el quilate mayor de las desgracias, despierta en los trabajadores este pueblo utilitario y reflexivo; que en presencia de este pasmoso desenvolvimiento, y con la memoria de aquella vida m�sera, no veis salud para el esp�ritu, ni porvenir para la tierra, fuera de aquella soluci�n, beneficiosa a la par que gloriosa, que por ancha y nueva v�a pol�tica lleve a la rica patria a la due�ez completa de s� misma, y al �ntimo contacto, jam�s por nuestros due�os consentido, con los pueblos hacia los que tradiciones viejas, intereses presentes, simpat�as irresistibles, y supremas afinidades econ�micas nos conducen; vosotros que resolv�is con cuerdo sentido, que no todo ha de ser sombr�o problema, las inquietudes de la dignidad, sin cuyo franco y osado ejercicio a nadie se impone amor ni respeto, a par de las solicitudes del bienestar material, objeto imprescindible, aunque no objeto principal, de la existencia; vosotros los ricos, que hab�is tenido el en�rgico valor de despreciar vuestra riqueza, y de haceros bajo un techo decoroso, y sin que el l�tigo os alcance, otra riqueza nueva; vosotros los pobres, que con la sagrada alegr�a de los creyentes, y con esa serena intuici�n de lo que es bueno, no oscurecida por vanidades ni intereses, amasteis en sus horas de agon�a a la santa idea enferma, con tierna y melanc�lica lealtad; vosotros hab�is sentido palpitar en torno vuestro a esos guerreros impacientes, a esos enga�ados rencorosos, a esas madres que ya no sonr�en, a esos varones que no saben llorar, porque han aprendido que las fuerzas que se pierden en l�grimas, hacen falta despu�s para el ardimiento y empuje de la sangre! Vosotros mismos sois esa comunidad que se levanta; entre vosotros andan los arrepentidos; en vuestros ojos se ve relampaguear brillo de aceros.[…]

Ignoran los d�spotas que el pueblo, la masa adolorida, es el verdadero jefe de las revoluciones; y acarician a aquella masa brillante que, por parecer inteligente, parece la influyente y directora. Y dirige, en verdad, con direcci�n necesaria y �til en tanto que obedece, en tanto que se inspira en los deseos en�rgicos de los que con fe ciega y confianza generosa pusieron en sus manos su destino. Pero en cuanto, por propia debilidad, desoyen la encomienda de su pueblo, y asustados de su obra, la detienen; cuando aqu�llos a quienes tuvo y eligi� por buenos, con su peque�ez lo empeque�ecen y con su vacilaci�n lo arrastran, sac�dese el pa�s altivo el peso de los hombros y contin�a impaciente su camino, dejando atr�s a los que no tuvieron bastante valor para seguir con �l. La pol�tica oportunista, como ahora se llama, pretendiendo erigir en especial escuela lo que no es m�s que el predominio del buen sentido en la gesti�n de los negocios p�blicos; la pol�tica oportunista, que no consiste en esperar ciegamente, y a pesar de todo, sino en no impacientarse cuando hay derecho a tener esperanza, no puede ser el loco empe�o de fingirlas all� donde no hay raz�n alguna que las alimente o autorice. La libertad cuesta muy cara, y es necesario, o resignarse a vivir sin ella, o decidirse a comprarla por su precio.[…]

�Qu� pobres pensadores los que creen que despu�s de una conmoci�n tan honda y ruda como la que ha sufrido nuestro pueblo, puedan ser bases duraderas para calmar su agitaci�n, el aplazamiento, la fuerza y el enga�o! �Qu� pol�ticos son esos que intentan elevar a la categor�a de soluciones, que para ser salvadoras han de ser generales, y para ser aceptadas han de satisfacer al mayor n�mero, aspiraciones acomodaticias sin precedente y sin probabilidad de �xito; que creen que los problemas de un grupo de rezagados, de arrepentidos y de c�ndidos, son los problemas del pa�s; que en vez de poner la mano sobre las fibras reales de la patria, para sentirlas vibrar y gemir, cierran airados los o�dos y se cubren espantados los ojos, para no ver los problemas verdaderos, como si el d�bil poder de la voluntad ego�sta fuera bastante a apartar de nuestras cabezas las nubes pre�adas de rayos![…]

�Qu� esperan esos hombres que afectan esperar todav�a algo de sus due�os? �Oh! Yo no he visto mejillas m�s abofeteadas; yo no he visto una ira m�s desafiada; yo no he visto una provocaci�n m�s atrevida. A tal punto se les rechaza y se les aterra, que no han osado alzar en Cortes, por creerla, seg�n confesi�n de ellos mismos, irrealizable sue�o, esa palabra culpable, disfraz de timideces y apetitos, con que pretendieron distraer la atenci�n y atar la voluntad de nuestro pueblo. �Qu� afectan esperar, cuando con desde�osa complacencia, no perdonan sus due�os ocasi�n de repetirles que no cabe pedir all� donde se ha de tener por entendido que no hay nada ya que conceder? «No tiene Espa�a en el orden pol�tico, nada que conceder, ni nada que cumplir». �Cre�is acaso que es m�a esta palabra de desesperaci�n, este lema de soledad y desconsuelo? �Cre�is acaso que es augurio pesimista, imaginado al calor de exagerada exaltaci�n patri�tica? Pues es la �ltima declaraci�n hecha en las Cortes espa�olas por el Ministro de Ultramar. Espa�a no tiene ya nada que conceder ni que cumplir; �Esperad ahora, mendigos![…]

�Oh, no, pueblo de m�rtires, que ha sabido en un d�a, y en largos a�os, m�s meritorios que el calor de un d�a, alzar en nuestros campos al esclavo con aquella misma mano ense�ada a ofenderlo y castigarlo, y comprar con la propia labor en tierra extra�a la cuna de sus hijos! �Oh, no, voces sonoras, antes gusto y regalo de salones, y hoy severo placer de las iglesias, en que a la vez entonan el himno del trabajo, el treno acongojado de la viuda, y el canto sollozante de la patria! �Oh, no, muertos ilustres, al calor de nuestra alma revividos, y en el fondo del pecho acariciados! �No durm�is todav�a el sue�o terrible de aquellos que han perdido ya toda esperanza!�No nos ech�is a�n sobre el rostro, con vuestras manos fr�as y descarnadas, la sangre que vertisteis por ingratos! �No os alc�is en la noche silenciosa, con vuestro cortejo de huesos deshonrados, a huir con ellos de un pueblo de mendigos, para darles extra�a sepultura en un lugar m�s digno de abrigarlos! �Moveos y content�os, muertos ilustres! �Antes que cejar en el empe�o de hacer libre y pr�spera a la patria, se unir� el mar del Sur al mar del Norte, y nacer� una serpiente de un huevo de �guila.

CARTA A EMILIO N��EZ

 

(Fracasado el movimiento insurreccional en Cuba, la llamada Guerra Chiquita, Mart�, como presidente interino del Comit� Revolucionario Cubano de Nueva York, le escribi� a Emilio N��ez para que despusiera las armas)

Recibo su carta de septiembre 20.�Qu� m�s reposo quiere Vd. para su alma, ni qu� mayor derecho a la estimaci�n del censor m�s rudo, que haberla escrito a esas fechas, en el campamento de los Egidos?

Me pide Vd. un consejo, y yo no rehuyo la responsabilidad que en d�rselo me quepa.[…]

Hombres como Ud. y como yo hemos de querer para nuestra tierra una redenci�n radical y solemne; impuesta, si es necesario, y posible, hoy, ma�ana y siempre, por la fuerza, pero inspirada en prop�sitos grandiosos, suficientes a reconstruir el pa�s que nos preparamos a destruir.[…]

Creo que es est�ril, para Vd. y para nuestra tierra, la permanencia de Vd. y sus compa�eros en el campo de batalla. No me hubiera Vd. preguntado, y ya, movido a ira por la soledad criminal en que el pa�s deja a sus defensores, y a amor y respeto por su generoso sacrificio, me preparaba a rogarles que ahorrasen sus vidas, absolutamente in�tiles hoy para la patria, en cuyo honor se ofrecen.

Un pu�ado de hombres, empujado por un pueblo, logra lo que logr� Bol�var; lo que con Espa�a, y el azar mediante, lograremos nosotros. Pero, abandonados por un pueblo, un pu�ado de h�roes puede llegar a parecer, a los ojos de los indiferentes y de los infames, un pu�ado de bandidos. Acons�jenle a Vd. otros, por vanidad culpable, que se sostenga en campo de batalla al que no tenemos hoy la voluntad ni la posibilidad de enviar recursos; pretendan salvarse de la censura que por aconsejarle que se retirase del campo pudiera venirles encima: yo, que no he de hacer acto de contrici�n ante el gobierno espa�ol; que ver� salir de mi lado, sereno, a mi mujer y a mi hijo, camino de Cuba; que me echar� por tierras nuevas o me quedar� en �sta, abrigado el pecho en el jir�n �ltimo de la bandera de la honra; yo, que no he de hacer jam�s ante los enemigos de nuestra patria, m�rito de haber alejado del combate al �ltimo soldado, yo le aconsejo como revolucionario y como hombre que admira y envidia su energ�a, y como cari�oso amigo, que no permanezca in�tilmente en un campo de batalla al que aquellos a quienes Vd. hoy defiende son impotentes para hacer llegar a Vd. auxilios.[…]

Esto dicho, �qu� podr� decirle yo de la manera con que lo lleve Vd. a cabo? De ser Vd. s�lo el que combate, yo le dir�a que buscase medios de salir de la Isla; pero Vd. no ha de querer dejar abandonados a los que tan bravamente le acompa�an. Duro es decirlo y toda la hiel del alma se me sube a los labios al decirlo, pero si es necesario, est�ril como es la lucha; indigno hoy, porque es indigno el pa�s de sus �ltimos soldados, deponga Vd. las armas.

No las depone Vd. ante Espa�a, sino ante la fortuna. No se rinde Vd. al gobierno enemigo, sino a la suerte enemiga. No deja Vd. de ser honrado: el �ltimo de los vencidos, ser� Vd. el primero entre los honrados.

Jos� Mart�

CARTA A M�XIMO G�MEZ (1884)

 

(Encabezada por los generales M�ximo G�mez y Antonio Maceo se produjo, en 1884, una intentona revolucionaria que los llev� a Nueva York para recaudar fondos para la guerra de Cuba; se entrevistaron con Mart�, pero al ver el peligro del militarismo, Mart� se separ� del proyecto)

New York, 20 de octubre de 1884

Se�or General M�ximo G�mez

New York

Distinguido General y amigo:

Sal� en la ma�ana del s�bado de la casa de Vd. con una impresi�n tan penosa, que he querido dejarla reposar dos d�as, para que la resoluci�n que ella, unida a otras anteriores, me inspirase, no fuera resultado de una ofuscaci�n pasajera, o excesivo celo en la defensa de cosas que no quisiera ver yo jam�s atacadas, sino obra de meditaci�n madura: �Qu� pena me da tener que decir estas cosas a un hombre a quien creo sincero y bueno, y en quien existen cualidades notables para llegar a ser verdaderamente grande! Pero hay algo que est� por encima de toda la simpat�a personal que Vd. pueda inspirarme, y hasta de toda raz�n de oportunidad aparente; y es mi determinaci�n de no contribuir en un �pice, por amor ciego a una idea en que me est� yendo la vida, a traer a mi tierra a un r�gimen de despotismo personal, que ser�a m�s vergonzoso y funesto que el despotismo pol�tico que ahora soporta, y m�s grave y dif�cil de desarraigar, porque vendr�a excusado por algunas virtudes, establecido por la idea encarnada en �l, y legitimado por el triunfo.

Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento.[…]

Respetar a un pueblo que nos ama y espera de nosotros, es la mayor grandeza. Servirse de sus dolores y entusiasmos en provecho propio, ser�a la mayor ignominia. Es verdad, General, que desde Honduras me hab�an dicho que alrededor de Vd. se mov�an acaso intrigas, que envenenaban, sin que Vd. lo sintiese, su coraz�n sencillo, que se aprovechaban de sus bondades, sus impresiones y sus h�bitos para apartar a Vd. de cuantos hallase en su camino que le acompa�asen en sus labores con cari�o, y le ayudaran a librarse de los obst�culos que se fueran ofreciendo, a un engrandecimiento a que tiene Vd. derechos naturales. Pero yo confieso que no tengo ni voluntad ni paciencia para andar husmeando intrigas ni deshaci�ndolas. Yo estoy por encima de todo eso. Yo no sirvo m�s que al deber, y con �ste ser� siempre bastante poderoso.

�Se ha acercado a Vd. alguien, General, con un afecto m�s caluroso que aquel con que lo apret� en mis brazos desde el primer d�a en que le vi? �Ha sentido Vd. en muchos esta fatal abundancia de coraz�n que me da�ar�a tanto en mi vida, si necesitase yo de andar ocultando mis prop�sitos para favorecer ambicioncillas femeniles de hoy o esperanzas de ma�ana?

Pues despu�s de todo lo que he escrito, y releo cuidadosamente, y confirmo, a Vd, lleno de m�ritos, creo que lo quiero: a la guerra que en estos instantes me parece que, por error de forma acaso, est� Vd representando, no.

Queda estim�ndole y sirvi�ndole

Jos� Mart�

DISCURSO DEL 10 DE OCTUBRE DE 1887

M�s me embarazan que me ayudan estos aplausos cari�osos, porque en vez de est�mulos que la enardezcan, tiene mi alma, sacudida en este instante como por viento de tormenta, necesidad de reducir su emoci�n a la estrechez de la palabra humana. Esta fecha, este religioso entusiasmo, la presencia, porque yo siento en este instante sobre todos nosotros la presencia de los que en un d�a como �ste abandonaron el bienestar para obedecer al honor, de los que cayeron sobre la tierra dando luz, como caen siempre los h�roes, exige de los labios del hombre palabras tales que cuando no se puede hablar con rayos de sol, con los transportes de la victoria, con el j�bilo santo de los ej�rcitos de la libertad, el �nico lenguaje digno de ella es el silencio. No s� que haya palabras dignas de este instante. «�Demajagua!», dec�a uno de nuestros oradores: «�plegaria!», dec�a otro: �as� es como debemos conmemorar aquella virtud, con los acentos de la plegaria! Los misterios m�s puros del alma se cumplieron en aquella ma�ana de la Demajagua, cuando los ricos, desembaraz�ndose de su fortuna, salieron a pelear, sin odio a nadie, por el decoro, que vale m�s que ella: cuando los due�os de hombres, al ir naciendo el d�a, dijeron a sus esclavos: «�Ya sois libres!» �No sent�s, como estoy yo sintiendo, el fr�o de aquella sublime madrugada?… �Para ellos, para ellos todos esos v�tores que os arranca este recuerdo glorioso! �Gracias en nombre de ellos, cubanas que no os avergonz�is de ser fieles a los que murieron por vosotras: gracias en nombre de ellos, cubanos que no os cans�is de ser honrados![…]

