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Teatro Alhambra en la Habana “¡Pero qué timbales tiene el Alambra!” En el Tea

Teatro Alhambra en la Habana ❤️❤️❤️❤️

“¡Pero qué timbales tiene el Alambra!”

En el Teatro Alhambra surgieron muchos géneros musicales. El bufo y la comedia alcanzaron fama incalculable.

El Teatro fue fundado, el 13 de septiembre de 1890 en el cruce de las calles Consulado y Virtudes, en pleno corazón de la Ciudad de La Habana, el teatro “Alhambra” era un caserón de una sola planta, propiedad de un emigrado catalán, al parecer no muy afortunado en sus empresas comerciales: José Ross. Lo primero que se le ocurre para ocupar el espacio que le quedaba libre a su taller de herrería fue instalar un gimnasio, más tarde lo convirtió en un salón de patinaje y, finalmente, por sugerencia de un coterráneo, en un teatro.

El Sr.Ross se lo planteó como un teatro de verano a la usanza de Madrid, donde estrenaba obras del llamado género chico, zarzuelas, entremeses y obras de menor envergadura. Muy cerca tenia la competencia el teatro Albisu, y aunque para su inauguración lo anunciaron en los periódicos como un sitio más fresco y más bonito que el edificio rival, la propaganda no valió de mucho. El nuevo teatro fue un fracaso por casi diez años y casi a punto de cerrar apareció quien fuese su salvador :Federico Villoch.

Villoch era un libretista ya famoso cuando llegó al Alhambra. Proveniente del teatro Martí, traía consigo un grupo de profesionales que lo secundaban en todos sus proyectos: el escenógrafo Miguel Arias y el actor José López Falco. Ellos no inventaron el bufo cubano, pero lo llevaron hasta la cumbre en aquel local que para siempre quedó como abanderado del género en Cuba.

Se les fueron sumando otros actores y personal de teatro, como Regino López, su hermano Pirolo y cinco generaciones de los célebres Robreño, también llegados de Cataluña, familia que tan importante papel ha jugado en la historia de la cultura nuestra. Les seguirían Acebal y años después el inigualable Enrique Arredondo, el rey del bufo y uno de los más grandes actores cómicos del país.

Villoch escribió alrededor de cuatrocientas obras, entre sainetes, operetas, parodias, revistas y zarzuelas, algunas muy recordadas, como “La isla de las cotorras”, “La danza de los millones”, “La República Griega”, “La casita criolla” y “El rico hacendado”. A partir de la llegada de Villoch comenzó en el Alhambra la temporada más larga del mundo, que se extendió desde 1900 hasta 1935. Por sus tablas desfilaron cada noche el negrito, el gallego y la mulata, secundados por coros y cuerpos de bailes, y todos, con el mayor desparpajo, regalaban a un público exclusivamente masculino un variadísimo registro que iba desde las más picantes monerías de las bellísimas y muy atrevidas vedettes hasta la más encarnizada sátira política, verdadera crítica social disfrazada con los cascabeles de la carcajada.
Entre sus visitantes más ilustres estuvieron Rubén Darío, Blasco Ibáñez, Valle Inclán, Jacinto Benavente y García Lorca, por solo mencionar un grupo de nombres representativos en una lista que fue larga.

En el Alhambra se representaron más de cinco mil piezas, todas costumbristas y de gran arraigo popular. Dividida entre la elegante platea y el modestísimo lunetario, una desaforada multitud de varones (en la que no faltaban unas poca damas osadísimas que se disfrazaban hasta con bigotes para poder asistir al espectáculo, el público varonil aplaudía con arrebato a sus vedettes favoritas o silbaba con el mismo vigor a las que ya mostraban carnes algo envejecidas; reía con las picardías del negrito y el gallego; vitoreaba fogosamente a la mulata y hasta se enzarzaba en peleas de bandos cuando la actualidad se adueñaba del escenario, como en el espectáculo que aparece en el filme, “La isla de las cotorras”, sátira que aludía a la llegada de un funcionario norteamericano mal visto por los cubanos que ansiaban la independencia política de Cuba.

Los libretos de las obras representadas resultaban muy atractivos. Los actores y actrices, aunque pertenecientes al género cómico, eran sumamente talentosos, y las mujeres, tanto las solistas como miembros del cuerpo de baile, rebosaban atractivo físico y gracejo popular. El vestuario y las escenografías eran costosos y de buen gusto y diseño, y estaba el especial encanto de la música, que se introdujo al comienzo en forma de guarachitas que actuaban como las actuales cortinas radiales. Pero con el tiempo el teatro llegó a contar entre sus compositores e intérpretes musicales a relevantes figuras de la época, músicos de la talla de Marín Varona, Manuel Mauri y Rafael Palau, quienes escribieron partituras para sainetes, operetas y zarzuelas.

Fué en 1911 que se incorpora el entonces joven compositor Jorge Anckermannn, el más fecundo de su época, con más de tres mil piezas de su probada autoría. Y con su llegada la música se convirtió en el elemento de más importancia en el espectáculo. Ackermann, creador de la primera guajira, “El arroyo que murmura”, que tuvo su estreno mundial en la obra “Ni loros, ni gallos”, también llegó a crear un género de su invención, el tango-congo, que inició con la obra “La casita criolla” y llegó a ser muy popular. Lo interpretaba la actriz y cantante Blanquita Becerra y contenía el conocido estribillo: “Tumba la caña / anda ligero/ que ahí viene el mayoral/ sonando el cuero”.

El Alhambra fue un exponente del arte dramatúrgico cubano, en él surgieron nuevos géneros musicales y el bufo y la comedia alcanzaron alturas inestimables. Fue también una escuela rigurosa para los profesionales más jóvenes que allí trabajaron. Por todo ello constituye un hito en la historia de la cultura nacional.

Y tuvo el Alhambra el final melodramático de una gran vedette de vaudeville: malherido por la llegada del cine sonoro, el machadato y la tremenda crisis económica que desencadenó en el país, una noche se desplomaron con estrépito el pórtico y parte del lunetario. Pero también, como en toda farsa, hubo en este suceso detalles de gran vis cómica: los timbales de la orquesta fueron hallados por los bomberos a la mañana siguiente sepultados entre los escombros, pero estaban sanos y conservaban extrañamente impecables el brillo de sus metales, lo que hizo exclamar a uno de ellos:
“¡Pero qué timbales tiene el Alambra!”



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