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[REMEMBRANZAS] El Sanatorio Antituberculoso I La estructura del Sanatorio se o

[REMEMBRANZAS] El Sanatorio Antituberculoso

I

La estructura del Sanatorio se ofrece, bruscamente, en la totalidad de su imponente grandeza. Y durante algunos instantes permanezco en atónita contemplación. Enormes vigas de acero, afirmadas ya, dispuestas a una existencia centenaria, o todavía en el aire, en espera del remache sólido que ha de darles, en el último piso, estabilidad perdurable. Columnas encofradas, de formidable corpulencia, aptas para soportar una montaña. Gruesas placas monolíticas. Insignificancia de los remachadores, que en la altura, vistos al través de la urdimbre férrea como en una jaula, semejan pequeños macacos. Todo lo abarco de una ojeada. Y todo, toda la vasta mole de acero, madera y concreto, parece, gravitando sobre mí, ahogarme en una angustia de agobio. Pero de inmediato comienzo a recobrarme Apunta un sentimiento inédito en profundos estratos de mi espíritu. Y, a lo último, gratifico a la monumental estructura con una mirada de viril emoción y de orgullo humano.

Recapacito, en atormentado afán de análisis. Y percibo nítidamente, de súbito, la razón de mi actitud anímica respecto a la inmensa fábrica. No es, en última instancia, su tamaño lo que sobrecoge. No es su amplitud lo que suscita admiración. Ni siquiera el acierto indudable con que ha sido emplazada, para que imponga su señorío al paisaje, es lo que da pábulo al entusiasmo. Cuanto significa magnitud material no sería bastante para una impresión así, que acaba en plenitud de fervor. Entusiasmo y admiración, y aquel pasmo inicial que me dejó sin habla, nacen, más que por nada, merced al sentido simbólico que subconscientemente se otorga a la gigantesca estructura. Toda hazaña de hombre despierta recóndita resonancia de solidaridad en la simpatía de otro hombre. Y el Sanatorio de Topes de Collantes tanto como el sueño de un poeta desaforado, que se realiza en acero y hormigón, es el trofeo de una batalla tremenda. Batalla empeñada desde siempre, desde los albores de la vida humana, entre la naturaleza y el hombre. De una parte, la cosa bruta, ciega, amenazadora, que, para protegerse, se rodea de cumbres inaccesibles, de escarpados precipicios, de bosques espesos, casi impenetrables. Y en la parte adversa un junco débil: el junco pensante de Pascal, que, para someter al monstruo, no cuenta sino con la lucidez de su inteligencia. La lucha es difícil. Y para llevarla a término es menester agotarse en derroches de pasión, entusiasmo, fe, paciencia, tiempo y oro. Pero, al cabo, la inteligencia triunfa. Y su victoria es, como en esto caso, la armonización en justo acorde de dos grandezas: la cósmica -desorbitada y abrupta- de la naturaleza, y la del genio humano, concretada en una labor de ingenieros.

II

Cruza un auto envuelto en risas de mujer. Y por un segundo el paisaje, aligerando su majestuosidad solemne, se matiza de gracia frívola. Llega, un rato más tarde, con lentitud de paquidermo, el camión que habíamos dejado a la zaga, y que ahora, condescendiente, frena y se detiene en el camino, para dar paso a un arriero con sus bestias. Bestias de carga, con el lomo escondido, desde la cruz hasta las ancas, bajo la anchura del aparejo. Cinco mulos criollos, cortes de alzada, de húmedos ojos pensativos y diminutos cascos, que se hacen garras en los senderos arriscados.

Hasta no hace mucho tiempo eran tiranos únicos en la serranía. No había sino ellos para el contacto con la población. Pero la carretera, que ha subido la ciudad a la cumbre o ha bajado la cumbre a la ciudad, los destronó. No son imprescindibles ya, ni siquiera necesarios, los pequeños mulos criollos. Ahora la cabezada con adornos, toda cubierta de cintas policromas, que -símbolo de su jerarquía- luce el primero del arria, resulta ridícula, irrisoria como el cetro de un rey sin vasallos. Y acaso el mulito-guía lo sepa. Por su conducta se diría que lo sabe y que, por saberlo, sufre. Vuelve a media, recelosa y tímidamente, su cabeza oscura, apresura con inquietud el paso, deja resbalar una mirada de aceite sobre el camión de doce toneladas, nuevo señor de los montes, y sus ojos negros, grandes, profundos, se tornan pozos de tristeza.

III

El Sanatorio, de súbito, desaparece. Su aparición inesperada, cuando desemboca el auto de una Curva; su ocultamiento ahora: todo parece cosa de teatro, decoración previamente ensayada. El algodón de una nube lo ha recogido íntegramente en su regazo. Y la pesada masa de acero vive sólo auditivamente, merced a la isócrona crepitación de las re machadoras mecánicas. Pero los ojos ávidos quieren ser más lúcidos que nunca. Se tienden rectos, en una mirada dura de insistencia, y no descubren sino un merengue informe. La ausencia, por fortuna, es breve: no dura más que el tránsito de la nube. Y cuando ya empieza a germinar la duda de si todo ha sido una ilusión óptica, surge de nuevo la osamente de mamut, envuelta en la gloria de un sol radiante.

