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Fredrika Bremer: Cartas desde Cuba.

Fredrika Bremer: Cartas desde Cuba.😊

De imprescindible en la historiografía cubana, pueden calificarse los cien días de estancia en Cuba de la escritora sueca Fredrika Bremer, nacida en Finlandia en 17 agosto 1801, cuando esa región era una provincia sueca.
Autora de La casa, La familia H, El presidente y sus hijas, La vida de los hermanos, Los Vecinos, Nina, y otras obras en las que casi siempre el tema principal es la desventaja de las mujeres frente a los hombres. Viajó por muchos países de Europa y África y recibió la Medalla de Oro de la Academia Sueca.
Llegó a La Habana el 31 de enero de 1851, estuvo en contacto con gente de todas las clases sociales, visitó y dibujó los más importantes lugares de la capital, San Antonio de los Baños, Guanabacoa y El Cerro.
Luego viajó a Matanzas, visitó ingenios, barracones de esclavos, plantaciones de café y de caña de azúcar, participó en fiestas populares y vio como era la vida del campo.
Mas tarde fue al Valle de Yumuri, donde dibujo árboles y casas, del cual dijo que era el lugar del mundo donde los animales y las plantas se besan.
Después visitó Cárdenas, Camarioca y Limonar, y de este último sitio escribió: “Las finquitas con chozas de corteza de árbol y techo de guano, son un mínimo paraíso terrestre”.
Federica Bremer falleció en Estocolmo 31 de diciembre de 1856, y su obra mas conocida es Herta o La historia de un alma.
Y yo le recomiendo para que disfruten de una lectura amena e instructiva, Cartas desde Cuba, de Fredrika Bremer, publicada por la Fundación Fernando Ortiz, en el 2002.

Hija del Aire
CARTAS DESDE CUBA, UN LIBRO DE GRAN VALOR PARA COMPRENDER LA CUBA COLONIAL
Gina Picart Gina Picart
hace 7 años
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Muchos viajeros europeos y del Nuevo Mundo visitaron Cuba en tiempos de la Colonia. Hoy, algunos de los libros que escribieron sobre su estancia en la Isla son casi imposibles de encontrar. No hay un solo testimonio consignado por estos hombres y mujeres que no resulte interesante para un lector, en especial si es cubano, porque todos muestran una imagen del suelo patrio percibida por ojos que venían de tierras lejanas. Para ellos Cuba era un lugar exótico, y casi todos coincidieron al calificarla de Edén, aunque muchos, de religión protestante, fueron particularmente reacios al espectáculo de la esclavitud y vieron con disgusto, desde la austeridad de sus costumbres luteranas, el fasto desmesurado de los hacendados criollos y de las grandes familias españolas residentes en Cuba.

Entre todos estos viajeros resulta particularmente interesante la sueca Fredrika Bremer, por su condición de mujer, su procedencia de una familia perteneciente a la alta nobleza sueca y propietaria de castillos, por su espíritu ilustrado y su amplia cultura, por su

otra fredrika pensamiento libertario y su fuerte personalidad. Y sobre todo, porque su libro Cartas desde Cuba fue publicado por la Fundación Fernando Ortiz y resulta más accesible al investigador que otras fuentes.

Me interesa también de Fredrika su mirada objetiva, desprejuiciada, valiente y, en especial, el que no adorne lo que ve con pinceladas de romanticismo bucólico. Quizá porque amaba la pintura y el dibujo, Fredrika tiene un modo de mirar que se parece a la frialdad de una cámara fotográfica: capta simplemente lo que hay, sin añadidos ni distorsiones, y con total realismo. Habló en su libro de temas muy variados , y uno se sorprende al ver todo lo que podía llamar la atención de un extranjero en Cuba, mientras los criollos se quejaban sin cesar de aburrimiento, tedio, monotonía y falta de motivación, tuvieran o no fortuna.