As� vivimos: �qui�n de nosotros no sabe c�mo vivimos?: �all�, no queremos ir!: cruel como es esta vida, aqu�lla es m�s cruel. �Nos trajo aqu� la guerra, y aqu� nos mantiene el aborrecimiento a la tiran�a, tan arraigado en nosotros, tan esencial a nuestra naturaleza, que no podr�amos arranc�rnoslo sino con la carne viva! �A qu� hemos de ir all�, cuando no es posible vivir con decoro, ni parece a�n llegada la hora de volver a morir? �Pues no acab�is de o�r esta noche una voz elocuente que nos sacaba, recordando aquella verg�enza, las llamas a la cara? �A qu� ir�amos a Cuba? �A o�r chasquear el l�tigo en espaldas de hombre, en espaldas cubanas, y no volar, aunque no haya m�s armas que ramas de �rboles, a clavar en un tronco, para ejemplo, la mano que nos castiga? �Ver el consorcio repugnante de los hijos de los h�roes, de los h�roes mismos, empeque�ecidos en la pereza, y los viciosos importados que ostentan, ante los que debieran vivir de espaldas a ellos, su prosperidad inmunda? �Saludar, pedir, sonre�r, dar nuestra mano, ver, a la caterva que florece sobre nuestra angustia, como las mariposas negras y amarillas que nacen del esti�rcol de los caminos? �Ver un bur�crata insolente que pasea su lujo, su carruaje, su dama, ante el pensador augusto que va a pie a su lado, sin tener de seguro donde buscar en su propia tierra el pan para su casa? �Ver en el bochorno a los ilustres, en el desamparo a los honrados, en complicidades vergonzosas al talento, en compa��a impura a las mujeres, sin los frutos de su suelo al campesino, que tiene que ceder al soldado que ma�ana lo ha de perseguir, hasta el cultivo de sus propias ca�as? �Ver a un pueblo entero, a nuestro pueblo, en quien el juicio llega hoy a donde lleg� ayer el valor, deshonrarse con la cobard�a o el disimulo? Pu�al es poco para decir lo que eso duele. �Ir, a tanta verg�enza! Otros pueden: �nosotros no podemos![…]

Dicen que es bello vivir, que es grande y consoladora la naturaleza, que los d�as, henchidos de trabajos dichosos, pueden levantarse al cielo como cantos dignos de �l, que la noche es algo m�s que una procesi�n de fantasmas que piden justicia, de mejillas que chispean en la oscuridad, de hombres avergonzados y p�lidos. Nosotros no sabemos si es bella la vida. Nosotros no sabemos si el sue�o es tranquilo. �Nosotros s�lo sabemos sacarnos de un solo vuelco el coraz�n del pecho in�til, y ponerlo a que lo gu�e, a que lo aflija, a que lo muerda, a que lo desconozca la patria! �Con qu� palabras, que no sean nuestras propias entra�as, podremos ofrecer otra vez a la patria afligida nuestro amor, y decir adi�s, adi�s hasta ma�ana, a las sombras ilustres que pueblan el aire que est� ungiendo esta noche nuestras cabezas? �Con velar por la patria sin violentar sus destinos con nuestras pasiones: con preparar la libertad de modo que sea digna de ella!

VINDICACI�N DE CUBA

 

(El peri�dico The Manufacturer, de Filadelfia, public� un art�culo ofensivo para los cubanos al referirse a la posibilidad de la anexi�n de la Isla; al reproducirlo The Evening Post, de Nueva York, Mart� logr� que le publicaran all� esta carta refutando los arbitrarios y humillantes juicios del art�culo)

Sr. Director de The Evening Post

Se�or:

Ruego a usted que me permita referirme en sus columnas a la ofensiva cr�tica de los cubanos publicada en el The Manufacturer, de Filadelfia, y reproducida con aprobaci�n en su n�mero de ayer.

No es �ste el momento de discutir el asunto de la anexi�n de Cuba. Es probable que ning�n cubano que tenga en algo su decoro desee ver su pa�s unido a otro donde los que gu�an la opini�n comparten respecto a �l las preocupaciones s�lo excusables a la pol�tica fanfarrona o la desordenada ignorancia. Ning�n cubano honrado se humillar� hasta verse recibido como un apestado moral, por el mero valor de su tierra, en un pueblo que niega su capacidad, insulta su virtud y desprecia su car�cter. Hay cubanos que por m�viles respetables, por una admiraci�n ardiente al progreso y la libertad, por el presentimiento de sus propias fuerzas en mejores condiciones pol�ticas, por el desdichado desconocimiento de la historia y tendencias de la anexi�n, desear�an ver la Isla ligada a los Estados Unidos. Pero los que han peleado en la guerra, y han aprendido en los destierros; los que han levantado, con el trabajo de las manos y la mente, un hogar virtuoso en el coraz�n de un pueblo hostil; los que por su m�rito reconocido como cient�ficos y comerciantes, como empresarios e ingenieros, como maestros, abogados, artistas, periodistas, oradores y poetas, como hombres de inteligencia viva y actividad poco com�n, se ven honrados dondequiera que ha habido ocasi�n para desplegar sus cualidades, y justicia para entenderlos; los que, con sus elementos menos preparados, fundaron una ciudad de trabajadores donde los Estados Unidos no ten�an antes m�s que unas cuantas casuchas en un islote desierto; �sos, m�s numerosos que los otros, no desean la anexi�n de Cuba a los Estados Unidos. No la necesitan. Admiran esta naci�n, la m�s grande de cuantas erigi� jam�s la libertad; pero desconf�an de los elementos funestos que, como gusanos en la sangre, han comenzado en esta Rep�blica portentosa su obra de destrucci�n. Han hecho de los h�roes de este pa�s sus propios h�roes, y anhelan el �xito definitivo de la Uni�n Norte-Americana, como la gloria mayor de la humanidad; pero no pueden creer honradamente que el individualismo excesivo, la adoraci�n de la riqueza, y el j�bilo prolongado de una victoria terrible, est�n preparando a los Estados Unidos para ser la naci�n t�pica de la libertad, donde no ha de haber opini�n basada en el apetito inmoderado de poder, ni adquisici�n o triunfos contrarios a la bondad y a la justicia. Amamos a la patria de Lincoln, tanto como tememos a la patria de Cutting.[…]

Es preciso recordar, para no contestarla con amargura, que m�s de un americano derram� su sangre a nuestro lado en una guerra que otro americano hab�a de llamar «una farsa» �Una farsa, la guerra que ha sido comparada por los observadores extranjeros a una epopeya, el alzamiento de todo un pueblo, el abandono voluntario de la riqueza, la abolici�n de la esclavitud en nuestro primer momento de la libertad, el incendio de nuestras ciudades con nuestras propias manos, la creaci�n de pueblos y f�bricas en los bosques v�rgenes, el vestir a nuestras mujeres con los tejidos de los �rboles, el tener a raya, en diez a�os de esa vida, a un adversario poderoso, que perdi� doscientos mil hombres a manos de un peque�o ej�rcito de patriotas, sin m�s ayuda que la naturaleza! Nosotros no ten�amos hessianos ni franceses, ni Lafayette o Steuben, ni rivalidades de rey que nos ayudaran: nosotros no ten�amos m�s que un vecino que «extendi� los l�mites de su poder y obr� contra la voluntad del pueblo» para favorecer a los enemigos de aquellos que peleaban por la misma carta de libertad en que �l fund� su independencia: nosotros ca�mos v�ctimas de las mismas pasiones que hubieran causado la ca�da de los Trece Estados, a no haberlos unido el �xito, mientras que a nosotros nos debilit� la demora, no demora causada por la cobard�a, sino por nuestro horror a la sangre, que en los primeros meses de la lucha permiti� al enemigo tomar ventaja irreparable, y por una confianza infantil en la ayuda cierta de los Estados Unidos: «�No han de vernos morir por la libertad a sus propias puertas sin alzar una mano o decir una palabra para dar un nuevo pueblo libre al mundo!» Extendieron «los l�mites de su poder en deferencia a Espa�a». No alzaron la mano. No dijeron la palabra.

La lucha no ha cesado. Los desterrados no quieren volver. La nueva generaci�n es digna de sus padres. Centenares de hombres han muerto despu�s de la guerra en el misterio de las prisiones. S�lo con la vida cesar� entre nosotros la batalla por la libertad. Y es la verdad triste que nuestros esfuerzos se habr�an, en toda probabilidad, renovado con �xito, a no haber sido, en algunos de nosotros, por la esperanza poco viril de los anexionistas, de obtener libertad sin pagarla a su precio, y por el temor justo de otros, de que nuestros muertos, nuestras memorias sagradas, nuestras ruinas empapadas en sangre, no vinieran a ser m�s que el abono del suelo para el crecimiento de una planta extranjera, o la ocasi�n de una burla para The Manufacturer, de Filadelfia.

Soy de usted, se�or Director, servidor atento.

Jos� Mart�

New York, 21 de marzo de 1889

DISCURSO DEL 26 DE NOVIEMBRE DE 1891

 

(Invitado por los emigrados de Tampa, Mart� pronunci� este discurso que puede considerarse el inicio de la campa�a decisiva que culmin� en la guerra de 1895)

Para Cuba que sufre, la primera palabra. De altar se ha de tomar a Cuba, para ofrendarle nuestra vida, y no de pedestal, para levantarnos sobre ella. Y ahora, despu�s de evocado su amad�simo nombre, derramar� la ternura de mi alma sobre estas manos generosas que �no a deshora por cierto! acuden a d�rmele fuerzas para la agon�a de la edificaci�n; ahora, puestos los ojos m�s arriba de nuestras cabezas y el coraz�n entero sacado de mi mismo, no dar� gracias ego�stas a los que creen ver en m� las virtudes que de m� y de cada cubano desean; ni al cordial Carbonell, ni al bravo Rivero, dar� gracias por la hospitalidad magn�fica de sus palabras, y el fuego de su cari�o generoso; sino que todas las gracias de mi alma les dar�, y en ellos a cuantos tienen aqu� las manos puestas a la faena de fundar, por este pueblo de amor que han levantado cara a cara del due�o codicioso que nos acecha y nos divide; por este pueblo de virtud, en donde se aprueba la fuerza libre de nuestra patria trabajadora; por este pueblo culto, con la mesa de pensar al lado de la de ganar el pan, y truenos de Mirabeau junto a artes de Roland, que es respuesta de sobra a los desde�osos de este mundo; por este templo orlado de h�roes, y alzado sobre corazones. Yo abrazo a todos los que saben amar. Yo traigo la estrella, y traigo la paloma, en mi coraz�n.[…]

Porque si en las cosas de mi patria me fuera dado preferir un bien a todos los dem�s, un bien fundamental que de todos los del pa�s fuera base y principio, y sin el que los dem�s bienes ser�an falaces e inseguros, ese ser�a el bien que yo prefiriera: yo quiero que la ley primera de nuestra rep�blica sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre. En la mejilla ha de sentir todo hombre verdadero el golpe que reciba cualquier mejilla de hombre: envilece a los pueblos desde la cuna el h�bito de recurrir a camarillas personales, fomentadas por un inter�s notorio o encubierto, para la defensa de las libertades: s�quese a lucir, y a incendiar las almas, y a vibrar como el rayo, a la verdad, y s�ganla, libres, los hombres honrados. Lev�ntese por sobre todas las cosas esta tierna consideraci�n, este viril tributo de cada cubano a otro. Ni misterios, ni calumnias, ni tes�n en desacreditar, ni largas y astutas preparaciones para el d�a funesto de la ambici�n. O la rep�blica tiene por base el car�cter entero de cada uno de sus hijos, el h�bito de trabajar con sus manos y pensar por s� propio, el ejercicio �ntegro de s� y el respeto, como de honor de familia, al ejercicio �ntegro de los dem�s; la pasi�n, en fin, por el decoro del hombre, o la rep�blica no vale una l�grima de nuestras mujeres ni una sola gota de sangre de nuestros bravos. Para verdades trabajamos, y no para sueltos. Para libertar a los cubanos trabajamos, y no para acorralarlos. �Para ajustar en la paz y en la equidad los intereses y derechos de los habitantes leales de Cuba trabajamos, y no para erigir, a la boca del continente, de la rep�blica, la mayordom�a espantada de Veintimilla, o la hacienda sangrienta de Rosas, o el Paraguay l�gubre de Francia! �Mejor caer bajo los excesos del car�cter imperfecto de nuestros compatriotas, que valerse del cr�dito adquirido con las armas de la guerra o las de la palabra que rebajarles el car�cter! Este es mi �nico t�tulo a estos canijos, que han venido a tiempo a robustecer mis manos incansables en el servicio de la verdadera libertad. �Mu�rdanmelas los mismos a quienes anhelase yo levantar m�s, y �no miento! amar� la mordida, porque me viene de la furia de mi propia tierra, y porque por ella ver� bravo y rebelde a un coraz�n cubano! �Un�monos, ante todo, en esta fe; juntemos las manos, en prenda de esa decisi�n, donde todos las vean, y donde no se olvida sin castigo; cerr�mosle el paso a la rep�blica que no venga preparada por medios dignos del decoro del hombre, para el bien y la prosperidad de todos los cubanos![…]

�Y temeremos a la nieve extranjera? Los que no saben bregar con sus manos en la vida, o miden el coraz�n de los dem�s por su coraz�n espantadizo, o creen que los pueblos son meros tableros de ajedrez, o est�n tan criados en la esclavitud que necesitan quien les sujete el estribo para salir de ella, esos buscar�n en un pueblo de componentes extra�os y hostiles la rep�blica que s�lo asegura el bienestar cuando se le administra en acuerdo con el car�cter propio, y de modo que se acendre y realce. A quien crea que falta a los cubanos coraje y capacidad para vivir por s� en la tierra creada por su valor, le decimos: «Mienten».

Y a los lindoros que desde�an hoy esta revoluci�n santa cuyos gu�as y m�rtires primeros fueron hombres nacidos en el m�rmol y seda de la fortuna, esta santa revoluci�n que en el espacio m�s breve herman�, por la virtud redentora de las guerras justas, al primog�nito heroico y al campesino sin heredad, al due�o de hombres y a sus esclavos; a los olimpos de pisapapel, que bajan de la tr�pode calumniosa para preguntar aterrados, y ya con �nimos de sumisi�n, si ha puesto el pie en tierra este peleador o el otro, a fin de poner en paz el alma con quien puede ma�ana distribuir el poder; a los alzacolas que fomentan, a sabiendas, el enga�o de los que creen que este magn�fico movimiento de almas, esta idea encendida de la redenci�n decorosa, este deseo triste y firme de la guerra inevitable, no es m�s que el tes�n de un rezagado ind�mito, o la correr�a de un general sin empleo, o la algazara de los que no gozan de una riqueza que s�lo se puede mantener por la complicidad con el deshonor o la amenaza de una turba obrera, con odio por coraz�n y papeluchos por sesos, que ir�, como del cabestro, por donde la quiera llevar el primer ambicioso que la adule, o el primer d�spota encubierto que le pase por los ojos la bandera, a lindoros, o a olimpos, y a alzacolas, les diremos: «Mienten». �Esta es la turba obrera, el arca de nuestra alianza, el tahal�, bordado de mano de mujer, donde se ha guardado la espada de Cuba, el arenal redentor donde se edifica, y se perdona, y se prev� y se ama![…]

�Basta de meras palabras! De las entra�as desgarradas levantemos un amor inextinguible por la patria sin la que ning�n hombre vive feliz, ni el bueno ni el malo. All� est�, de all� nos llama, se la oye gemir, nos la violan y nos la befan y nos la gangrenan a nuestros ojos, nos corrompen y nos despedazan a la madre de nuestro coraz�n! �Pues alc�monos de una vez, de una arremetida �ltima de los corazones, alc�monos de manera que no corra peligro la libertad en el triunfo, por el desorden o por la torpeza o por la impaciencia en prepararla; alc�monos para darles tumba a los h�roes cuyo esp�ritu vaga por el mundo avergonzado y solitario; alc�monos para que alg�n d�a tengan tumba nuestros hijos! Y pongamos alrededor de la estrella, en la bandera nueva, esta f�rmula del amor triunfante: «Con todos, y para el bien de todos».