Reina un frío seco, agradable, que presta al ambiente la temperatura de un invierno templado. Atmósfera de cumbre, de aire limpio y ligero, lujosa de oxigeno, sabrosa al olfato y que se inhala ampliamente, gozosamente, con avidez de pulmones que, acaso, alientan la ilusión de conservarla en reserva, para renovar más tarde el medio enrarecido de la ciudad.

Atmósfera pura, atmósfera de salud, fría, seca, donde la temperatura, sin cambios bruscos, mantiene alerta su enemistad contra la pulmonía artera.

Atmósfera fría y refulgente, con neta y bruñida luminosidad de piedra preciosa. Fastuosidad de estuche regio, para que luzca su magnificencia un panorama de excepción. Primero que nada, el altiplano de Topes de Calientes, Meseta larga y anchurosa, teñida de sangre como un apasionado símbolo vital, de generosa amplitud: se diría creada en la aurora del mundo para juegos de dioses niños. Amparada por un círculo de montañas distantes, semeja un anfiteatro monumental bajo un celo de centinelas. El Pico de Potrerillo, frente de la Sierra, se yergue a la distancia para ceñirse un resplandeciente casco de cúmulos Las otras cumbres, junto a él, no son sino acólitos subalternos, infanzones de precario señorío. Inmersos en un halo blanquecino, gelatinoso, parecen presas de una medusa monstruosa, una medusa de tentáculos elásticos, translúcidos, que, al oprimir sus sienes de piedra, los disfraza de fantasmas. Abren anchamente, entro cada dos montañas, su río de claridad los desfiladeros. Y entre la meseta y el cresterío irregular, dentado, de la cordillera, se ofrecen cañadas como pañuelos y colinas suntuosas de vegetación. La gama del verde entona jubilosamente una sinfonía de triunfo. Verde oscuro, verde claro, verde olivo, verde jade, verde fantasmagórico que allá, en la lejanía, no se sabe si es verde c azul, vegetación o agua de mar. Verde botella de las ramas abuelas, que no tardarán en desprenderse, para rodar al suelo. Verde tierno, con gracia de sonrisa, de los brotes primaverales. Palmas jóvenes, rectas columnas de ceniza, casi de aluminio viejo, todavía sin las máculas del tiempo, que lucen la ufanía de sus pencas nuevas. Grandes helechos arborescentes, de la familia de las ciatáceas, con troncos escamases y anchas hojas flexibles, que remedan encajes burdos. Verdes de todos los linajes: verdes de todas las categorías, descompuestos en matices que nunca había yo sospechado, ni aún en los tubos de un Domingo Ramos ebrio de color. Y en medio de la desenfrenada orgía de verdura, salteados trozos yermos: islotes de chocolate perdidos en un océano inmóvil. Son antiquísimos potreros, abandonados de la mano de Dios, maltratados por la estulticia de los hombres. Potreros de cafetales que, por el 1850, eran minas de oro para Trinidad. Quemados y vueltos a quemar, víctimas de una inquisición perenne, la frecuencia de los incendios facilitó la obra erosiva de las tormentas pluviales, que, al fin, los han desposeído de su riqueza de humus. Ahora, con su carne de arcilla al aire, son estériles; no poseen sino un valor decorativo. Cuanto han perdido en utilidad, lo han ganado, sin embargo, en pintoricidad. Y con su empaste de ocre, carmelita y marrón, resultan bonitas manchas de color, que resaltan entre el tono amarillento-pajizo de pequeñas sabanas aisladas, en que impone su dictadura el espartillo, y el ver de maravilloso del resto, casi la totalidad, del paisaje.

IV

Me acerco a la monumental estructura, que parece animada por un impetuoso ritmo de creación. Y acude a mi memoria la inevitable imagen de la colmena. La anoto apresurado en mi carnet de apuntes. Pero sería imperdonable dejarla así, escueta y anodina, por pereza de imaginación. Jubilada ya por el abuso, exhausta como bolsillo de pobre, la metáfora meliflua no traduce adecuadamente lo que es Topes de Collantes, nombre con que, a la postre, ha de perdurar en el afán de síntesis del pueblo el Sanatorio Antituberculoso.