Un aspecto muy interesante de las observaciones de Fredrika sobre la vida en la siempre fiel Isla de Cuba se relaciona con el tema de la esclavitud, que ella censuraba y rechazó con toda la vehemencia de su temperamento independiente y valeroso. Hace años que mis estudios en torno a la forma que tuvo la esclavitud en Cuba me han llevado a pensar que cuando se habla de ese fenómeno social en esta tierra, no se habla de algo único, sino de un proceso que tuvo varias facetas, así como también varias etapas; que no hubo en Cuba una, sino varias formas de esclavitud. He comprobado, como probablemente cada uno de nosotros lo ha hecho a lo largo de su vida, que la mayoría de los cubanos, en especial los cubanos no blancos, tienen una idea sobre la esclavitud que carece absolutamente de matices y que en muchos aspectos no coincide con la realidad. La esclavitud que tenemos en mente, la esclavitud de las plantaciones de caña, ingenios y cafetales, fue solo uno de sus rostros, el más cruel. Ni todos los esclavos vivían en plantaciones, ni todos iban al cepo ni todos trabajaban hasta morir al pie de amos que los maltrataban y torturaban por puro placer, ni todos los blancos eran negreros y esclavistas, y muchos negros y mulatos libres también fueron dueños de esclavos. La esclavitud no tiene justificación y ningún argumento podría menguar la ignominia, el crimen de lesa humanidad que ella significa, pero la sociedad en Cuba necesita unidad, y quienes ponen empeño en alimentar rencores antiguos —no siempre basados en hechos objetivos— hacen más daño del que hicieron los amos y mayorales en su momento, pues aquellos fueron tiempos de forja de nación, mientras estos son tiempos de mantener lo que entonces fue logrado.

Por eso conviene a los cubanos conocer en mayor profundidad el fenómeno de la esclavitud en nuestro país, y para ello resulta de gran ayuda este epistolario de Fredrika Bremer, pues cuando las escribió, venía de Londres y los Estados Unidos y había visto mundo ya, tenía puntos de referencia para comprender lo que estaba presenciando en tierra cubana mejor que nosotros hoy, que solo tenemos conocimiento de aquella época por los libros escolares, las crónicas y otras fuentes históricas, y la información que recibimos a través de los medios de difusión. Fredrika vio, y no fue mujer que se dejara engañar por trucos baratos. Podemos fiarnos de lo que cuenta, y aunque nunca debemos conformarnos con un solo testigo de la Historia, cada aporte enriquecerá nuestra concepción de nosotros mismos y de nuestros orígenes. Procurar ese conocimiento me parece un deber no solo de los cubanos, sino de todos los seres humanos para con sus patrias y su pasado.

Algunas páginas y apuntes de Fredrika merecen ser reproducidos para ampliar su difusión entre quienes no hayan podido leer su delicioso libro. Los copio aquí por si consiguen ser de utilidad a lectores deseosos de ampliar su perspectiva de la historia nacional. Y aprovecho de paso para comentar que ni siquiera en Roma, el más cruel paradigma de la formación socioeconómica esclavista, la esclavitud fue una sola ni igual para todos los esclavos. Los romanos no tenían que comprar sus esclavos, los obtenían fácilmente en sus guerras de conquista y por otros métodos que incluían, inclusive, el alquiler de un ciudadano romano como esclavo, y hasta como gladiador, por su propia voluntad y durante un breve período de tiempo, con el objetivo de ganar dinero para pagar sus deudas. Para un amo romano un esclavo no valía gran cosa. En las Antillas, tan alejadas de las fuentes naturales de obtención de hombres destinados al trabajo esclavo, cada “pieza” resultaba una compra costosa y no tan fácilmente sustituible, por lo que era considerada un bien de necesaria preservación, y la gran mayoría de los dueños de esclavos estaban más interesados en que estos vivieran en salud el mayor tiempo posible que en exterminarlos con abusos sádicos. No todos eran dementes perversos como aquel Jacinto Tomás que lanzaba sus jaurías sobre mendigos y lisiados, a quienes previamente había atraído a los patios de su residencia con la promesa de un suculento banquete. Pero oigamos a Fredrika, que resultará, sin duda, más interesante que escuchar a quien esto escribe. He aquí la descripción de un baile de negros presenciado por ella en El Cerro de 1851:

Al mediodía, escuché desde varios puntos el ritmo vivo del tambor africano, no muy diferente del ritmo que hacen los trillos en las granjas de nuestro país; solo que aquí hay una vida mucho más animada. Era la señal de que los negros libres tenían sus bailes en los lugares de reunión de la comarca. Mi anfitrión tuvo la amabilidad de acompañarme a uno de estos, muy cerca de nuestro Cerro. Allí, en una habitación parecida a la gran sala de una hostería de nuestro país, vi a tres negros, desnudos de la cintura para arriba, con figuras y rostros enérgicos y salvajes, golpeando los tambores con una animación igualmente enérgica. Los tambores estaban hechos de troncos de árboles huecos, con una piel tensa encima. Los negros golpeaban la piel tensa, en parte con palillos y en parte con las manos. —pulgares y manos—con una habilidad maravillosa, una perfección artística salvaje, o más bien diría, un arte natural perfecto. Golpeaban los tambores como la abeja zumba, o el pájaro canta o el castor construye su vivienda. Compás y ritmo, que a veces cambiaban, eran extraordinarios. No se puede imaginar una energía animada más perfecta en su naturalidad y en el compás desigualmente igual. Mantenían los tambores sobre las rodillas. En las muñecas llevaban grandes esferas, llenas de piedrecillas u otros objetos que sonaban, decoradas por el exterior con manojos de plumas de gallo. Lo principal parece que era conseguir todo el ruido posible. Había algunas parejas que bailaban, damas de diferentes tonos de color, enfundadas en harapientos atavíos y tocadas con atuendos de colores chillones, y hombres negros sin adornos y casi sin ropas en la mitad superior del cuerpo. Un hombre tomó a una mujer de la mano y comenzaron a bailar. Ella giraba sobre un mismo lugar con los ojos bajos; él daba vueltas a su alrededor con una gran cantidad de cabriolas tiernas; entre ellas las volteretas y saltos más exaltados imaginables, que eran dignos de admiración por su audacia y agilidad. Otros negros daban gritos de cuando en cuando y golpeaban las paredes y puertas con bastones. Los negros que tocaban el tambor sudaban y parecían desesperadamente afanosos. Como la sala comenzó a llenarse de gente, no quise detener más tiempo allí a mi anfitrión. […] Mientras regresábamos, por varias partes oímos el sonido brutal de los tambores. Pero son solamente los negros libres de la isla los que celebran en este tiempo sus danzas. En las plantaciones se muele la caña de azúcar todo el tiempo durante “la seca”, y los esclavos negros no pueden bailar ni apenas dormir. Pero en Cuba hay una gran cantidad de negros libres.

Fredrika, sagaz, no deja de percibir la influencia que la cultura africana va ganando lentamente entre los blancos de Cuba, y que no se limita únicamente al ámbito de los ritmos y bailes, sino que se infiltra silenciosa, pero implacablemente en la vida espiritual de los cubanos. Sobre su participación en una procesión religiosa un Domingo de Resurrección, escribe:

Anteayer por la tarde contemplé la procesión desde un balcón, en casa de una pareja de americanos conocidos míos, en la Plaza de Armas. Con vestidos de baile, damas blancas, morenas y negras, acompañadas de sus caballeros, llenaban la plaza desde muy temprano por la tarde, y se paseaban a placer, charlando y riéndose. Las mulatas se caracterizaban especialmente por su ostentación, por sus flores brillantes y por los adornos que llevaban en la cabeza y al cuello, mientras se contoneaban con su estilo de pavos reales. Se veía que la gente esperaba un gran espectáculo. Y este se produjo, efectivamente, en el crepúsculo, a la luz de las antorchas.