BASES DEL PARTIDO REVOLUCIONARIO CUBANO

 

(El 5 de enero de 1892, reunido Mart� con los presidentes de varias organizaciones pol�ticas, fueron aprobadas por unanimidad, en Cayo Hueso, las Bases que �l hab�a redactado y que iban a regir el Partido Revolucionario Cubano)

Art�culo 1. El Partido Revolucionario Cubano se constituye para lograr con los esfuerzos reunidos de todos los hombres de buena voluntad, la independencia absoluta de la Isla de Cuba, y fomentar y auxiliar la de Puerto Rico.

Art�culo 2. El Partido Revolucionario Cubano no tiene por objeto precipitar inconsideradamente la guerra en Cuba, ni lanzar a toda costa al pa�s a un movimiento mal dispuesto y discorde, sino ordenar, de acuerdo con cuantos elementos vivos y honrados se le unan, una guerra generosa y breve, encaminada a asegurar en la paz y el trabajo la felicidad de los habitantes de la Isla.

Art�culo 3. El Partido Revolucionario Cubano reunir� los elementos de revoluci�n hoy existentes y allegar�, sin compromisos inmorales con pueblo u hombre alguno, cuantos elementos nuevos pueda, a fin de fundar en Cuba por una guerra de esp�ritu y m�todos republicanos, una naci�n capaz de asegurar la dicha durable sus hijos y de cumplir, en la vida hist�rica del continente, los deberes dif�ciles que su situaci�n geogr�fica le se�ala.

Art�culo 4. El Partido Revolucionario Cubano no se propone perpetuar en la Rep�blica Cubana, con formas nuevas o con alteraciones m�s aparentes que esenciales, el esp�ritu autoritario y la composici�n burocr�tica de la colonia, sino fundar en el ejercicio franco y cordial de las capacidades leg�timas del hombre, un pueblo nuevo y de sincera democracia, capaz de vencer, por el orden del trabajo real y el equilibrio de las fuerzas sociales, los peligros de la libertad repentina en una sociedad compuesta para la esclavitud.

Art�culo 5. El Partido Revolucionario Cubano no tiene por objeto llevar a Cuba una agrupaci�n victoriosa que considere la Isla como su presa y dominio, sino preparar, con cuantos medios eficaces le permita la libertad del extranjero, la guerra que se ha de hacer para el decoro y bien de todos los cubanos, y entregar a todo el pa�s la patria libre.

Art�culo 6. El Partido Revolucionario Cubano se establece para fundar la patria una, cordial y sagaz, que desde sus trabajos de preparaci�n, y en cada uno de ellos, vaya disponi�ndose para salvarse de los peligros internos y externos que la amenacen, y sustituir al desorden econ�mico en que agoniza con un sistema de hacienda p�blica que abra el pa�s inmediatamente a la actividad diversa de sus habitantes.

Art�culo 7. El Partido Revolucionario Cubano cuidar� de no atraerse, con hecho o declaraci�n alguna indiscreta durante su propaganda, la malevolencia o suspicacia de los pueblos con quienes la prudencia o el afecto aconseja o impone el mantenimiento de relaciones cordiales.

Art�culo 8. El Partido Revolucionario Cubano tiene por prop�sitos concretos los siguientes:

I. Unir en un esfuerzo continuo y com�n la acci�n de todos los cubanos residentes en el extranjero.

II. Fomentar relaciones sinceras entre los factores hist�ricos y pol�ticos de dentro y fuera de la Isla que puedan contribuir al triunfo r�pido de la guerra y a la mayor fuerza y eficacia de las instituciones que despu�s de ella se funden, y deben ir en germen en ella.

III. Propagar en Cuba el conocimiento del esp�ritu y los m�todos de la revoluci�n, y congregar a los habitantes de la Isla en un �nimo favorable a su victoria, por medios que no pongan innecesariamente en riesgo las vidas cubanas.

IV. Allegar fondos de acci�n para la realizaci�n de su programa, a la vez que abrir recursos continuos y numerosos para la guerra.

V. Establecer discretamente con los pueblos amigos relaciones que tiendan a acelerar, con la menor sangre y sacrificios posibles, el �xito de la guerra y la fundaci�n de la nueva Rep�blica indispensable al equilibrio americano.

Articulo 9. El Partido Revolucionario Cubano se regir� conforme a los estatutos secretos que acuerden las organizaciones que lo fundan.

NUESTRAS IDEAS

(Mart� escribi� este art�culo para la primera salida de su peri�dico Patria)

Nace este peri�dico, por la voluntad y con los recursos de los cubanos y puertorrique�os independientes de New York, para contribuir, sin premura y sin descanso, a la organizaci�n de los hombres libres de Cuba y Puerto Rico, en acuerdo con las condiciones y necesidades actuales de las Islas, y su constituci�n republicana venidera; para mantener la amistad entra�able que une, y debe unir, a las agrupaciones independientes entre s�, y a los hombres buenos y �tiles de todas las procedencias, que persistan en el sacrificio de la emancipaci�n, o se inicien sinceramente en �l; para explicar y fijar las fuerzas vivas y reales del pa�s, y sus g�rmenes de composici�n y descomposici�n, a fin de que el conocimiento de nuestras deficiencias y errores, y de nuestros peligros, asegure la obra a que no bastar�a la fe rom�ntica y desordenada de nuestro patriotismo; y para fomentar y proclamar la virtud donde quiera que se la encuentre. Para juntar y amar, y para vivir en la pasi�n de la verdad, nace este peri�dico. Deja a la puerta, porque afean el prop�sito m�s puro, la preocupaci�n personal por donde el juicio oscurecido rebaja al deseo propio las cosas santas de la humanidad y la justicia, y el fanatismo que aconseja a los hombres un sacrificio cuya utilidad y posibilidad no demuestra la raz�n.

Es criminal quien promueve en un pa�s la guerra que se le puede evitar; y quien deja de promover la guerra inevitable. Es criminal quien ve ir al pa�s a un conflicto que la provocaci�n fomenta y la desesperaci�n favorece, y no prepara, o ayuda a preparar, el pa�s para el conflicto. Y el crimen es mayor cuando se conoce, por la experiencia previa, que el desorden de la preparaci�n puede acelerar la derrota del patriotismo m�s glorioso, o poner en la patria triunfante los g�rmenes de su disoluci�n definitiva. El que no ayuda hoy a preparar la guerra, ayuda ya a disolver el pa�s. La simple creencia en la probabilidad de la guerra es ya una obligaci�n, en quien se tenga por honrado y juicioso, de coadyuvar a que se purifique, o impedir que se malee, la guerra probable. Los fuertes, prev�n; los hombres de segunda mano esperan la tormenta con los brazos en cruz.[…]

La guerra se dispone fuera de Cuba, de manera que, por la misma amplitud que pudiera alarmar a los asustadizos, asegure la paz que les trastornar�a una guerra incompleta. La guerra se prepara en el extranjero para la redenci�n y beneficio de todos los cubanos. Crece la yerba espesa en los campos in�tiles: cunden las ideas postizas entre los industriales impacientes; entra el p�nico de la necesidad en los oficios desiertos del entendimiento, puesto hasta hoy principalmente en el estudio literario e improductivo de las civilizaciones extranjeras, y en la disputa de derechos casi siempre inmorales. La revoluci�n cortar� la yerba; reducir� a lo natural las ideas industriales postizas; abrir� a los entendimientos pordioseros empleos reales que aseguren, por la independencia de los hombres, la independencia de la patria. Revienta all� ya la gloria madura, y es la hora de dar la cuchillada.

Para todos los cubanos, bien procedan del continente donde se calcina la piel, bien vengan de pueblos de una luz m�s mansa, ser� igualmente justa la revoluci�n en que han ca�do, sin mirarse los colores, todos los cubanos. Si por igualdad social hubiera de entenderse, en el sistema democr�tico de igualdades, la desigualdad, injusta a todas luces, de forzar a una parte de la poblaci�n, por ser de un color diferente de la otra, a prescindir en el trato de la poblaci�n de otro color de los derechos de simpat�a y conveniencia que ella misma ejercita, con aspereza a veces, entre sus propios miembros, la «igualdad social» ser�a injusta para quien la hubiese de sufrir, e indecorosa para los que quisiesen imponerla Y mal conoce el alma fuerte del cubano de color, quien crea que un hombre culto y bueno, por ser negro, ha de entrometerse en la amistad de quienes, por neg�rsela, demostrar�an serle inferiores. Pero si igualdad social quiere decir el trato respetuoso y equitativo, sin limitaciones de estimaci�n no justificada por limitaciones correspondientes de capacidad o de virtud, de los hombres, de un color o de otro, que pueden honrar y honran el linaje humano, la igualdad social no es m�s que el reconocimiento de la equidad visible de la naturaleza.[…]

La guerra no es contra el espa�ol, sino contra la codicia e incapacidad de Espa�a. El hijo ha recibido en Cuba de su padre espa�ol el primer consejo de altivez e independencia: el padre se ha despojado de las insignias de su empleo en las armas para que sus hijos no se tuviesen que ver un d�a frente a �l: un espa�ol ilustre muri� por Cuba en el pat�bulo: los espa�oles han muerto en la guerra al lado de los cubanos. Los espa�oles que aborrecen el pa�s de sus hijos, ser�n extirpados por la guerra que han hecho necesaria. Los espa�oles que aman a sus hijos, y prefieren las v�ctimas de la libertad a sus verdugos, vivir�n seguros en la rep�blica que ayuden a fundar. La guerra no ha de ser para el exterminio de los hombres buenos, sino para el triunfo necesario sobre los que se oponen a su dicha.

CARTA A M�XIMO G�MEZ (1892)

 

(En un viaje que hizo Mart� a Santo Domingo, como Delegado del Partido Revolucionario Cubano, le ofreci� al general M�ximo G�mez en esta carta, la direcci�n de la guerra)

Santiago de los Caballeros, Santo Domingo, 13 de septiembre de 1892.

Se�or Mayor General:

El Partido Revolucionario Cubano, que contin�a, con su mismo esp�ritu de redenci�n y equidad la Rep�blica donde acredit� Vd. su pericia y su valor, y es la opini�n un�nime de cuanto hay de visible del pueblo libre cubano, viene hoy a rogar a Vd., previa meditaci�n y consejos suficientes, que renovando el sacrificio con que ilustr� su nombre, ayude a la revoluci�n como encargado supremo del ramo de la guerra, a organizar dentro y fuera de la Isla el ej�rcito libertador que ha de poner a Cuba, y a Puerto Rico con ella, en condici�n de realizar, con m�todos ejecutivos y esp�ritu republicano, su deseo manifiesto y leg�timo de su independencia.[…]

Yo invito a Ud., sin temor de negativa, a este nuevo trabajo, hoy que no tengo m�s remuneraci�n para ofrecerle que el placer del sacrificio y la ingratitud probable de los hombres. El tes�n con que un militar de su pericia, una vez que a las causas pasadas de la tregua sustituyen las causas constantes de la revoluci�n, y el conocimiento de sus yerros remediables, mantiene la posibilidad de triunfar all� donde se fue ayer vencido; y la fe inquebrantable de Vd. en la capacidad del cubano para la conquista de su libertad y la pr�ctica de las virtudes con que se le ha de mantener en la victoria, son pruebas suficientes de que no nos faltan los medios de combate, ni la grandeza de coraz�n, sin la cual cae, derribada o descreditada, la guerra m�s justa. Vd. conoci�, hombre a hombre a aquellos h�roes inmortales. Vd. vio nublarse la libertad, sin perder por eso la fe en la luz del sol. Vd. conoci� y practic� aquellas virtudes que afectan ignorar los que as� creen que alejan el peligro de verse obligados a continuarlas o imitarlas, y que s�lo niegan los que en la estrechez de su coraz�n no pueden concebir mayor anchura, o los soberbios que desconocen en los dem�s el m�rito de que ellos mismos no se sienten capaces. Vd., que vive y cr�a a los suyos en la pasi�n de la libertad cubana, ni puede, por un amor insensato de la destrucci�n y de la muerte, abandonar el retiro respetado y el amor de su ejemplar familia, ni puede negar la luz de su consejo, y su en�rgico trabajo, a los cubanos que, con su misma alma de ra�z, quieren asegurar la independencia amenazada de las Antillas y el equilibrio y porvenir de la familia de nuestros pueblos en Am�rica.

Los tiempos grandes requieren grandes sacrificios; y yo vengo confiado a rogar a Vd. que deje en manos de sus hijos nacientes y de su compa�era abandonada la fortuna que les est� levantando con rudo trabajo, para ayudar a Cuba a conquistar su libertad, con riesgo de la muerte: vengo a pedirle que cambie el orgullo de su bienestar y la paz gloriosa de su descanso por los azares de la revoluci�n, y la amargura de la vida consagrada al servicio de los hombres. Y yo no dudo, se�or Mayor General, que el Partido Revolucionario Cubano, que es hoy cuanto hay de visible de la revoluci�n en que Vd. sangr� y triunf�, obtendr� sus servicios en el ramo que le ofrece, a fin de ordenar, con el ejemplo de su abnegaci�n y su pericia reconocida, la guerra republicana que el Partido est� en la obligaci�n de preparar, de acuerdo con la Isla, para la libertad y el bienestar de todos sus habitantes, y la independencia definitiva de las Antillas.

Y en cuanto a m�, Se�or Mayor General, por el t�rmino en que est� sobre m� la obligaci�n que me ha impuesto el sufragio cubano, no tendr� orgullo mayor que la compa��a y el consejo de un hombre que no se ha cansado de la noble desdicha, y se vio d�a a d�a durante diez a�os en frente de la muerte, por defender la redenci�n del hombre en la libertad de la patria.

Patria y Libertad.

El Delegado

Jos� Mart�

MI RAZA

Esa de racista est� siendo una palabra confusa, y hay que ponerla en claro. El hombre no tiene ning�n derecho especial porque pertenezca a una raza u otra: d�gase hombre, y ya se dicen todos los derechos. El negro, por negro, no es inferior ni superior a ning�n otro hombre: peca por redundante el blanco que dice: «mi raza»; peca por redundante el negro que dice: «mi raza». Todo lo que divide a los hombres, todo lo que los especifica, aparta o acorrala, es un pecado contra la humanidad. �A qu� blanco sensato le ocurre envanecerse de ser blanco, y qu� piensan los negros del blanco, que se envanece de serlo, y cree que tiene derechos especiales por serlo? �Qu� han de pensar los blancos del negro que se envanece de su color? Insistir en las divisiones de raza, en las diferencias de raza, de un pueblo naturalmente dividido, es dificultar la ventura p�blica, y la individual, que est�n en el mayor acercamiento de los factores que han de vivir en com�n.[…]

En Cuba no hay temor alguno a la guerra de razas. Hombre es m�s que blanco, m�s que mulato, m�s que negro. Cubano es m�s que blanco, m�s que mulato, m�s que negro. En los campos de batalla, muriendo por Cuba, han subido juntas por los aires las almas de los blancos y de los negros. En la vida diaria de defensa, de lealtad, de hermandad, de astucia, al lado de cada blanco, hubo siempre un negro. Los negros, como los blancos, se dividen por sus caracteres, t�midos o valerosos, abnegados o ego�stas, en los partidos diversos en que se agrupan los hombres. Los partidos pol�ticos son agregados de preocupaciones, de aspiraciones, de intereses y de caracteres. Lo semejante esencial se busca y halla, por sobre las diferencias de detalle; y lo fundamental de los caracteres an�logos se funde en los partidos, aunque en lo incidental, o en lo postergable al m�vil com�n, difieran. Pero en suma, la semejanza de los caracteres, superior como factor de uni�n a las relaciones internas de un color de hombres graduado, y en sus grados a veces opuesto, decide e impera en la formaci�n de los partidos. La afinidad de los caracteres es m�s poderosa entre los hombres que la afinidad del color.[…]

En Cuba no habr� nunca guerras de razas. La Rep�blica no se puede volver atr�s; y la Rep�blica, desde el d�a �nico de redenci�n del negro en Cuba, desde la primera Constituci�n de la independencia el 10 de abril en Gu�imaro, no habl� nunca de blancos ni de negros. Los derechos p�blicos, concedidos ya de pura astucia por el Gobierno espa�ol e iniciados en las costumbres antes de la independencia de la Isla, no podr�n ya ser negados, ni por el espa�ol que los mantendr� mientras aliente en Cuba, para seguir dividiendo al cubano negro del cubano blanco, ni por la independencia, que no podr�a negar en la libertad los derechos que el espa�ol reconoci� en la servidumbre.

