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Los enfermos de la Guerra de Cuba y los barcos de la muerte.

Los enfermos de la Guerra de Cuba y los barcos de la muerte.

Barcelona, 30 de enero de 1899. Atracaba en el puerto el Chateau Laffitte —de pabellón francés—, procedente de Cienfuegos (Cuba). El Chateau Laffitte había salido con un pasaje inicial de 1.264 personas: 76 civiles y 1.188 soldados de la Tercera —y definitiva— Guerra de Cuba (1895-1898); la inmensa mayoría, catalanes. Durante la travesía murieron 53 soldados que habían embarcado enfermos. Según la documentación del barco, sus cadáveres fueron lanzados en alta mar, para evitar el contagio a la tripulación y al resto del pasaje. El caso del Chateau Laffitte destaparía un escándalo que ya era un secreto a voces: la desidia intencionada del Gobierno, presidido por el liberal Práxedes Mateo Sagasta, en la gestión sanitaria de los soldados enfermos de la Guerra de Cuba.

En la Tercera Guerra de Cuba (1895-1898) la fiebre amarilla y el vómito negro masacraron las tropas del ejército colonial español. Según el investigador e historiador Francisco Romero Salvadó —profesor de la Universidad de Bristol— multiplicaron por cinco las bajas causadas por las balas y los obuses de los ejércitos mambí y norteamericano. El ejército colonial español sufrió 60.000 bajas: 10.000 caídos en acción y 50.000 por las enfermedades. La vacuna contra el tifus no aparecería hasta tres décadas más tarde, pero los norteamericanos aplicaron los métodos preventivos de Finley Barrés y de Matas (médicos cubano y norteamericano, respectivamente, y ambos de origen catalán) y con un ejército de volumen similar sufrirían 5.000 bajas: 3.000 caídos en acción y 2.000 por las enfermedades.

«Más se perdió en Cuba» es un dicho que tiene el significado de un epitafio. En Catalunya, una de cada veinte familias perdió a una persona (muerta o perpetuamente enferma). Esta cifra se duplicaba en las grandes ciudades del país (una de cada diez en Barcelona y en Reus) y era especialmente visible en los barrios obreros. En aquella época, la ley permitía (y promovía) la exención del servicio militar pagando a la hacienda pública española 1.500 pesetas (el equivalente a 50.000 euros). Por otra parte, las cifras de aquella tragedia sanitaria destapan la existencia de una opaca red de corrupción, dirigida por un contubernio de políticos y militares de la metrópoli, y militares y latifundistas de la colonia, que se alimentaba con los fondos públicos destinados a la manutención y a la sanidad de los soldados.

El gobierno Sagasta —y la trama de corrupción que se ocultaba tras el negocio de la Guerra de Cuba— temía que la suma de la repatriación masiva de los soldados supervivientes y de la contestación social a aquella tragedia pudiera derivar en una auténtica revolución. Y por eso, inicialmente, los supervivientes de aquella masacre fueron repatriados en cuentagotas. Los primeros catalanes de Cuba llegaron a Barcelona el 26 de septiembre de 1898 en el más absoluto anonimato. Eran 32 soldados: 2 voluntarios y 30 de leva. Fueron ignorados totalmente por las autoridades civiles y militares locales. En términos coloquiales, diríamos que en la Estación de Francia (llegaron en tren vía Cádiz y Madrid) no había «ni el gato». En el transcurso de las semanas inmediatamente posteriores, murieron 7 a causa de las enfermedades.

La cobertura mediática de aquel primer retorno fue extremadamente discreta. Como mucho, una paupérrima nota de prensa situada en los rincones de las páginas interiores. Sin embargo, pasadas unas semanas, aquella estrategia se les reveló agotada. El ejército español ya se había rendido (12/08/1898), y el presidente norteamericano, el republicano William McKinley, había sido informado de que los campos de prisioneros eran una tragedia: el Gobierno se había desentendido totalmente de sus soldados heridos o enfermos; y la única atención que recibían venía de los organismos internacionales. Entonces presionó a Sagasta para abrir una conferencia de paz con el propósito, entre otros, de obligar al Gobierno a repatriar a aquellos millares de prisioneros de guerra.