Colmena: sinónimo de espíritu laborioso. ¡Y cuán cierto que vive aquí un prodigio de laboriosidad! Pero existe, parejamente, tal simultaneidad en trabajos diversos, una multiplicidad tal de labores disciplinadas, que el enjambre queda en discípulo del hombre- Fiebre de trabajo. Urgencia y pericia, voluntad y técnica en armónica consonancia. Distribución del tiempo en forma perfecta, para que no haya brazo estéril, ni desierto de ocio, ni una pulgada ausente de la actividad humana. El ingeniero Rafael Garteiz, auxiliar del ingeniero Cristóbal Díaz, Director Técnico de las obras, y, además, diseñador de la organización para realizar los trabajos, distribuye y ordena un ejército de voluntades. Ejército de obreros, que antes, al hacerse las tareas de desmonte, de excavaciones y de cimentación, dirigió otro auxiliar de Cristóbal Diez: el ingeniero Juan Llinás. Quinientos obreros, que, simultáneamente, trabajan en acero, en madera, en hormigón, en ladrillo… «Armadores» hábiles, distribuidos en cuadrillas, envueltos en estrepitosas trepidaciones, arriesgan la vida, descuidados, sobre el remate de la estructura. Aún quedan viguetas de acero, multitud de viguetas, que no están sino atornilladas al sitio que, en definitiva, han de ocupar, y es menester acoplarlas, mediante sólidos remaches, al conjunto de la fábrica. Tal es la misión de los «armadores» que, habituados ya, inmunes al vértigo, se mueven en la altura con indiferencia de acróbatas… Legiones de albañiles -la cuchara en una mano y un cajoncillo de «mezcla» a los pies- se entregan a la faena de revestir con ladrillos el sótano. Otros, terminado ya el basamento de hormigón, concluidas también las resistentes placas monolíticas de la primera y la segunda plantas, han comenzado en la tercera la construcción del pavimento. Muchedumbre de carpinteros dan, a la altura del segundo piso, los toques finales al encofrado de las columnas. Y se lea ve clavar, con celeridad, los enormes ataúdes de madera, que, de un momento a otro, recibirán toneladas de concreto.

Toda la inmensa fábrica es un hormiguero de hombres. Hombres que, a la jineta sobre vigas, empuñan las pistolas de remachar, cuyas noventa libras de presión, implacables, hacen del acero una sustancia dócil. Hombres -peones de albañil- que portan al hombro ladrillos de color de sangre. Hombres de hinchados bíceps, que empujan carretillas de hierro, rebosadas de hormigón. Hombres que mantienen su atención en las mezcladoras de concreto: bocas voraces que, sin saciarse nunca, engullen continuamente cemento, arena, gravilla. Hombres en perenne vigilancia sobre los potentes wiches que, con fuerza de cíclopes, levantan las pesadas vigas. Hombres en los elevadores. Hombres en las calderas. Donde quiera que le mirada se posa, encuentra un hombre.

Y en relación con la cantidad de obreros se encuentra la de material que se consume. Se ven a un lado montañas de piedra picada, y al otro, elevadas tongas de sacos de cemento. Para la construcción de las andamiajes y los encofrados de las columnas ha sido menester, sin duda, arruinar un monte. Un tejar no está dedicado sino a satisfacer la demanda de bloques y ladrillos. Todo aquí es gigantesco; todo está fuera de lo cotidiana. Y si la observación visual es sustituida por el conocimiento estadístico, las cifras casi producen vértigo.

El Sanatorio, can capacidad para mil enfermos, tendrá, al terminarse, un peso aproximado de ochenta y siete millones, trescientos noventa y cuatro mil libras. Ha de ser una de los mayores de América. Y, desde luego, un blasón para Cuba. La formación de la planicie en que ha sido levantado significó la excavación de ochenta y seis millones, setecientos noventa mil quinientas libras de piedra y tierra. Y en proporción pareja está la suma de materiales empleados. Sólo para construir los pozos de cimentación, el afirmado de los terraplenes y los pedestales de las columnas, se gastaron cuatro mil doscientos metros de rajón vivo, cincuenta mil sacos de cemento, toda la arena de una playa. Cuanto al acero… Las estructuras empleadas arrojan un peso total de dos millones, quinientos treinta y seis mil kilos. Y ocho cuadrillas de «armadores» especializados han puesto, en conjunto, ochenta y dos mil remaches…

V

Escapo de la danza de cifras que producen vértigo. Tomo a sumirme en la morosa contemplación del paisaje. Medito… Mala política haber ubicado aquí, en Topes de Collantes, el Sanatorio Antituberculoso. Edificado no lejos de La Habana, hubiera captado la curiosidad, el aplauso de multitud de visitantes. Aquí, donde poca gente ha de admirarlo, resulta una propaganda mediocre. Mala política que constituye -¡calor de emoción produce reconocerlo!- una victoria de la piedad. Mala política que los enfermos de tuberculosis nunca habrán de agradecer bastante.

[«El Sanatorio Antituberculoso» en el libro «Días de Trinidad», escrito por Enrique Serpa y editado en mayo de 1939.]

Publicación de Trinidad Histórica y Legendaria
Compartido por Humberto Cardo





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