Y en lo dem�s, cada cual ser� libre en lo sagrado de la casa. El m�rito, la prueba patente y continua de cultura, y el comercio inexorable acabar�n de unir a los hombres. En Cuba hay mucha grandeza, en negros y blancos.

 

Patria, 16 de abril de 1893

A LA RA�Z

Los pueblos, como los hombres, no se curan del mal que les roe el hueso con menjurjes de �ltima hora, ni con parches que les muden el color de la piel. A la sangre hay que ir, para que se cure la llaga. No hay que estar al remedio de un instante, que pasa con �l, y deja viva y m�s sedienta la enfermedad. 0 se mete la mano en lo verdadero, y se le quema al hueso el mal, o es la cura impotente, que apenas remienda el dolor de un d�a, y luego deja suelta la desesperaci�n. No ha de irse mirando como vengan a las consecuencias del problema, y fiar la vida, como un eunuco, al vaiv�n del azar: hombre es el que le sale al frente al problema, y no deja que otros le ganen el suelo en que ha de vivir la libertad de que ha de aprovechar. Hombre es quien estudia las ra�ces de las cosas. Lo otro es reba�o, que se pasa la vida pastando ricamente y bal�ndoles a las novias, y a la hora del viento sale perdido por la polvareda, con el sombrero de alas pulidas al cogote y los pu�os galanes a los tobillos, y mueren revueltos en la tempestad. Lo otro es como el hospicio de la vida, que van perennemente por el mundo con chichonera y andadores. Se busca el origen del mal: y se va derecho a �l, con la fuerza del hombre capaz de morir por el hombre. Los ego�stas no saben de esa luz, ni reconocen en los dem�s el fuego que falta en ellos, ni en la virtud ajena sienten m�s que ira, porque descubre su timidez y averg�enza su comodidad.[…]

De nuestras esperanzas, de nuestros m�todos, de nuestros compromisos, de nuestros prop�sitos, de eso, como del plan de las batallas, se habla despu�s de haberlas dado. De la penuria de las casas, del trastorno en que pone a mucho hogar nuestro la crisis del Norte, de eso se habla, en decoro fraternal, de mano a mano. De lo que ha de hablarse es de la necesidad de reemplazar con la vida propia en la patria libre esta existencia que dentro y fuera de Cuba llevamos los cubanos, y que, afuera a lo menos, s�lo a pujo de virtud extrema y poco f�cil puede irse salvando de la dureza y avaricia que de una generaci�n a otra, en la soledad del pa�s extra�o, mudan un pueblo de m�rtires sublimes en una perdigonada de ganapanes indiferentes. De lo que se ha de hablar es de la ineficacia e inestabilidad del esfuerzo por la vida en la tierra extranjera, y de la urgencia de tener pa�s nuestro antes de que el h�bito de la existencia meramente material en pueblos ajenos, prive al car�cter criollo de las dotes de desinter�s y hermandad con el hombre que hacen firme y amable la vida.[…]

Y si vemos afuera, y en lo de afuera a este Norte a donde por fantasmagor�a e imprudencia vinimos a vivir, y por el enga�o de tomar a los pueblos por sus palabras, y a las realidades de una naci�n por lo que cuentan de ella sus sermones de domingo y sus libros de lectura; si vemos nuestra vida en este pa�s erizado y ansioso, que al choque primero de sus intereses, como que no tiene m�s liga que ellos, ense�a sin verg�enza sus grietas profunda-triste pa�s donde no se calman u olvidan, en el tesoro de los dolores comunes y en el abrazo de las largas ra�ces, las luchas descarnadas de los apetitos satisfechos con los que se quieren satisfacer, o de los intereses que ponen el privilegio de su localidad por sobre el equilibrio de la naci�n a cuya sombra nacieron, y el bien de una suma mayor de hombres; si nos vemos, despu�s de un cuarto de siglo de fatiga, est�ril o inadecuada al fruto escaso de ella, no veremos de una parte m�s que los hogares donde la virtud dom�stica lucha penosa, entre los hijos sin patria, contra la sordidez y animalidad ambientes, contra el mayor de todos los peligros para el hombre, que es el empleo total de la vida en el culto ciego y exclusivo de s� mismo; y de otra parte se ve cu�n insegura, como naci�n fundada sobre lo que el humano tiene de m�s d�bil, es la tierra, para los miopes s�lo deslumbrante, donde tras de tres siglos de democracia se puede, de un vaiv�n de la ley, caer en pedir que el gobierno tome ya a hombros la vida de las muchedumbres pobres; donde la suma de ego�smos alocados por el gozo del triunfo o el pavor de la miseria, crea, en vez de pueblo de trenza firme, un amasijo de entes sin sost�n, que dividen, y huyen, en cuanto no los aprieta la comunidad del beneficio, donde se han trasladado, sin la entra�able comuni�n del suelo que los suaviza, todos los problemas de odio del viejo continente humano. �Y a esta agitada jaur�a, de ricos contra pobres, de cristianos contra jud�os, de blancos contra negros, de campesinos contra comerciantes, de occidentales y sudistas contra los del Este, de hombres voraces y destituidos contra todo lo que se niegue a su hambre, y a su sed, a este horno de iras, a estas fauces afiladas, a este cr�ter que ya humea, vendremos ya a traer, virgen y llena de frutos, la tierra de nuestro coraz�n? Ni nuestro car�cter ni nuestra vida est�n seguros en la tierra extranjera. El hogar se afea o deshace: y la tierra debajo de los pies se vuelve fuego, o humo. �All�, en el bullicio y tropiezos del acomodo, nacer� por un fin un pueblo de mucha tierra nueva, donde la cultura previa y vigilante no permita el imperio de la injusticia; donde el clima amigo tiene deleite y remedio para el hombre, siempre all� generoso, en los instantes mismos en que m�s padece de la ambici�n y pl�tora de la ciudad; donde nos aguarda, en vez de la tibieza que afuera nos paralice y desfigure, la santa ansiedad y �til empleo del hombre interesado en el bien humano!

Cada cubano que cae, cae sobre nuestro coraz�n. La tierra propia es lo que nos hace falta. Con ella �qu� hambre y qu� sed? Con el gusto de hacerla buena y mejor, �qu� pena que no se aten�e y cure? Porque no la tenemos, padecemos. Lo que nos espanta es que no la tenemos. Si la tuvi�semos, �nos espantar�amos as�? �Qui�n, en la tierra propia, despertar� con esta tristeza, con este miedo, con la zozobra de limosnero con que despertamos aqu�? A la ra�z va el hombre verdadero. Radical no es m�s que eso: el que va a las ra�ces. No se llame radical quien no vea las cosas en su fondo. Ni hombre, quien no ayude a la seguridad y dicha de los dem�s hombres.

 

Patria, 26 de agosto de 1893

EL TERCER A�O DEL PARTIDO REVOLUCIONARIO CUBANO

Bello es ver confundirse en el ejercicio de un santo derecho a los elementos diversos de un pueblo del que sus propios hijos, por ignorancia o soberbia, a veces injustamente desconf�an; y levantar, ante los corazones ca�dos, esta prueba de la eficacia del trabajo constante y del trato justiciero en las almas que deja inseguras y torvas la parricida tiran�a. Pero ser�a complacencia vana la de ese espect�culo indudablemente hermoso, y funesta fatiga la de ordenar un entusiasmo ciego y temible, si no fuesen ra�z y poder del organismo revolucionario el conocimiento sereno de la realidad de la patria, en cuanto tiene de vicio y de virtud, y la disposici�n sensata a acomodar las formas del pueblo naciente a los estados graduales, y la verdad actual y local, de la libertad que trabaja y triunfa. Bella es la acci�n unida del Partido Revolucionario Cubano, por la dignidad, jamas lastimada con intrigas ni lisonjas ni s�plicas, de los miembros que lo componen y las autoridades que se han dado, por la equidad de sus prop�sitos confesos, que no ven la dicha del pa�s en el predominio de una clase sobre otra en un pa�s nuevo, sin el veneno y rebajamiento voluntario que va en la idea de clases, sino en el pleno goce individual de los derechos leg�timos del hombre, que s�lo pueden mermarse con la desidia o exceso de los que los ejerciten, y por la oportunidad, ya a punto de perderse, con que las Antillas esclavas acuden a ocupar su puesto de naci�n en el mundo americano, antes de que el desarrollo desproporcionado de la secci�n m�s poderosa de Am�rica convierta en teatro de la codicia universal las tierras que pueden ser a�n el jard�n de sus moradores, y como el fiel del mundo.

A su pueblo se ha de ajustar todo partido p�blico, y no es la pol�tica m�s, o no ha de ser, que el arte de guiar, con sacrificio propio, los factores diversos u opuestos de un pa�s de modo que, sin indebido favor a la impaciencia de los unos ni negaci�n culpable de la necesidad del orden en las sociedades, s�lo seguro con la abundancia del derecho, vivan sin choque, y en libertad de aspirar o de resistir, en la paz continua del derecho reconocido, los elementos varios que en la patria tienen t�tulo igual a la representaci�n y la felicidad. Un pueblo no es la voluntad de un hombre solo, por pura que ella sea, ni el empe�o pueril de realizar en una agrupaci�n humana el ideal candoroso de un esp�ritu celeste, ciego graduado de la universidad bamboleante de las nubes. De odio y de amor, y de m�s odio que amor, est�n hechos los pueblos; s�lo que el amor, como sol que es, todo lo abrasa y funde; y lo que por siglos enteros van la codicia y el privilegio acumulando, de una sacudida lo echa abajo, con su s�quito natural de almas oprimidas, la indignaci�n de un alma piadosa. Con esas dos fuerzas: el amor expansivo y el odio represor, cuyas formas p�blicas son el inter�s y el privilegio, se van edificando las nacionalidades. La piedad hacia los infortunados, hacia los ignorantes y despose�dos, no puede ir tan lejos que encabece o fomente sus errores. El reconocimiento de las fuerzas sordas y malignas de la sociedad, que con el nombre de orden encubren la rabia de ver erguirse a los que ayer tuvieron a sus pies, no puede ir hasta juntar manos con la soberbia impotente, para provocar la ira segura de la libertad poderosa. Un pueblo es composici�n de muchas voluntades, viles o puras, francas o torvas, impedidas por la timidez o precipitadas por la ignorancia. Hay que deponer mucho, que atar mucho, que sacrificar mucho, que apearse de la fantas�a, que echar pie a tierra con la patria revuelta, alzando por el cuello a los pecadores, vista el pecado pa�o o rusia: hay que sacar de lo profundo las virtudes, sin caer en el error de desconocerlas porque vengan en ropaje humilde, ni de negarlas porque se acompa�en de la riqueza y la cultura. El peligro de nuestra sociedad estar�a en conceder demasiado al empedernido esp�ritu colonial, que quedar� hoceando en las ra�ces mismas de la rep�blica, como si el gobierno de la patria fuese propiedad natural de los que menos sacrifican por servirla, y m�s cerca est�n de ofrecerla al extranjero, de comprometer con la entrega de Cuba a un inter�s hostil y desde�oso, la independencia de las naciones americanas; y otro peligro social pudiera haber en Cuba: adular, cobarde, los rencores y confusiones que en las almas heridas o menesterosas deja la colonia arrogante tras s�, y levantar un poder infame sobre el odio o desprecio de la sociedad democr�tica naciente a los que, en uso de su sagrada libertad, la desamen o se le opongan. A quien merme un derecho, c�rtesele la mano, bien sea el soberbio quien se lo merme al inculto, bien sea el inculto quien se lo merme al soberbio.[…]

Si desde la sombra entrase en ligas, con los humildes o con los soberbios, ser�a criminal la revoluci�n, e indigna de que muri�semos por ella. Franca y posible, la revoluci�n tiene hoy la fuerza de todos los hombres previsores, del se�or�o �til y de la masa cultivada, de generales y abogados, de tabaqueros y guajiros, de m�dicos y comerciantes, de amos y de libertos. Triunfar� con esa alma, y perecer� sin ella. Esa esperanza, justa y serena, es el alma de la revoluci�n Con equidad para todos los derechos, con piedad para todas las ofensas, con vigilancia contra todas las zapas, con fidelidad al alma rebelde y esperanzada que la inspira, la revoluci�n no tiene enemigos, porque Espa�a no tiene m�s poder que el que le dan, con la duda que quieren llevar a los esp�ritus, con la adulaci�n ofensiva e insolente a las preocupaciones que suponen o halagan en nuestros hombres de desinter�s y grandeza, los que, so capa de amar la independencia de su pa�s, aborrecen a cuantos la intentan, y procuran, para cuando no la puedan evitar, ponerse de cabeza, da�ina y est�ril, de los sacrificios que ni respetan ni comparten. Para andar por un terreno, lo primero es conocerlo. Conocemos el terreno en que andamos. Nos sacar�n a salvo por �l la lealtad a la patria que en nosotros ha puesto su esperanza de libertad y de orden, y la indulgencia vigilante, para los que han demostrado ser incapaces de dar a la rebeli�n de su patria energ�a y orden. Sea nuestro lema: libertad sin ira.

 

Patria, 17 de abril de 1894

LOS POBRES DE LA TIERRA

Callados, amorosos, generosos, los obreros. cubanos en el Norte, los h�roes de la miseria que fueron en la guerra de antes el sost�n constante y fecundo, los mozos reci�n venidos del oprobio y de la aniquilaci�n del pa�s, trabajaron, todo el d�a Diez de Octubre, para la patria que acaso los m�s viejos de ellos no lleguen a ver libre; para la revoluci�n cuyas glorias pudieran recaer, por la soberbia e injusticia del mundo, en hombres que olvidasen el derecho y el amor de los que les pusieron en las manos el arma del poder y de la gloria. �Ah, no!, hermanos queridos. Esta vez no es as�. Ni se ha adulado, suponiendo que la virtud es s�lo de los pobres, y de los ricos nunca; ni se ha ofrecido sin derecho, en nombre de una rep�blica a quien nadie puede llevar moldes o frenos, el beneficio del pa�s para una casta de cubanos, ricos soberbios o pobres codiciosos, sino la defensa ardiente, hasta la hora de morir, del derecho igual de todos los cubanos, ricos o pobres, a la opini�n franca y al respeto pleno en los asuntos de su tierra: ni con otra moneda que la del cari�o sincero, y el amor armado en el decoro del hombre, y la viril fiereza de quien no se tiene por var�n mientras haya en la tierra una criatura mermada o humillada, se compr� esta vez esa fe tierna de los hombres del trabajo en la revoluci�n que no los lisonjea, ni los olvida.[…]

�Ah, hermanos! A otros podr� parecer que no hay sublime grandeza en este sacrificio, que cae sobre tantos otros. Que el rico d� de lo que le sobra, es justo, y bien poco es, y no hay que celebrarlo, o la celebraci�n debe ser menor, por ser menor el esfuerzo. Pero que el que, a puro af�n, tiene apenas blancas las paredes del destierro y cubiertos los pies de sus hijos, quite de su jornal inseguro, que sin anuncio suele fallarle por meses, el pan y la carne que lleva medidos a su casa infeliz, y d� de su extrema necesidad a una rep�blica invisible y tal vez ingrata, sin esperanza de pago o de gloria, es m�rito muy puro, en que no puede pensarse sin que se llene de amor el coraz�n, y la patria de orgullo.

