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El chapistero del barrio de «Cayo Hueso» en LA HABANA devenido en boxeador, qui


El chapistero del barrio de «Cayo Hueso» en LA HABANA devenido en boxeador, quién más tarde se convertiría en estrella escénica y trabajaría como tal dentro de la cinematografía de HOLLYWOOD.

Por. Henry Puente.

Esté cubano valiente, lindo, aventurero y sagaz, que nunca le tuvo miedo a nada, nombrado Miguelito Valdés, que al nacer sería dotado por la estrella del éxito y la buena fortuna, que era capaz de enfrentarse a su propia sombra, si no le gustaba lo que ocurría a su alrededor, que supo batirse en un ambiente de fieras con un coraje varonil y seguro, conseguiría a través de su espléndida carrera tener reconocimiento internacional, siendo valorado como un gran y excepcional artista en el Mundo entero. Desafortunadamente, su extraordinario quehacer transcurrió, en ser más famoso en todos los países que lo vieron actuar menos en el suyo propio.
Una noche fría y de lluvia con mucho viento, la cuál daba la impresión que los árboles lloraban, durante la madrugada del 9 de noviembre de 1978, aparecieron relámpagos que anunciaban un dolor enorme, una pena que comenzaba a crecer para todos los que habíamos estado ya marcados por la voz y el gesto de un cubano total, fulminado de vida, soltando aché junto a otras palabras de la religión yoruba y buenas vibraciones, comenzó a adentrarse en la muerte quién se llamó una vez en los papeles grises de otros hombres Miguel Ángel Eugenio Lázaro Zacarías Izquierdo Valdés y Hernández, el amigo de los grandes, grande él mismo tras la sonrisa franca, con todo el sabor de la música, se iba de viaje, pero está vez sin regreso, Miguelito Valdés, el mestizo cubano inmenso muy buen mozo, del que todo el mundo se enamoró, mujeres y hombres, aquel que supo doblegar Norteamérica y que fue para todos, de pronto, Míster Babalú. Una especie de venganza del continente pobre.
Pocos hombres avisan que van a morir, cuenta un amigo que Miguelito Valdés lo hizo, se disculpó esa noche con el público, cuando ya sentía los navajazos irremediables en el corazón, antes se habría despedido de sus otros dioses tutelares, dioses de cartón piedra y dioses de sangre, dioses de otra cultura, dioses asumidos porque no eran de su raza. El hijo de un español y una yucateca confundió a la eternidad haciéndose pasar por negro, cantando sus rituales como pocos, rey de la rumba del profundo cajón y del estentóreo pellejo animal, toque de santos y muñangas, que le entraron en la piel de indio sonriente desde aquel 6 de septiembre de 1912, en el barrio hirviente de Belén, Cuba, dónde está la loma a donde quieren llegar todos los soneros de estirpe, sencillamente, fue un hombre marcado por la gloria.
Cuentan sus más allegados, que era un fiel amigo en todos los momentos, pero en el cielo ya lo estaban esperando para reventar un bembé, Chano Pozo, su ambia de siempre en travesuras y juegas, el Benny con las manos untadas de aguardiente, Mario Bauzá sabio y callado, Machito eufórico y hasta Anselmo Sacasas, para sacarle al piano otros limpios destellos, aires dulces de guerra.
Fue chapistero de carros a una edad muy temprana en que se sueña mucho y se tienen todos las ambiciones y anhelos, subió su hambre adolescente a un ring de boxeo, y se mantuvo en pie durante 23 fieros combates.
Era un ser empecinado, legal, de los que dicen «Voy por ese trillo» y no paran por mucha maleza que aparezca, aunque haya fuego lo atraviesan, así aprendió guitarra, contrabajo y tres en el Sexteto Habanero Juvenil, allá por 1927, cuando su mundo, para el que irremediablemente estaba destinado, empezaba a ser mundo, sólo con 15 años.
Era el chévere de Cayo Hueso, el amigo de otros chéveres, sus moninas de gesto profundo, que veneraban el hiriente clamor de los tambores, pero sabían también callar y dolerse, cuando un bolero estremecedor le salía a Miguelito de la flor ensangrentada del corazón, el barrio le formó el gusto y los sentidos, y lo inició como uno de sus guerreros para que llevará a la inmortalidad todo su sabor y su angustia, fue «Cayo Hueso» quién le regaló su dominio de la voz y el conocimiento de sus raíces.
Cuando grabó Babalú*, tema que lo inmortalizó, el coqueteo afrocubano de Margarita Lecuona, estaba avisando que toda una cultura de mezclas y hervores se abría paso para que el mundo lo entendiera, lo hizo con la Orquesta Casino de la Playa, aquel taller de diamantes, en 1939, una fragua solidaria de hombres que respetaban la música, fue una versión inolvidable, un canto de oro que otras versiones no han podido empañar, ni siquiera la que le abrió las puertas de Holliwood y Nueva York, en 1941.
Miguelito Valdés ¡ Caramba ! Negro que no lo era, cubano hasta el tuétano bajo el cielo de Nueva York, La Habana o Bogotá, en el aire de México o Madrid, en Cayo Hueso, en la señal de la sed de otros hombres, era la voz libre que tuvo más orquestas para grabar todo lo que sentía, el amigo que todos soñamos tener.
Gracias a él, la infinitud de Chano Pozo se multiplica, pues le puso insuperable empeño a lo compuesto por su amigo de infancia, el tamborero asesinado era del mismo material de los cometas, pasan ardiendo y quedan con una cicatriz en la memoria y hacen un antes y un después, Miguelito Valdés, ¡ Caramba ! Otro de los pozos imperdonables e insondables de la cultura cubana que hasta hoy es totalmente olvidada….

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