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Esta sentida historia del gran músico cubano Bebo Valdés relata claramente que l

Esta sentida historia del gran músico cubano Bebo Valdés relata claramente que la verdadera felicidad también se puede encontrar a miles de millas de distancia del terruño donde nacimos.

Batanga con nieve.
El negro alto que tocaba el piano había creado un ritmo popular del Caribe llamado batanga. Y, además, el mambo, el chachachá, el son, las tonadas campesinas y el jazz afrolatino tenían la resonancia auténtica de su música.
Los comensales o bebedores suecos que lo escucharon durante 30 años en los bares y restaurantes no sabían nada de eso. Él mismo lo tenía olvidado con el tiempo, la distancia, el amor y el invierno. Bebo Valdés lo que quería, al final de sus noches, era dar la última nota y salir a romper la nieve para llegar a su casa de Estocolmo donde vivía, pobre pero libre, con su mujer Rose Marie Pehrson y sus dos hijos.
Así, en ese universo plano y anónimo pasó una buena parte de su exilio el pianista, compositor, arreglista y director de orquesta Dionisio Emilio Ramón Valdés Amaro, Bebo, nacido en 1918 en Quivicán, al sur de La Habana, que se fue de Cuba para México a principios de los 60, pasó por Estados Unidos y España y se enamoró, se casó y se quedó en Suecia.
Valdés aprendió a tocar piano de niño en su pueblo natal en un artefacto escorado y sin afinación posible que le costó dos pesos a su familia. Enseguida, muy joven, trabajó en conjuntos locales y más tarde, ya en la pecadora y musical Habana de los 40, organizó su orquesta Sabor a Cuba con la que amenizó durante nueve años —1948-1957— las sesiones de baile del cabaret Tropicana.
Como compositor fundó en esa época la batanga, una cadencia en la que predomina los tambores batá; escribió algunos de los primeros mambos, un género que después popularizó en México Dámaso Pérez Prado, y colaboró como arreglista y acompañante de los intérpretes y creadores más importantes de ese país.
Por ese tiempo, y junto a reconocidos jazzistas norteamericanos, participó en descargas musicales, las míticas jam sessions, y grabó discos que enriquecieron el jazz latino. Cuando llegó a México para no volver era conocido y popular en Cuba. Su decisión hizo que la burocracia socialista lo borrara de la vida cultural oficial.
En Madrid, en 1962, Valdés comenzó a trabajar en la orquesta Lecuona Cuban Boys y unos meses después el grupo firmó un contrato para actuar en la capital sueca. Tocaban en un bar que estaba de moda entre la juventud de ese país y allí, en el verano de 1963, el hombre de paso conoció a Rose Marie.
Así explicó después el motivo que lo llevó a elegir ese territorio para vivir: "Había una razón grande para quedarme en Suecia. Tenía cinco hijos en Cuba, todos reconocidos por mí, pero nunca me había casado. Ya iba a cumplir 45 años, me estaba poniendo bastante maduro. Era un poco mujeriego. Entonces cogí a una mujer joven para no tener problemas. Siempre le fui fiel. Si no, no me hubiera casado. Era una mujer muy joven y bellísima".
Bebo Valdés asumió con humildad y resignación su trabajo como animador de barras y manteles a lo largo de tres décadas instalado en su apartamento capitalino de Brandbergen. El músico recuerda sus años como empleado de una cadena de hoteles y de una compañía de ballet. "Lo más importante era la familia", dijo, "tocaba de todo: clásico, ópera, cubano. Todo lo que quería escuchar el público".
A pesar de ser un guajiro del campo habanero que se hizo famoso de la noche a la mañana y se relacionaba con artistas de relieve internacional desde muy joven, el pianista se adaptó muy bien a la vida anodina, modesta y sin recursos en la que le llegó a faltar un plato de comida. Asumió con entereza lo que debía ser para alguien de Quivicán vivir en el congelador de un frigorífico y asimiló las temperaturas de su nuevo país. Olvidó los calores húmedos y el sol del mediodía de Cuba. "La vida tiene cosas raras", dijo con misterio un día que le comentaron que lo habían visto feliz y agradecido después de una actuación en el Círculo Polar, en una escena de un documental.
El saxofonista Paquito D'Rivera y el cineasta Fernando Trueba lo sacaron de esas sombras nevadas hacia 1994. Bebo Valdés reencontró su leyenda, y su obra el sitio que le habían escatimado sus enemigos políticos, los envidiosos y, de alguna manera, sus lealtades personales. Tenía 76 años y con su compatriota hizo el disco Bebo rides again, apareció en el documental Calle 54 de Trueba y grabó Lágrimas negras con el cantaor Diego El Cigala, una antología de temas latinoamericanos que le dio el premio Grammy de 2002.
Tres años después, en la cumbre negada por la nieve, el artista, con el pretexto de hacerle un regalo a su mujer que amaba España, compró una casa y se mudó a Benalmádena, en Málaga, donde podía viajar con la memoria a La Habana con solo asomarse por la ventana, salir al patio o tomarse un café en el bar de la esquina. No extrañaba el frío sueco, solía decirle a los amigos, aunque tenía cierta nostalgia y se acordaba mucho de sus hijos y de sus nietas, que eran altas y bellas como su abuela Rose Marie.
En su retiro andaluz se enfermó de gravedad y, en marzo de 2013, lo llevaron a Suecia. Allí murió, en Estocolmo, bajo la nieve, donde encontró el amor y la libertad.

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