S�panlo al menos. No trabajan para traidores. Un pueblo est� hecho de hombres que resisten, y hombres que empujan: del acomodo, que acapara, y de la justicia, que se rebela: de la soberbia, que sujeta y deprime, y del decoro, que no priva al soberbio de su puesto, ni cede el suyo: de los derechos y opiniones de sus hijos todos est� hecho un pueblo, y no de los derechos y opiniones de una clase sola de sus hijos: y el gobierno de un pueblo es el arte de ir encaminando sus realidades, bien sean rebeld�as o preocupaciones, por la v�a m�s breve posible, a la condici�n �nica de paz, que es aquella en que no haya un solo derecho mermado. En un d�a no se hacen rep�blicas; ni ha de lograr Cuba, con las simples batallas de la independencia, la victoria a que, en sus continuas renovaciones, y lucha perpetua entre el desinter�s y la codicia y entre la libertad y la soberbia, no ha llegado a�n, en la faz toda del mundo, el g�nero humano. Pero no ser� �sta, no, la revoluci�n que se averg�ence, como tanto hijo insolente se averg�enza de su padre humilde, de los que en la hora de la soledad fueron sus abnegados mantenedores. Bello es, aunque terrible, despu�s de b�rbara batalla, ver huir por el humo, a los ruidos deshechos de la derrota, el pabell�n que simboliza el exterminio de una raza de hijos a manos de sus padres, y el robo al mundo de un pueblo que puede ser bello y feliz. No menos bello, ni de menos poder, el d�a Diez de Octubre, era ver trabajando sin paga a los cubanos obreros, todos a la misma hora, todos reci�n salidos de sus tristes hogares, por la patria, ingrata acaso, que abandonan al sacrificio de los humildes los que ma�ana querr�n, astutos, sentarse sobre ellos. Bello era ver, a una misma hora, tantos corazones altos, y tantas cabezas bajas.

�Ah, los pobres de la tierra, esos a quienes el elegante Ruskin llamaba «los m�s sagrados de entre nosotros»; esos de quienes el rico colombiano Restrepo dijo que «en su seno s�lo se encontraba la absoluta virtud»; esos que jam�s niegan su bolsa a la caridad, ni su sangre a la libertad! �Qu� placer ser�, despu�s de conquistada la patria al fuego de los pechos poderosos, y por sobre la barrera de los pechos enclenques, cuando todas las vanidades y ambiciones, servidas por la venganza y el inter�s, se junten y triunfen, pasajeramente al menos, sobre los corazones equitativos y francos, entrarse, mano a mano, como �nico premio digno de la gran fatiga, por la casa pobre y por la escuela, regar el arte y la esperanza por los rincones col�ricos y desamparados, amar sin miedo la virtud aunque no tenga mantel para su mesa, levantar en los pechos hundidos toda el alma del hombre! �Qu� placer ser� la muerte, libre de complicidades con las injusticias del mundo, en un pueblo de almas levantadas! Callados, amorosos, generosos, los cubanos obreros, trabajaron, todos a la vez, el Diez de Octubre, por una patria que no les ser� ingrata.

 

Patria, 24 de octubre de 1894.

CARTA A EDUARDO H. GATO

New York, octubre 27 [1894]

Sr. Eduardo H. Gato

Mi amigo muy estimado:

Otro nuevo favor tiene Cuba que agradecerle, que es su �ltimo viaje, que yo no me atrev� a echar sobre sus hombros, y Ud. emprendi� voluntariamente. Esto, por m� al menos, no ser� olvidado.[…]

Semanas acaso, d�as acaso, me faltan nada m�s. Todo me es f�cil, si con desembarazo, y sin indicar a nadie lo que hacemos, por mis s�plicas de ayuda, puedo desenvolver el plan desde tanto tiempo meditado, y que est� ya en sus �ltimas l�neas. Todo minuto me es preciso para ajustar la obra de afuera con la del pa�s. �Y me habr� de echar por esas calles, despedazado, con n�useas de muerte, vendiendo con mis s�plicas desesperadas nuestra hora de secreto, cuando Ud., con este gran favor, puede darme el medio de bastar a todo con holgura, y de encubrir con mi serenidad mis movimientos? Como un perro infeliz vivo, y no me quejo, desde que empec� este trabajo de salvaci�n: y Ud., que lo ve todo, que lo sabe todo, que ama a Cuba, que me ve padecer, �me dar� estos momentos, acaso los �ltimos de mi vida, de gloria y de respiro, o me dejar�, solo en mi dolor y responsabilidad, rodeado de hombres que ya han hecho cuanto pod�an hacer, arrastr�ndome y mendigando, por salvarle a su patria, suplicando en vano, lamiendo la tierra, lo mismo que un perro? Lo har�, si Ud. quiere. Ojal� no lo tenga que hacer.

Yo de estas cosas hablo mal. Doy cuanto tengo, el bienestar que tuve, y mi vida. S� dar m�s que pedir. Pero con Ud. me siento m�s a mis anchas. Ud. es de mi raza, de la raza de hombres que se levantan solos, y de la crueldad y abandono del mundo se empujan hasta la altura desde donde se puede derramar el bien. Ud. ama el trabajo, y no ve la riqueza sino como el triunfo de �l. Ud. sabe que yo admiro en Ud., con cierto apego de hermano, la bravura con que se ha hecho paso por entre los hombres, y el espect�culo magn�fico del desvalido que sin m�s apoyo que sus manos de trabajador, ha ido ganando, una por una, tantas batallas a las enemistades de la tierra. Ud. defiende la riqueza que con tanto trabajo ha levantado; pero siempre me ha dicho, con acento que guardo con agradecimiento en el coraz�n: «�Y Ud. cree que si mi patria necesita de m� en un momento supremo para su libertad, yo ser� capaz de negarle mi esfuerzo?»

No. Ud. no es capaz. Por eso he esperado la hora de la plena convicci�n de Ud., y de la necesidad absoluta. Si Ud. puede adelantar $5,000 a la Delegaci�n, ella puede inmediatamente atender con desahogo a los planes que realiza.[…]

Y si sucediese lo que no parece que pueda suceder; si a la vez fuese extinguida la revoluci�n adentro y la ayuda que le llev�semos, y yo quedase vivo, yo, que valgo cinco mil pesos, y que acabo de dar a mi patria ocho mil que ganaba por a�o, yo, que soy pobre y tengo honor, quedo personalmente responsable a Ud. de esa suma. Aunque esto es caso innecesario, y como imposible; puesto que ella no se ha de emplear sino cuando, como ahora ya, no queda duda alguna del concurso de la Isla y del extranjero.

Y el favor que le pido es tan urgente, y tal responsabilidad pesa sobre m�, y todo lo tengo ya a tal punto, que me ser�a en verdad imposible dejar de pedir a Ud. que me enviara por cable a Barranco, la palabra Compre, si Ud., para gloria suya y satisfacci�n de su amor de hijo a Cuba, puede hacerle este servicio: y si no puede, y me he de echar como un perro por las calles, ponga a Barranco, la palabra Venda, una u otra firmada Luis. Imagine la ansiedad con que espero.[…]

Mida mis angustias, y mi tiempo escaso. Si le escribo m�s, me parece que lo ofendo. Ud. es hombre capaz de grandeza. Esta es su ocasi�n. �Le prestar� a un negociante $5,000, y no a su Cuba? D�me una raz�n m�s de tener orgullo de un cubano.

Y sigue adelante, su

Jos� Mart�

CARTA A PAULINA Y RUPERTO PEDROSO

[Enero 30, de 1895]

Paulina y Ruperto Pedroso

Paulina y Ruperto:

All� les va otro hermano, y Vds. saben que yo s�lo llamo as� a quien tiene ancho y puro el coraz�n. S�lo horas estar� en Tampa, la primera vez; m�menlo. Estamos en horas de mucha grandeza y dificultad, y �l va a un servicio glorioso. �No leen ah� los cubanos en mi silencio? �No se les salta la mano a ayudar lo que ya ven?

A Gonzalo qui�ranmelo mucho; �l tiene alma de pobre. Y si para cumplir con la obligaci�n que lleva, llega, lo que no creo probable, a tener que pedir a Vds. al fin, el sacrificio grande que tantas veces me han ofrecido �h�ganlo, cueste lo que cueste! Sin eso podr�a toda nuestra obra venirse abajo, por falta del calor de sus manos. Yo, Vds. lo saben, estoy levantando la Patria a manos puras. Ni a Paulina ni a Ruperto los recuerdo nunca sin que sienta como una sonrisa el coraz�n.

Si es preciso, h�ganlo todo, den la casa. No me pregunten. Un hombre como yo, no habla sin raz�n este lenguaje. Qui�ranme a Gonzalo. D�ganme si no ven todo el fuego de Cuba en sus ojos.

Su

Jos� Mart�

CARTA A FEDERICO HENR�QUEZ Y CARVAJAL

(Esta carta a su amigo dominicano se considera el testamento pol�tico de Mart�; en ese mismo d�a firm� con el general G�mez el Manifiesto de Montecristi y la carta de despedida a su madre.)

Montecristi, 25 de marzo, 1895

Sr. Federico Henr�quez y Carvajal

Amigo y hermano:

Tales responsabilidades suelen caer sobre los hombres que no niegan su poca fuerza al mundo, y viven para aumentarle el albedr�o y decoro, que la expresi�n queda como velada e infantil, y apenas se puede poner en una enjuta frase lo que se dir�a al tierno amigo en un abrazo.[…]

Yo evoqu� la guerra: mi responsabilidad comienza con ella, en vez de acabar. Para m� la patria, no ser� nunca triunfo, sino agon�a y deber. Ya arde la sangre. Ahora hay que dar respeto y sentido humano y amable, al sacrificio; hay que hacer viable, e inexpugnable, la guerra; si ella me manda, conforme a mi deseo �nico, quedarme, me quedo en ella; si me manda, clav�ndome el alma, irme lejos de los que mueren como yo sabr�a morir, tambi�n tendr� ese valor. Quien piensa en s�, no ama a la patria; y est� el mal de los pueblos, por m�s que a veces se lo disimulen sutilmente, en los estorbos o prisas que el inter�s de sus representantes ponen al curso natural de los sucesos. De m� espere la deposici�n absoluta y continua. Yo alzar� el mundo. Pero mi �nico deseo ser�a pegarme all�, al �ltimo tronco, al �ltimo peleador: morir callado. Para m�, ya es hora. Pero a�n puedo servir a este �nico coraz�n de nuestras rep�blicas. Las Antillas libres salvar�n la independencia de nuestra Am�rica, y el honor ya dudoso y lastimado de la Am�rica inglesa, y acaso acelerar�n y fijar�n el equilibrio del mundo. Vea lo que hacemos, Vd. con sus canas juveniles, y yo, a rastras, con mi coraz�n roto.[…]

Adi�s, y a mis nobles e indulgentes amigos. Debo a Vd. un goce de altura y de limpieza, en lo �spero y feo de este universo humano. Levante bien la voz: que si caigo, ser� tambi�n por la independencia de su patria. Su

Jos� Mart�

MANIFIESTO DE MONTECRISTI

 

El Partido Revolucionario Cubano a Cuba

La revoluci�n de independencia, iniciada en Yara despu�s de preparaci�n gloriosa y cruenta, ha entrado en Cuba en un nuevo per�odo de guerra, en virtud del orden y acuerdos del Partido Revolucionario en el extranjero y en la Isla, y de la ejemplar congregaci�n en �l de todos los elementos consagrados al saneamiento y emancipaci�n del pa�s, para bien de Am�rica y del mundo; y los representantes electos de la revoluci�n que hoy se confirma, reconocen y acatan su deber, sin usurpar el acento y las declaraciones s�lo propias de la majestad de la rep�blica constituida, de repetir ante la patria, que no se ha de ensangrentar sin raz�n, ni sin justa esperanza de triunfo los prop�sitos precisos, hijos del juicio y ajenos a la venganza, con que se ha compuesto, y llegar� a su victoria racional, la guerra inextinguible que hoy lleva a los combates, en conmovedora y prudente democracia, los elementos todos de la sociedad de Cuba.

La guerra no es, en el concepto sereno de los que a�n hoy la representan, y de la revoluci�n p�blica y responsable que los eligi�, el insano triunfo de un partido cubano sobre otro, o la humillaci�n siquiera de un grupo equivocado de cubanos; sino la demostraci�n solemne de la voluntad de un pa�s harto probado en la guerra anterior para lanzarse a la ligera en un conflicto s�lo terminable por la victoria o el sepulcro, sin causas bastante profundas para sobreponerse a las cobard�as humanas y a sus varios disfraces, y sin determinaci�n tan respetable, por ir firmada por la muerte, que debe imponer silencio a aquellos cubanos menos venturosos que no se sienten pose�dos de igual fe en las capacidades de su pueblo ni de valor igual con que emanciparlo de su servidumbre.[…]

La guerra no es contra el espa�ol, que, en el seguro de sus hijos y en el acatamiento a la patria que se ganen podr� gozar respetado, y aun amado, de la libertad que s�lo arrollar� a los que le salgan, imprevisores, al camino. Ni del desorden, ajeno a la moderaci�n probada del esp�ritu de Cuba, ser� cuna la guerra; ni de la tiran�a. Los que la fomentaron, y pueden a�n llevar su voz, declaran en nombre de ella ante la patria su limpieza de todo odio, su indulgencia fraternal para con los cubanos t�midos o equivocados, su radical respeto al decoro del hombre, nervio del combate y cimiento de la rep�blica, su certidumbre de la aptitud de la guerra para ordenarse de modo que contenga la redenci�n que la inspira, la relaci�n en que un pueblo debe vivir con los dem�s, y la realidad que la guerra es, y su terminante voluntad de respetar, y hacer que se respete, al espa�ol neutral y honrado, en la guerra y despu�s de ella, y de ser piadosa con el arrepentimiento, e inflexible s�lo con el vicio, el crimen y la inhumanidad. En la guerra que se ha reanudado en Cuba no ve la revoluci�n las causas del j�bilo que pudiera embargar al hero�smo irreflexivo, sino las responsabilidades que deben preocupar a los fundadores de pueblos.[…]

De otro temor quisiera acaso valerse hoy, so pretexto de prudencia, la cobard�a: el temor insensato, y jam�s en Cuba justificado, a la raza negra. La revoluci�n, con su carga de m�rtires, y de guerreros subordinados y generosos, desmiente indignada, como desmiente la larga prueba de la emigraci�n y de la tregua en Isla, la tacha de amenaza de la raza negra con que se quisiese inicuamente levantar, por los beneficiarios del r�gimen de Espa�a, el miedo a la revoluci�n. Cubanos hay ya en Cuba de uno y otro color, olvidados para siempre, con la guerra emancipadora y el trabajo donde unidos se grad�an, del odio en que los pudo dividir la esclavitud. La novedad y aspereza de las relaciones sociales, consiguientes a la mudanza s�bita del hombre ajeno en propio, son menores que la sincera estimaci�n del cubano blanco por el alma igual, la afanosa cultura, el fervor de hombre libre, y el amable car�cter de su compatriota negro. Y si a la raza le naciesen demagogos inmundos, o almas �vidas cuya impaciencia propia azuzase la de su color, o en quienes se convirtiera en injusticia con los dem�s la piedad por los suyos, con su agradecimiento y su cordura, y su amor a la patria, con su convicci�n de la necesidad de desautorizar por la prueba patente de la inteligencia y la virtud del cubano negro la opini�n que a�n reine de su incapacidad para ellas, y con la posesi�n de todo lo real del derecho humano, y el consuelo y la fuerza de la estimaci�n de cuanto en los cubanos blancos hay de justo y generoso, la misma raza extirpar�a en Cuba el peligro negro, sin que tuviera que alzarse a �l una sola mano blanca. La revoluci�n lo sabe, y lo proclama: la emigraci�n lo proclama tambi�n. All� no tiene el cubano negro escuelas de ira, como no tuvo en la guerra una sola culpa de ensoberbecimiento indebido o de insubordinaci�n. En sus hombros anduvo segura la rep�blica a que no atent� jam�s. S�lo los que odian al negro ven en el negro odio; y los que con semejante miedo injusto traficasen, para sujetar, con inapetecible oficio, las manos que pudieran erguirse a expulsar de la tierra cubana al ocupante corruptor.