La Armada española estaba haciendo compañía al Maine (el primer barco hundido en aquella guerra). Y las grandes navieras españolas se pusieron de culo. La Compañía Transatlántica Española —dirigida por Claudio López Bru, marqués de Comillas— y la Naviera Pinillos —dirigida por Antonio Martínez de Pinillos— pretextaron que sus transatlánticos también se habían ido a hacer compañía a los peces. Un detalle que se revela, como mínimo, curioso, porque tan sólo diez años después Comillas pondría toda su flota al servicio del ejército español: transportaría a 9.000 reservistas catalanes a la Guerra de Marruecos (1909) para ocupar el territorio de la Cabilia que contenía las minas del Rif, adquiridas el año anterior (1908) por el mismo Comillas y su socio Romanones.

El gobierno Sagasta habría podido negociar el uso de la flota norteamericana para la repatriación. De hecho, en la firma del Tratado de París (10 de diciembre de 1898) acabaron indemnizando a los yanquis la cifra que les exigieron: 400 millones de dólares (diez veces el déficit público español). Pero los perfiles de aquel gabinete difícilmente no invitaban a nada bueno. Por ejemplo, en el transcurso del conflicto, el general Ramón Auñón Villalón, ministro de Marina, había acumulado una esperpéntica suma de despropósitos, especialmente en Santiago de Cuba (3 de julio 1898): había ordenado a los barcos de madera españoles abordar los acorazados metálicos norteamericanos. Lo justificó como «una cuestión de honor» que se saldó, por el lado español, con 343 muertos, 151 heridos y 1.889 prisioneros.

Precisamente, el pasaje del Chateau Laffitte procedía del campo de prisioneros de Santiago de Cuba. Sin embargo, el gobierno Sagasta confió la repatriación a compañías navieras de saldo —de pabellón francés y alemán— sospechosamente relacionadas con los negocios de exportación de vino de Jerez participados por Juan Manuel Sánchez y Gutiérrez de Castro, duque de Almodóvar y ministro de Estado. Aquellas ratoneras no serían más que la puntada que remataba aquella tragedia. La prensa de la época (La Vanguardia, 31/01/1899) describe el Chateau Laffitte como un auténtico barco de la muerte: “Los soldados eran inmundos depósitos de escuálidos muchachos… y cuentan que la muerte misma les ha ido haciendo sitio por el camino. Cincuenta y tres cadáveres fueron arrojados al agua”.

En el Chateau Laffitte, como cualquier barco de la muerte, al margen del rancho, se especulaba con los alimentos básicos: “Detalle que confirmaron todos los repatriados enfermos, relativos a los precios que imperaban en la enfermería: un vaso de agua sucia, una peseta, y pocos días antes de tocar en Santa Cruz de Tenerife, dos pesetas; seis higos, tres reales, un pan, seis y una botellita de leche, cinco pesetas”. En 1899 el salario base diario estaba situado en torno a las 3 pesetas; por lo tanto, en el Chateau Laffitte, un indecente menú consistente en un trozo de pan, seis higos, un vaso de agua sucia y una botella de leche (a la salud de Almodóvar) costaba el equivalente a 100 euros que los soldados —los que podían— tenían que pagar de su bolsillo.

La prensa reveló que el Chateau Laffitte no era el primer barco de la muerte que atracaba en el puerto de Barcelona. Pero sí que era el más grande, y eso provocaría una oleada de indignación que destaparía el escándalo: “Los que traen los vapores extranjeros (…) absolutamente todos vienen quejosos de la manera como se trata á los enfermos, precisamente á los que más cuidados requieren (…) creen que los que entran en la enfermería no han de llegar á tierra para contarlo”. Sagasta no dimitió. Y paralelamente, la prensa de Madrid (5 de octubre de 1898) pondría todas las máquinas a fabricar una intensa campaña de descrédito contra la burguesía catalana (acusándola de enriquecimiento ilícito durante la guerra), y contra la reivindicación autonomista catalana (acusándola de antipatriótica y de antiespañola).

Marc Pons
Barcelona. Domingo, 29 de marzo de 2020. El nacional.cat





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