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El General Maximo Gómez falleció el 17 de junio de 1905 en la casa de Calle 5a y D en el Vedado a los 69 años.

A las 11:30 de la noche de ese día, el Senado de la Republica, en Sesión Extraordinaria, declaraba luto nacional los días 18, 19 y 20 de junio, y establecía que los cuerpos armados guardaran duelo oficial durante nueve. Disponía que las honras fúnebres tuvieran carácter nacional y votaba un presupuesto de hasta 15 mil pesos para los gastos del sepelio.

El cadáver sería trasladado al Salón Rojo del Palacio Presidencial (antiguo de los Capitanes Generales) y se le tributarían al difunto las honras correspondientes a un Presidente de la República.

Poco después se reunía la Cámara de Representantes y aprobaba, también por unanimidad el proyecto del Senado que, sancionado por Estrada Palma, se convertía en ley y se publicaba de inmediato en una edición extraordinaria de la Gaceta Oficial.
Mientras, el Presidente de la República daba a conocer una Proclama al país:

“El mayor general Máximo Gómez, General en Jefe del Ejército Libertador, ha muerto. No hay un solo corazón en Cuba que no se sienta herido por tan rudo golpe; la pérdida es irreparable. Toda la nación está de duelo, y estando todos identificados con el mismo sentimiento de pesar profundo, el Gobierno no necesita estimularlo para que sea universal, de un extremo a otro de la Isla, el espontáneo testimonio, público y privado, de intenso dolor”.

Se difunde la noticia. Cuba entera está de luto. Consternado, el pueblo llora y se aglomera frente a la casa.
A la hora convenida, los hijos de Gómez —Máximo, Urbano, Bernardo y Andrés— cargan el féretro en hombros y lo sacan a la calle para trasladarlo al Palacio Presidencial.

Alli cubren el ataúd, en el Salón Rojo, con las banderas de Cuba y de Santo Domingo. Acude el Gobierno en pleno, se hacen presentes los parlamentarios, altos oficiales del Ejército Libertador y el pueblo, que comienza un desfile interminable.

Cada media hora, durante tres días, disparaba el cañón de la fortaleza de La Cabaña; y cada hora tañían las campanas de los templos. Cerrados los teatros, las oficinas, los establecimientos, ofrecían las calles llenas de colgaduras negras y banderas enlutadas, un aspecto extraño con las multitudes convergiendo hacia el Palacio.

La Isla quedó paralizada.

A las tres de la tarde del martes 20 de junio, al toque de 21 cañonazos, sale el cortejo fúnebre desde el Palacio Presidencial con destino a la Necrópolis de Colón. Es el sepelio más grande que se haya visto en Cuba hasta ese momento.
Veinte carruajes y dos largas hileras de personas se requieren para trasladar las ofrendas florales. Hay alteraciones del orden en Galiano y San Rafael y en Reina y Belascoaín porque la multitud insiste en llevar el féretro en hombros. Por suerte, los ánimos se calman cuando José Cruz y Juan Barrena, los cornetas de siempre del General, tocan silencio y generala, el toque que tantas veces acompañó los combates en la manigua insurrecta. Los generales mambises Bernabé Boza, Emilio Núñez, Pedro Díaz y Javier de la Vega sacan el ataúd del carruaje que lo condujo a la Necrópolis y lo depositan en la fosa.

No hubo despedida de duelo.





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