En los habitantes espa�oles de Cuba, en vez de la deshonrosa ira de la primer guerra, espera hallar la revoluci�n, que ni lisonjea ni teme, tan afectuosa neutralidad o tan veraz ayuda, que por ellas vendr�n a ser la guerra m�s breve, sus desastres menores, y m�s f�cil y amiga la paz en que han de vivir juntos padres e hijos. Los cubanos empezamos la guerra, y los cubanos y los espa�oles la terminaremos. No nos maltraten, y no se les maltratar�. Respeten, y se les respetar�. Al acero responda el acero, y la amistad a la amistad. En el pecho antillano no hay odio; y el cubano saluda en la muerte al espa�ol a quien la crueldad del ejercicio forzoso arranc� de su casa y su terru�o para venir a asesinar en pechos de hombre la libertad que �l mismo ans�a. M�s que saludarlo en la muerte, quisiera la revoluci�n acogerlo en vida; y la rep�blica ser� tranquilo hogar para cuantos espa�oles de trabajo y honor gocen en ella de la libertad y bienes que no han de hallar a�n por largo tiempo en la lentitud, desidia, y vicios pol�ticos de la tierra propia.[…]

La guerra de independencia de Cuba, nudo del haz de islas donde se ha de cruzar, en plazo de pocos a�os, el comercio de los continentes, es suceso de gran alcance humano, y servicio oportuno que el hero�smo juicioso de las Antillas presta a la firmeza y trato justo de las naciones americanas, y al equilibrio a�n vacilante del mundo. Honra y conmueve pensar que cuando cae en tierra de Cuba un guerrero de la independencia, abandonado tal vez por los pueblos incautos o indiferentes a quienes se inmola, cae por el bien mayor del hombre, la confirmaci�n de la rep�blica moral en Am�rica, y la creaci�n de un archipi�lago libre donde las naciones respetuosas derramen las riquezas que a su paso han de caer sobre el crucero del mundo. �Apenas podr�a creerse que con semejantes m�rtires, y tal porvenir, hubiera cubanos que atasen a Cuba a la monarqu�a podrida y aldeana de Espa�a, y a su miseria inerte y viciosa! A la revoluci�n cumplir� ma�ana el deber de explicar de nuevo al pa�s y a las naciones las causas locales, y de idea e inter�s universal, con que para el adelanto y servicio de la humanidad reanuda el pueblo emancipador de Yara y de Gu�imaro una guerra digna del respeto de sus enemigos y el apoyo de los pueblos, por su r�gido concepto del derecho del hombre, y su aborrecimiento de la venganza est�ril y la devastaci�n in�til. Hoy, al proclamar desde el umbral de la tierra venerada el esp�ritu y doctrinas que produjeron y alientan la guerra entera y humanitaria en que se une a�n m�s el pueblo de Cuba, invencible e indivisible, s�anos l�cito invocar, como gu�a y ayuda de nuestro pueblo, a los magn�nimos fundadores, cuya labor renueva el pa�s agradecido, y al honor, que ha de impedir a los cubanos herir, de palabra o de obra, a los que mueren por ellos. Y al declarar as� en nombre de la patria, y deponer ante ella y ante su libre facultad de constituci�n, la obra id�ntica de dos generaciones, suscriben juntos la declaraci�n, por la responsabilidad com�n de su representaci�n, y en muestra de la unidad y solidez de la revoluci�n cubana, el Delegado del Partido Revolucionario Cubano, creado para ordenar y auxiliar la guerra actual, y el General en Jefe electo en �l por todos los miembros activos del Ej�rcito Libertador.

Montecristi, 25 de marzo de 1895.

Jos� Mart�. M�ximo G�mez

DIARIO DE MONTECRISTI A CABO HAITIANO

 

(Mart� dedic� este Diario a Mar�a y Carmen Mantilla, hijas de Manuel Mantilla y Carmen Miyares, en el que describe su peregrinaci�n desde Santo Domingo hasta embarcarse en Hait� con destino a Cuba)

Mis ni�as:

Por las fechas arreglen esos apuntes, que escrib� para Vds., con los que les mand� antes. No fueron escritos sino para probarles que d�a por d�a, a caballo y en la mar, y en las m�s grandes angustias que pueda pasar hombre, iba pensando en Vds.

Su

M.

14 de Febrero.

Las seis y media de la ma�ana ser�an cuando salimos de Montecristi el General, Collazo y yo, a caballo para Santiago: Santiago de los Caballeros, la ciudad vieja de 1507. Del viaje, ahora que escribo, mientras mis compa�eros sestean, en la casa pura de Nicol�s Ram�rez, s�lo resaltan en mi memoria unos cuantos �rboles, unos cuantos caracteres, de hombre o de mujer, unas cuantas frases. La frase aqu� es a�eja, pintoresca, concisa, sentenciosa: y como filosof�a natural. El lenguaje com�n tiene de base el estudio del mundo, legado de padres a hijos, en m�ximas finas, y la impresi�n pueril primera. Una frase explica la arrogancia innecesaria y cruda del pa�s: «Si me traen (regalos, regalos de amigos y parientes a la casa de los novios) me deprimen, porque yo soy el obsequiado». Dar, es de hombre; y recibir, no. Se niegan, por fiereza, al placer de agradecer. Pero en el resto de la frase est� la sabidur�a del campesino: «Y si no me traen, tengo que matar las gallinitas que le empiezo a criar a mi mujer». El que habla es bello mozo, de pierna larga y suelta, y pies descalzos, con el machete siempre en pu�o, al cinto el buen cuchillo, y en el rostro terroso y febril los ojos sanos y angustiados. Es Arturo, que se acaba de casar, y la mujer sali� a tener el hijo donde su gente de Santiago. De Arturo es esta pregunta: «�Por qu� si mi mujer tiene un muchacho dicen que mi mujer pari�, y si la mujer de Jim�nez tiene el suyo dicen que ha dado a luz?» Y as�, por el camino, se van recogiendo frases. A la moza que pasa, desgoznada la cintura, poco al seno el talle, atado en nudo flojo el pa�uelo amarillo, y con la flor de campeche al pelo negro: «�Qu� buena est� esa pailita de fre�r para mis chicharrones!» A una se�orona de campo, de sortija en el guante, y pendientes y sombrilla, en gran caballo moro, que en malhora cas� a la hija con un musi� de letras in�tiles, un orador castelaruno y poeta zorrillesco, una «luz increada», y una «sed de ideal inextinguible», el marido, de sombrero de manaca y zapatos de cuero, le dice, teni�ndole el estribo: «Lo que te dije, y t� no me quisiste o�r: cada peje en su agua». A los caballos les picamos el paso, para que con la corrida se refresquen, mientras bebemos agua del r�o Ya que en casa de Eusebio; y el General dice esta frase, que es toda una teor�a del esfuerzo humano, de la salud y necesidad de �l: «El caballo se ba�a en su propio sudor». Eusebio vive de puro hombre: lleva amparada de un pa�uelo de cuadros azules la cabeza vieja, pero no por lo recio del sol sino porque de atr�s, de un culatazo de fusil, tiene un agujero en que le cabe medio huevo de gallina, y sobre la oreja y a media frente, le cabe el filo de la mano en dos tajos de sable: lo dejaron por muerto.[…]

1 de Marzo.

Salimos de Dajab�n, del triste Dajab�n, �ltimo pueblo dominicano, que guarda por el norte la frontera. All� tengo a Montesinos, el canario volc�nico, guanche a�n por la armaz�n y rebeld�a, que desde que lo pusieron en presidio, cuando estaba yo, ni favor ni calor acepta de mano espa�ola. All� vive «To�o» Calder�n, de gran fama de guapo, que cuando pas� la primera vez en su tiempo de Comandante de armas, me hizo apear, a las pocas palabras, del arrenqu�n en que ya me iba a Montecristi, y me dio su caballo melado, el caballo que a nadie hab�a dado a montar, «el caballo que ese hombre quiere m�s que a su mujer»: «To�o» de ojos grises, amenazantes y misteriosos, de sonrisa insegura y ansiosa, de paso velado y cabellos lacios y revueltos. All� trabaja, como a nado y sin rumbo, el cubano Salcedo, m�dico sin diploma, «mediqu�n, como decimos en Cuba», azorado en su soledad moral; azotado, en su tenacidad in�til; vencido, con su alma suave, en estos rincones, de charlat�n y pu�o: la vida, como los ni�os, maltrata a quien la teme, y respeta y obedece a quien se le encara: Salcedo, sin queja ni lisonja, porque me oye decir que vengo con los pantalones deshechos, me trae los mejores suyos, de dril fino azul, con un remiendo honroso: me desl�e con su mano, largamente, una dosis de antipirina: y al abrazarme, se pega a mi coraz�n. All�, entre Pancho y Adolfo, Adolfo, el hijo leal de Montesinos, que acompa�a a su padre en el trabajo humilde, me envuelven capa y calzones en un malet�n improvisado, me ponen para el camino el ron que se beber� la compa��a, y pan puro, y un buen vino, �spero y sano, del Piamonte: y dos cocos. A caballo, en la silla de Montesinos, sobre el potro que �l alquil� a un «compadre» del general Corona. «Ya el general est� aqu�, que es ya amigo», «por la mira que nos hemos echado»: panam� ancho, flus de dril, quitasol con pu�o de hueso: buen trigue�o, de bigote y patillas guajiras. A caballo, al primer pueblo haitiano, que se ve de Dajab�n, a Ouanaminthe.[…]

2 de Marzo

Ya despu�s de las diez entro en Fort Libert�, solo. De lejos ven�a oyendo la retreta, los ladridos, el rumor confuso. De la casa cerrada de una Feliciana, que me habla por la pared y no tiene alojamiento, voy buscando la casa de Nephtal�, que lo puede tener. Ante el list�n de luz que sale de la puerta a medio cerrar recula y se me sienta mi caballo.—»�Es ac� Nephtal�?»—Oigo ruido, y una moza se acerca a la puerta. Hablamos, y entra …Bien sell�, bien brid�: pas commun… Eso dicen, adentro, de m�. S�, puedo entrar, y la moza, con su medio espa�ol, va a abrirme la puerta del patio. En la oscuridad desensillo mi caballo, y lo amarro a una higuereta. La gallera est� llena de hamacas, donde duerme gente que vino de s�bado a gallear. Y adentro, «de caridad» �habr� d�nde duerma, y qu� coma, un pasajero respetuoso? Me viene a hablar, en camiseta y calzones negros, un mocete blancucho, de barbija, bigot�n y bubones, que habla un franc�s castizo y pretencioso. En la mesa empolvada revuelvo libros viejos: textos descuadernados, cat�logos, una Biblia, peri�dicos masones. Del cuarto de al lado salen risas, y la moza luego, la hija de la casa, a arreglar hacia el medio las sillas de Viena, y luego sale el colch�n: que echo yo por tierra, y las sillas a un lado. �De all� adentro, quien me ha dado su colch�n? Por la puerta asoma una cabeza negra, un muchach�n que r�e en camisola de dormir. De cena, dulce de man�, y casabe: y el vino piamont�s que me puso Montesinos en la ca�onera, y parto con la hija, segura y sonriente. El castizo se fue en buen hora. Le chemin est voiturable: el camino a Fort Libert�: Oh, monsieur: l’aristocratie est toujours bien re�ue!: y que no hay que esperar nada de Hait�, y que hay mucha superstici�n, y que «todav�a» no ha estado en Europa, y que si «las se�oras de al lado quieren que las vaya a ayudar». Le acaricio la mano fina a la buena muchacha, y duermo tendido, bajo el techo amable. A las seis, est� en pie Nephtal� a mi cabecera: bienvenido sea el hu�sped: el hu�sped no ha molestado: perd�nelo el hu�sped porque no estaba anoche a su llegada. Todo �l sonr�e, con su dril limpio, y sus patillas de chuleta: van saliendo en la pl�tica nombres conocidos: Montesinos, Montecristi, Jim�nez. No me pregunta qui�n me env�a. Para m� es el almuerzo oloroso, que el mocet�n, muy encorbatado, se sienta a gustar conmigo: y Nephtal� y la hija me sirven: el almuerzo es buen queso, y pan suave, del horno de la casa, y empanadillas de honor, de la harina m�s leve, con gran huevo: el caf� es oro, y la mejor leche. «Madame Nephtal�» se deja ver, alta y galana, con su libro de misa, de mant�n y sombrero, y me la presenta con ceremonia Nephtal�. En el patio, ba�a el sol los rosales, y entran y salen a la panader�a, con tableros de masa, y la gallera est� como una joya, de limpia y barrida, y Nephtal� dice al castizo que «superstici�n en Hait�, hay y no hay: y que el que la quiere ver la ve, y el que no, no da nunca con ella, y �l, que es haitiano, ha visto en Hait� poca superstici�n». Y �en qu� se ocupa monsieur Lespinasse, el castizo, amigo de un m�sico de bailes que lo viene a ver? �Ah! escribe uno u otro art�culo en L’Investigateur: on est jounaliste: I’aristocratie n’a pas d’avenir dans ce pays-ci. Para el camino me pone Nephtal� del queso bueno, y empanadilla y panetela. Y cuando me llevo al buen hombre a un rinc�n, y le pregunto temeroso lo que le debo, me ase por los dos brazos, y me mira con reproche: Comment, fr�re? On ne parle pas d’argent, avec un fr�re?. Y me tuvo el estribo, y con sus amigos me sigui� a pie, a ponerme en la calzada.[…]

1 de Abril.

A paso de ansia, clav�ndonos de espinas, cruz�bamos, a la media noche oscura, la marisma y la arena. A codazos rompemos la malla del cambr�n. El arenal, calvo a trechos, se cubre a manchones del �rbol punzante. Da luz como de sudario, al cielo sin estrellas, la arena desnuda: y es negror lo verde. Del mar se oye la ola, que se exhala en la playa; y se huele la sal. De pronto, de los �ltimos cambroneros, se sale a la orilla, espumante y velada, y como revuelta y cogida, con r�fagas h�medas. De pie, a las rodillas el calz�n, por los muslos la camisola abierta al pecho, los brazos en cruz alta, la cabeza aguile�a, de pera y bigote, tocada del yarey, aparece impasible, con la mar a las plantas y el cielo por fondo, un negro haitiano. El hombre asciende a su plena beldad en el silencio de la naturaleza.[…]

5 de Abril.

David, de las islas Turcas, se nos apeg� desde la arrancada de Montecristi. A medias palabras nos dijo que nos entend�a, y sin espera de paga mayor, ni tratos de ella, ni mimos nuestro, �l iba creci�ndosenos con la fuga de los dem�s; y era la goleta �l solo, con sus calzones en tiras, los pies ro�dos, el levit�n que le colgaba por sobre las carnes, el yarey con las alas al cielo. Cocinaba �l el «locrio», de tocino y arroz; o el «sancocho», de pollo y pocas viandas; o el pescado blanco, el buen «mutton-fish«, con salsa de mantequilla y naranja agria: �l tra�a y llevaba, a «gudilla» pura, a remo por tim�n, el �nico bote: �l nos tend�a de almohada, en la miseria de la cubierta, su levit�n, su chaquet�n, el saco que le era almohada y colcha a �l: �l, �gil y enjuto, ya estaba al alba bru�endo los calderos. Jam�s pidi�, y se daba todo. El cuello fino, y airoso, le sujetaba la cabeza seca: le re�an los ojos, sinceros y grandes: se le abr�an los p�mulos, decidores y fuertes: por los cabos de la boca, desdentada y leve, le crec�an dos rizos de bigote: en la nariz, franca y chata, le jugaba la luz. Al decirnos adi�s se le hundi� el rostro, y el pecho, y se ech� de bruces, llorando, contra la vela atada a la botavara. David, de las islas Turcas.[…]

DIARIO DE CABO HAITIANO A DOS R�OS

 

(Este Diario que escribi� Mart� hasta dos d�as antes de su muerte, fue recogido en Dos R�os por M�ximo G�mez y se public� en 1940 como parte del Diario de Campa�a del general)

9 Abril. Lola, jolongo, llorando en el balc�n. Nos embarcamos.

10. Salimos del Cabo. Amanecemos en Inagua. Izamos velas.

11. Bote. Salimos a las 11. Pasamos (4) rozando a Mais�, y vemos la farola. Yo en el puente. A las 7�, oscuridad. Movimiento a bordo. Capit�n conmovido. Bajan el bote. Llueve grueso al arrancar. Rumbamos mal. Ideas diversas y revueltas en el bote. M�s chubasco. El tim�n se pierde. Fijamos rumbo. Llevo el remo de proa. Salas rema seguido. Paquito Borrero y el General ayudan de popa. Nos ce�imos los rev�lveres. Rumbo al abra. La luna asoma, roja, bajo una nube. Arribamos a una playa de piedras, La Playita (al pie de Cajobabo). Me quedo en el bote el �ltimo vaci�ndolo. Salto. Dicha grande. Viramos el bote, y el garraf�n de agua. Bebemos m�laga. Arriba por piedras, espinas y cenagal. O�mos ruido, y preparamos, cerca de una talanquera. Ladeando un sitio, llegamos a una casa. Dormimos cerca, por el suelo.

12. A las 3 nos decidimos a llamar. Blas, Gonzalo, y la Ni�a. Jos� Gabriel, vivo, va a llamar a Silvestre. Silvestre dispuesto. Por repechos, muy cargados, salimos a buscar a Mes�n, al Tacre (Z�guere). En el monte claro esperamos, desde las 9, hasta las 2. Convenzo a Silvestre a que nos lleve a Im�a.—Seguimos por el cruce del Tancre. Decide el General escribir a Fernando Leyva, y va Silvestre. Nos metemos en la cueva, campamento antiguo, bajo un farall�n, a la derecha del r�o. Dormimos: hojas secas. Marcos derriba: Silvestre me trae hojas.[…]

14.—D�a mamb�. Salimos a las 5. A la cintura cruzamos el r�o, y recruzamos por �l: bay�s altos a la orilla. Luego, a zapato nuevo, bien cargado, la alt�sima loma, de yaya de hoja fina, majagua de Cuba, y cupey, de pi�a estrellada. Vemos, acurrucada en un lechero, la primera jut�a. Se descalza Marcos, y sube. Del primer machetazo la deg�ella: Est� aturdida: Est� degollada. Comemos naranja agria, que Jos� coge, retorci�ndolas con una vara: «�qu� dulce!» Loma arriba. Subir lomas hermana hombres. Por las lomas llegamos al Sao del Nejesial: lindo rinc�n, claro en el monte, de palmas viejas, mangos y naranjas. Se va Jos�. Marcos viene con el pa�uelo lleno de cocos. Me dan la manzana Guerra y Paquito de guardia. Descanso en el campamento. C�sar me cose el tahal�. Lo primero fue coger yaguas, tenderlas por el suelo. G�mez con el machete corta y trae hojas, para �l y para m�. Guerra hace su rancho; cuatro horquetas: ramas en colgadizo: yaguas encima. Todos ellos, unos raspan coco; Marcos, ayudado del General, desuella la jut�a. La ba�an con naranja agria y la salan. El puerco se lleva la naranja, y la piel de la jut�a, en la parrilla improvisada, sobre el fuego de le�a. De pronto hombres: «�Ah hermanos!» Salto a la guardia. La guerrilla de Ruenes, F�lix Ruenes: galano, rubio; los 10. Ojos resplandecientes.[…]

15.—Amanecemos entre �rdenes. Una comisi�n se mandar� a las Veguitas, a comprar en la tienda espa�ola. Otra al parque dejado en el camino. Otra a buscar pr�ctico. Vuelve la comisi�n con sal, alpargatas, un cucurucho de dulce, tres botellas de licor, chocolate, ron. Jos� viene con puercos. La comida: puerco guisado con pl�tanos y malanga. De ma�ana, frangollo, el dulce de pl�tano y queso, y agua de canela y an�s, caliente.

Al caer la tarde, en fila la gente, sale a la ca�ada el General, con Paquito, Guerra y Ruenes. �Nos permite a los 3 solos? Me resigno moh�no �Ser� alg�n peligro? Sube �ngel Guerra llam�ndome, y al capit�n Cardoso. G�mez, al pie del monte, en la vereda sombreada de pl�tanos, con la ca�ada abajo, me dice, bello y enternecido, que aparte de reconocer en m� al Delegado, el Ej�rcito Libertador, por �l su Jefe, electo en consejo de jefes, me nombra Mayor General. Lo abrazo. Me abrazan todos. A la noche, carne de puerco con aceite de coco, y es buena.[…]

18. A las 9� salimos. Despedida en la fila. G. lee las promociones. El sargento Pto.. Rico dice: «Yo muero donde muera el G. Mart�.

En el camino a los Calderos, de �ngel Castro, decidimos dormir, en la pendiente. A machete abrimos claro. De tronco a tronco tendemos las hamacas: Guerra y Paquito, por tierra. La noche bella no deja dormir. Silba el grillo: el lagartijo quinquiquea, y su coro le responde: a�n se ve, entre la sombra, que el monte es de cupey y de pagu�, la palma corta y espinada; vuelan despacio en torno las animitas; entre los nidos estridentes, oigo la m�sica de la selva, compuesta y suave, como de fin�simos violines; la m�sica ondea, se enlaza y desata, abre el ala y se posa, titila y se eleva, siempre sutil y m�nima: es la mir�ada del son fluido: �qu� alas rozan las hojas? �qu� viol�n diminuto, y oleadas de violines, sacan son, y alma a las hojas? �qu� danza de almas de hojas? Se nos olvid� la comida; comimos salchich�n y chocolate y una lonja de chopo asado. La ropa se sec� en la fogata.[…]

25.—Jornada de guerra. A monte puro vamos acerc�ndonos, ya en las garras de Guant�namo, hostil en la primera guerra, hasta Arroyo Hondo. Perd�amos el rumbo. Las espinas, nos tajaban. Los bejucos nos ahorcaban y azotaban. Pasamos por un bosque de jig�eras, verdes, puyadas al tronco desnudo, o a tramo ralo. La gente va vaciando jig�eras, y emparej�ndoles la boca. A las once, redondo tiroteo. Tiro graneado, que retumba; contra tiros velados y secos. Como a nuestros mismos pies es el combate; entran, pesadas, tres balas que dan en los troncos. «�Qu� bonito es un tiroteo de lejos!», dice el muchach�n agraciado de San Antonio, un ni�o. «M�s bonito es de cerca», dice el viejo. Siguiendo nuestro camino subimos a la margen del arroyo. El tiroteo se espesa. Magdaleno, sentado contra un tronco, recorta adornos en su jig�era nueva. Almorzamos huevos crudos, un sorbo de miel, y chocolate de «La Imperial», de Santiago de Cuba. A poco, las noticias nos vienen del pueblo. Y ya han visto entrar un muerto, y 25 heridos. Maceo vino a buscarnos, y espera en los alrededores: a Maceo, alegremente. Dije en carta a Carmita:—»En el camino mismo del combate nos esperaban los cubanos triunfadores: se echan de los caballos abajo; los caballos que han tomado a la guardia civil: se abrazan y nos vitorean: nos suben a caballo y nos calzan la espuela», �c�mo no me inspira horror, la mancha de sangre que vi en el camino? �ni la sangre a medio secar, de una cabeza que ya est� enterrada, con la cartera que le puso de descanso un jinete nuestro? Y al sol de la tarde emprendimos la marcha de victoria, de vuelta al campamento.[…]

28.—Amanezco al trabajo. A las 9 forman, y G�mez, sincero y conciso, arenga: Yo hablo, al sol. Y al trabajo. A que quede ligada esta fuerza en el esp�ritu unido: a fijar, y dejar ordenada, la guerra en�rgica y magn�nima: a abrir v�as con el Norte, y servicio de parque: a reprimir cualquier intentona de perturbar la guerra con promesas. Escribo la circular a los jefes, a que castiguen con la pena de traici�n la intentona, la circular a los hacendados, la nota de G�mez a las fincas, cartas a amigos probables, cartas para abrir el servicio de correo y parque, cartas para la cita a Brooks, nota al gobierno ingl�s, por el c�nsul de Guant�namo, incluyendo la declaraci�n de Jos� Maceo sobre la muerte, casual, de un tiro escapado de Corona, de un marino de la goleta Honor, en que vino la expedici�n de Fortune Island, instrucciones a Jos� Maceo, al que se nombra Mayor General, nota a Ruenes, invit�ndole a enviar el representante de Baracoa a la Asamblea de Delegados del pueblo cubano revolucionario, para elegir el gobierno que deba darse la revoluci�n, carta a Mas�. Vino Luis Bonne, a quien se buscaba, por sagaz y ben�volo, para crearme una escolta. Y de Ayudante trae a Ram�n Garriga y Cuevas, a quien de ni�o sol�a yo agasajar, cuando lo ve�a travieso o desarmado en New York, y es manso, afectuoso, l�cido y valiente.[…]

2 [Mayo]. Adelante, hacia Jarag�eta. En los ingenios. Por la ca�a vasta y abandonada de Sabanilla: va Rafael Portuondo a la casa, a traer las 5 reses: vienen en mancuerna: �pobre gente, a la lluvia! Llegamos a Leonor, y ya, desechando la tard�a comida, con queso y pan nos hab�amos ido a la hamaca, cuando llega, con caballer�a de Zef�, el corresponsal del Herald, George Eugene Bryson. Con �l trabajo hasta las 3 de la ma�ana.[…]

5. Maceo nos hab�a citado para Bocucy, adonde no podemos llegar a las 12, a la hora que nos cita. Fue anoche el propio, a que espere en su campamento. Vamos, con la fuerza toda. De pronto, unos jinetes. Maceo, con un caballo dorado, en traje de holanda gris: ya tiene plata la silla, airosa y con estrellas. Sali� a buscarnos, porque tiene a su gente de marcha; al ingenio cercano, a Mejorana, va Masp�n a que adelanten almuerzo para cien. El ingenio nos ve como de fiesta: a criados y trabajadores se les ve el gozo y la admiraci�n: el amo, anciano colorado y de patillas, de jipijapa y pie peque�o, trae vermouth, tabacos, ron, malvas�a. «Maten tres, cinco, diez, catorce gallinas». De seno abierto y chancletas viene una mujer a ofrecernos aguardiente verde, de yerbas: otra trae ron puro. Va y viene el gent�o. De ayudante de Maceo lleva y trae, �gil y verboso, Castro Palomino. Maceo y G. hablan bajo, cerca de m�: me llaman a poco, all� en el portal: que Maceo tiene otro pensamiento de gobierno: una junta de los generales con mando, por sus representantes, y una Secretar�a General: la patria, pues, y todos los oficios de ella, que crea y anima al ej�rcito, como Secretar�a del Ej�rcito. Nos vamos a un cuarto a hablar. No puedo desenredarle a Maceo la conversaci�n: «�pero V. se queda conmigo o se va con G�mez?» Y me habla, cort�ndome las palabras, como si fuese yo la continuaci�n del gobierno leguleyo, y su representante. Lo veo herido: «lo quiero», me dice, «menos de lo que lo quer�a»; por su reducci�n a Flor en el encargo de la expedici�n, y gasto de sus dineros. Insisto en deponerme ante los representantes que se re�nan a elegir gobierno. No quiere que cada jefe de operaciones mande el suyo, nacido de su fuerza: �l mandar� los cuatro de Oriente: «dentro de 15 d�as estar�n con Ud., y ser�n gentes que no me las pueda enredar all� el doctor Mart�». En la mesa, opulenta y premiosa, de gallina y lech�n, vu�lvese al asunto: me hiere, y me repugna: comprendo que he de sacudir el cargo, con que se me intenta marcar, de defensor ciudadanesco de las trabas hostiles al movimiento militar. Mantengo, rudo: el Ej�rcito, libre, y el pa�s, como pa�s y con toda su dignidad representado. Muestro mi descontento de semejante indiscreta y forzada conversaci�n, a mesa abierta, en la prisa de Maceo por partir. Que va a caer la noche sobre Cuba, y ha de andar seis horas. All� cerca, est�n sus fuerzas: pero no nos lleva a verlas: las fuerzas reunidas de Oriente: Rab�, de Jiguan�, Busto, de Cuba, las de Jos�, que trajimos. A caballo, adi�s r�pido. «Por ah� se van Uds.» y seguimos, con la escolta moh�na; ya entrada la tarde, sin los asistentes, que quedaron con Jos�, sin rumbo cierto, a un galp�n del camino, donde no desensillamos. Van por los asistentes: seguimos, a otro rancho fangoso, fuera de los campamentos, abierto a ataque. Por carne manda G, al campo de Jos�: la traen los asistentes. Y as�, como echados, y con ideas tristes, dormimos.[…]

10. De Altagracia vamos a La Traves�a. All� volv� a ver de pronto, a la llegada, el Cauto, que ya ven�a crecido, con su curso ancho en lo hondo, y a los lados, en vasto declive, los barrancos. Y pens� de pronto, ante aquella hermosura, en las pasiones bajas y feroces del hombre. Al ir llegando, corri� Pablo una novilla, negra, de astas nacientes, y la echan contra un �rbol, donde, a vueltas, le van acortando la soga. Los caballos, erguidos, resoplan: les brillan los ojos. G�mez torna del cinto de un escolta el machete, y abre un tajo, rojo, en el muslo de la novilla. «�Desjarreten esa novilla!» Uno, de un golpe, la desjarreta, y se arrodilla el animal, mugiendo: Pancho, al o�r la orden de matar, le mete, mal, el machete por el pecho, una vez y otra: uno, m�s certero, le entra hasta el coraz�n; y vacila y cae la res, y de la boca sale en chorro la sangre. Se la llevan arrastrando. Viene Francisco P�rez, de buen continente, en�rgico y carirredondo, capit�n natural de sus pocos caballos buenos, hombre sano y seguro. Viene el capit�n Pacheco, de cuerpo peque�o, de palabra tenaz y envuelta, con el decoro y la aptitud abajo: tom� un arria, sus mismos cubanos le maltrataron la casa y le rompieron el bur�n:»yo no he venido a aspirar, sino a servir a la patria», pero habla sin cesar y como a medias, de los que hacen y de los que no hacen, y de que los que hacen menos suelen alcanzar m�s que el que hace, «�pero �l s�lo ha venido a servir a la patria!» «�Mis polainas son �stas!», las pantorrillas desnudas: el pantal�n a la rodilla, los borcegu�es de vaqueta: el yarey, amarillo y p�rpura. Viene Bellito, el coronel Bellito de Jiguan�, que por enfermo hab�a quedado ac�. Lo adivino leal, de ojo claro de asalto, valiente en hacer y en decir. Gusta de hablar su lengua confusa, en que, en las palabras inventadas, se le ha de sorprender el pensamiento. «La revoluci�n muri� por aquella infamia de deponer a su caudillo. Eso llen� de tristeza el coraz�n de la gente. Desde entonces empez� la revoluci�n a volver atr�s. Ellos fueron los que nos dieron el ejemplo»,ellos, los de la C�mara. Cuando G�mez censura agrio las rebeliones de Garc�a, y su cohorte de consejeros: Belisario Peralta, el venezolano Barreto, Bravo y Sent�es, Fonseca, Limbano S�nchez y luego Collado, Bello habla d�ndose paseos, como quien esp�a al enemigo, o lo divisa, o cae sobre �l, o salta de �l. «Eso es lo que la gente quiere: el buen car�cter en el mando.» «No, se�or, a nosotros no se nos debe hablar as�, porque no se lo aguanto a hombre nacido». «Yo he sufrido por mi patria cuanto haiga sufrido el mejor General». Se encara a G�mez, que lo increpa porque los oficiales dejan pasar a Jiguan� las reses que llevan pase en nombre de Rab�: «Los que sean; y adem�s �sa es la orden del jefe, y nosotros tenemos que obedecer a nuestro jefe». «Ya s� que eso est� mal, y no debe entrar res; pero el menor tiene que obedecer al mayor». Y cuando G�mez dice: «Pues lo tienen a usted bueno con lo de Presidente. Mart� no ser� Presidente mientras yo est� vivo»: y enseguida, «porque yo no s� qu� le pasa a los Ptes.., que en cuanto llegan ya se echan a perder, excepto Ju�rez, y eso un poco y Washington». Bello, animado, se levanta, y da dos o tres brincos, y el machete le baila a la cintura: «Eso ser� a la voluntad del pueblo», y murmura: «Porque nosotros, me dijo otra vez, acodado a mi mesa con Pacheco, hemos venido a la revoluci�n para ser hombres, y no para que nadie nos ofenda en la dignidad de hombre». En lluvias, jarros de caf�, y pl�tica de Holgu�n y Jiguan� llega la noche. Por noticias de Mas� esperamos. �Habr� ido a la concentraci�n con Maceo? Mir� a oscuras, roe en la p�a una paloma rabiche. Ma�ana mudaremos de casa.[…]

14.—Sale una guerrilla para La Venta, el caser�o con la tienda de Rebentoso, y el fuerte de 25 hombres. Mandan, horas despu�s, al alcalde; el gallego Jos� Gonz�lez, casado en el pa�s, que dice que es alcalde a la fuerza, y espera en el rancho de Miguel P�rez, el pardo que est� aqu� de cuidador, barbero. Escribo, poco y mal, porque estoy pensando con zozobra y amargura. �Hasta qu� punto ser� �til a mi pa�s mi desistimiento? Y debo desistir, en cuanto llegase la hora propia, para tener libertad de aconsejar, y poder moral para resistir el peligro que de a�os atr�s preveo, y en la soledad en que voy, impere acaso, por la desorganizaci�n e incomunicaci�n que en mi aislamiento no puedo vencer, aunque, a campo libre, la revoluci�n entrar�a, naturalmente, por su unidad de alma, en las formas que asegurar�an y acelerar�an su triunfo.[…]

Veo venir a caballo, a paso sereno bajo la lluvia, a un magn�fico hombre, negro de color, con gran sombrero de ala vuelta, que se queda oyendo, atr�s del grupo y con la cabeza por sobre �l. Es Casiano Leyva, vecino de Rosal�o, pr�ctico por Guamo, entre los triunfadores el primero, con su hacha potente: y al descubrirse le veo el noble rostro, frente alta y fugitiva, combada al medio, ojos mansos y firmes, de gran cuenca; entre p�mulos anchos, nariz pura; y hacia la barba aguda la pera canosa: es heroica la caja del cuerpo, subida en las piernas delgadas: una bala, en la pierna: �l lleva permiso de dar carne al vecindario; para que no maten demasiada res. Habla suavemente; y cuanto hace tiene inteligencia y majestad. �l luego ir� por Guamo.—Escribo las instrucciones generales a los jefes y oficiales.

15.—La lluvia de la noche, el fango, el ba�o en el Contramaestre: la caricia del agua que corre. A la tarde viene la guerrilla: que Mas� anda por la Sabana, y nos lo buscan: traen un convoy cogido en la Ratonera. Lo vac�an a la puerta: lo reparte Bellito: vienen telas, que Bellito mide al brazo: tanto por escolta; tanto a Pacheco, el capit�n del convoy, y la gente de Bellito; tanto al Estado Mayor; velas, una pieza para la mujer de Rosal�o, cebollas y ajos, y papas y aceitunas para Valent�n.[…]

16.—Sale G�mez a visitar los alrededores. Antes, registro de los sacos, del teniente Chac�n, oficial D�az, sargento Puerto Rico, que murmuran, para hallar un robo de media botella de grasa. —Convicci�n de Pacheco, el capit�n: que el cubano quiere cari�o y no despotismo: que por el despotismo se fueron muchos cubanos al gobierno y se volver�n a ir: que lo que est� en el campo es un pueblo que ha salido a buscar quien lo trate mejor que el espa�ol, y halla justo que le reconozcan su sacrificio. Calmo, y desv�o sus demostraciones de afecto a m�, y las de todos. Marcos, el dominicano: «�Hasta sus huellas!» De casa de Rosal�o vuelve G�mez. Se va libre el alcalde de la Venta; que los soldados de la Venta, andaluces, se nos quieren pasar.—Lluvia, escribir, leer.

17.—G�mez sale, con los 40 caballos, a molestar el convoy de Bayamo. Me quedo, escribiendo con Garriga y Feria, que copian las Instrucciones Generales a los jefes y oficiales; conmigo doce hombres, bajo el teniente Chac�n, con tres guardias, a los tres caminos; y junto a m�, Graciano P�rez. Rosal�o, en su arrenqu�n, con el fango a la rodilla, me trae, en su jaba de casa, el almuerzo cari�oso: «Por usted doy mi vida». Vienen, reci�n salidos de Santiago, los hermanos Chac�n, due�o el uno del arria cogida anteayer, y su hermano rubio, bachiller, y como letrado; y Jos� Cabrera, zapatero de Jiguan�, trabado y franco; y Duane, negro joven y como… en camisa, pantal�n y gran cinto; y… �valos, t�mido, y Rafael V�zquez, y Desiderio Soler, de 16 a�os, a quien Chac�n trae como hijo. Otro hijo hay aqu�, Ezequiel Morales, con 18 a�os, de padre muerto en las guerras. Y estos que vienen, me cuentan de Rosa Moreno, la campesina viuda que le mand� a Rab� su hijo �nico Melesio, de 16 a�os: «All� muri� tu padre: ya yo no puedo ir: t� ve». Asan pl�tanos, y majan tasajo de vaca, con una piedra en el pil�n, para los reci�n venidos. Est� muy turbia el agua crecida del Contramaestres y me trae Valent�n un jarro hervido en dulce, con hojas de higo…

CARTA A MANUEL MERCADO

 

(Por su inter�s importancia se reproduce aqu�, en su totalidad, esta carta que dej� inconclusa Mart� )

Campamento de Dos R�os, 18 de mayo de 1895

Sr. Manuel Mercado

Mi hermano querid�simo: Ya puedo escribir, ya puedo decirle con qu� ternura y agradecimiento y respeto lo quiero, y a esa casa que es m�a y mi orgullo y obligaci�n; ya estoy todos los d�as en peligro de dar mi vida por mi pa�s y por mi deber, puesto que lo entiendo y tengo �nimos con que realizarlo, de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza m�s, sobre nuestras tierras de Am�rica. Cuanto hice hasta hoy, y har�, es para eso. En silencio ha tenido que ser y como indirectamente, porque hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas, y de proclamarse en lo que son, levantar�an dificultades demasiado recias para alcanzar sobre ellas el fin.

Las mismas obligaciones menores y p�blicas de los pueblos, como �se de Vd. y m�o, m�s vitalmente interesados en impedir que en Cuba se abra, por la anexi�n de los Imperialistas de all� y los espa�oles, el camino que se ha de cegar, y con nuestra sangre estamos cegando, de la anexi�n de los pueblos de nuestra Am�rica, al Norte revuelto y brutal que los desprecia, les hab�an impedido la adhesi�n ostensible y ayuda patente a este sacrificio, que se hace en bien inmediato y de ellos.

Viv� en el monstruo, y le conozco las entra�as: y mi honda es la de David. Ahora mismo, pues d�as hace, al pie de la victoria con que los cubanos saludaron nuestra salida libre de las sierras en que anduvimos los seis hombres de la expedici�n catorce d�as, el corresponsal del Herald que me sac� de la hamaca en mi rancho, me habla de la actividad anexionista, menos temible por la poca realidad de los aspirantes, de la especie curial, sin cintura ni creaci�n, que por disfraz c�modo de su complacencia o sumisi�n a Espa�a, le pide sin fe la autonom�a de Cuba, contenta s�lo de que haya un amo, yanqui o espa�ol, que les mantenga, o les cree, en premio de oficios de celestinos, la posici�n de prohombres, desde�osos de la masa pujante, la masa mestiza, h�bil y conmovedora, del pa�s; la masa inteligente y creadora de blancos y de negros.

Y de m�s me habla el corresponsal del Herald, Eugenio Bryson: de un sindicato yanqui, que no ser�, con garant�a de las aduanas, harto empe�adas con los rapaces bancos espa�oles, para que quede asidero a los del Norte; incapacitado afortunadamente, por su entrabada y compleja constituci�n pol�tica, para emprender o apoyar la idea como obra de gobierno. Y de m�s me habl� Bryson, aunque la certeza de la conversaci�n que me refer�a, s�lo la puede comprender quien conozca de cerca el br�o con que hemos levantado la Revoluci�n, el desorden, desgano y mala paga del ej�rcito novicio espa�ol, y la incapacidad de Espa�a para allegar en Cuba o afuera los recursos contra la guerra, que en la vez anterior s�lo sac� de Cuba. Bryson me cont� su conversaci�n con Mart�nez Campos, al fin de la cual le dio a entender �ste que sin duda, llegada la hora, Espa�a preferir�a entenderse con los Estados Unidos a rendir la Isla a los cubanos. Y aun me habl� Bryson m�s: de un conocido nuestro y de lo que en el Norte se le cuida, como candidato de los Estados Unidos, para cuando el actual Presidente desaparezca, a la Presidencia de M�xico.

Por ac� yo hago mi deber. La guerra de Cuba, realidad superior a los vagos y dispersos deseos de los cubanos y espa�oles anexionistas, a que s�lo dar�a relativo poder su alianza con el gobierno de Espa�a, ha venido a su hora en Am�rica, para evitar, aun contra el empleo franco de todas esas fuerzas, la anexi�n de Cuba a los Estados Unidos, que jam�s la aceptar�n de un pa�s en guerra, ni pueden contraer, puesto que la guerra no aceptar� la anexi�n, el compromiso odioso y absurdo de abatir por su cuenta y con sus armas una guerra de independencia americana.

Y M�xico, �no hallar� modo sagaz, efectivo e inmediato, de auxiliar, a tiempo, a quien lo defiende? S� lo hallar�, o yo se lo hallar�. Esto es muerte o vida, y no cabe errar. El modo discreto es lo �nico que se ha de ver. Ya yo lo habr�a hallado y propuesto. Pero he de tener m�s autoridad en m�, o de saber qui�n la tiene, antes de obrar o aconsejar. Acabo de llegar. Puede a�n tardar dos meses, si ha de ser real y estable, la constituci�n de nuestro gobierno, �til y sencillo. Nuestra alma es una, y la s�, y la voluntad del pa�s; pero estas cosas son siempre obra de relaci�n, momento y acomodos. Con la representaci�n que tengo, no quiero hacer nada que parezca extensi�n caprichosa de ella. Llegu�, con el General M�ximo G�mez y cuatro m�s, en un bote en que llev� el remo de proa bajo el temporal, a una pedrera desconocida de nuestras playas; cargu�, catorce d�as, a pie por espinas y alturas, mi morral y mi rifle; alzamos gente a nuestro paso; siento en la benevolencia de las almas la ra�z de este cari�o m�o a la pena del hombre y a la justicia de remediarla; los campos son nuestros sin disputa, a tal punto, que en un mes s�lo he podido o�r un fuego; y a las puertas de las ciudades, o ganamos una victoria, o pasamos revista, ante entusiasmo parecido al fuego religioso, a tres mil armas; seguimos camino, al centro de la Isla, a deponer yo, ante la revoluci�n que he hecho alzar, la autoridad que la emigraci�n me dio, y se acat� adentro, y debe renovar conforme a su estado nuevo, una asamblea de delegados del pueblo cubano visible, de los revolucionarios en armas. La revoluci�n desea plena libertad en el ej�rcito, sin las trabas que antes le opuso una C�mara sin sanci�n real, o la suspicacia de una juventud celosa de su republicanismo, o los celos, y temores de excesiva prominencia futura, de un caudillo puntilloso o previsor; pero quiere la revoluci�n a la vez sucinta y respetable representaci�n republicana, la misma alma de humanidad y decoro, llena del anhelo de la dignidad individual, en la representaci�n de la rep�blica, que la que empuja y mantiene en la guerra a los revolucionarios. Por m�, entiendo que no se puede guiar a un pueblo contra el alma que lo mueve, o sin ella, y s� c�mo se encienden los corazones, y c�mo se aprovecha para el revuelo incesante y la acometida el estado fogoso y satisfecho de los corazones. Pero en cuanto a formas, caben muchas ideas, y las cosas de hombres, hombres son quienes las hacen. Me conoce. En m�, s�lo defender� lo que tengo yo por garant�a o servicio de la Revoluci�n. S� desaparecer. Pero no desaparecer�a mi pensamiento, ni me agriar�a mi oscuridad. Y en cuanto tengamos forma, obraremos, c�mplame esto a m�, o a otros.

Y ahora, puesto delante lo de inter�s p�blico, le hablar� de m�, ya que s�lo la emoci�n de este deber pudo alzar de la muerte apetecida al hombre que, ahora que N�jera no vive donde se le vea, mejor lo conoce y acaricia como un tesoro en su coraz�n la amistad con que Vd. lo enorgullece.

Ya s� sus rega�os, callados, despu�s de mi viaje. �Y tanto que le dimos, de toda nuestra alma, y callado �l! �Qu� enga�o es �ste y qu� alma tan encallecida la suya, que el tributo y la honra de nuestro afecto no ha podido hacerle escribir una carta m�s sobre el papel de carta y de peri�dico que llena al d�a!

Hay afectos de tan delicada honestidad.

Jos� Mart� en la tribuna de una tabaquer�a en Cayo Hueso, seg�n el �leo de 1938 de Juan Emilio Hern�ndez Gir�.

 

 

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