La imagen de Cristo yacente era conducida sobre un lecho de aparato, bajo una enorme araña de cristal que iluminaba el noble y pálido rostro de cera. Detrás conducían a María, que venía llorando, vistiendo un manto de terciopelo con bordados de oro y llevando una corona dorada en la cabeza. La otra María y María Magdalena también tenían puestos magníficos trajes. La procesión era larga y no carecía de pompa ni de dignidad. Entre los participantes observé una gran cantidad de negros que llevaban grandes telas blancas sobre el pecho y los hombros. Me dijeron que pertenecen a una especie de secta fracmasónica que se adhiere a la Iglesia realizando obras de caridad, visitando los hospitales, etc.

Miles de personas alborotaban alegremente en la plaza y por las calles , especialmente los negros que iban vestidos con todos los colores del arco iris. Era un espectáculo brillante, pero no se podía imaginar nada que fuera menos apropiado para la ocasión. Ni un hálito de seriedad parecía tocar a aquella multitud. ¡Se veía claramente en esta procesión que la religión ha muerto en Cuba!

Unas pocas páginas después, Fredrika cuenta su visita a un cabildo de nación, fenómeno que parece casi imposible para que lo protagonice una mujer y, además, extranjera. Sin embargo, ella lo logró, lo que constituye toda una hazaña en la Cuba de aquella época, y nos dejó un testimonio invaluable:

[…] Me había puesto de acuerdo con dos caballeros norteamericanos para visitar juntos los “cabildos de negros” o salas de reunión de los negros libres en la ciudad. El ir allí sola era imposible para mí, ya que yo no sabía español. Ambos caballeros se ofrecieron para escoltarme, y el señor C., que habla español como un nativo, se encargó de conseguir que entráramos, porque los negros libres, en general, no permiten que las personas blancas estén presentes en sus reuniones, y no son, ni mucho menos tan pacientes ni están sometidos a tanta coerción como en los Estados Unidos […] Nos encaminamos a la zona donde los negros tienen sus cabildos. Ocupan toda una calle, cerca de una de las puertas de consumos de la ciudad. Un lado de la calle lo constituye la muralla de la ciudad, y del otro se alza una pared, ras la cual están de tarde las salas de los negros. Todo el lugar está lleno de negros, unos disfrazados con cintas y cascabeles, y otros bailando parados en grupos aquí y allá.. Era un desorden salvaje pero no violento; y a través de él se oía desde varias partes el alegre ritmo de los tambores africanos. A la puerta de las diferentes salas había grupos de hombres blancos, la mayoría de los cuales, al parecer, eran marineros que trataban de ver algo desde fuera, ya que no les permitían pasar. A la puerta había un par de negros con bastones en la mano que impedían la entrada con seriedad amable, y no dejaban que la puerta estuviese abierta más que a medias. En el cabildo de los lucumíes el señor C. logró meter la cabeza con alguna dificultad y pedir permiso para que “la señora” entrase. Algunos negros se asomaron, y cuando vieron mi sombrero, el velo blanco y las flores que me pongo aquí mucho más que en Suecia, se mostraron amables, permitieron el acceso por “la señora, la bonita”, y a los caballeros que me acompañaban se les dejó también entrar, pero inmediatamente cerraron el camino a otros muchos que querían acompañarnos.

Nos ofrecieron sillas para sentarnos no lejos de la puerta; nos presentaron al rey y a la reina de la reunión, que nos hicieron gestos amables, y nos dejaron después en paz para poder ver las cosas.

La sala era bastante grande y podía contener unas cien personas. En la pared que estaba frente a nosotros habían pintado un trono con la corona y el dosel encima. Eran los sitios del rey y de la reina del cabildo. El baile propiamente dicho se hacía delante de ese estrado. Una mujer bailó sola bajo un palio que llevaban cuatro personas.. Debieron encontrarle gran encanto a su danza —que no era muy diferente de las de las negras que ya he descrito, porque le habían colgado varias prendas de ropa y también le habían colocado un sombrero de hombre. Las mujeres bailan aquí unas con las otras y los hombres unos con los otros. Algunos daban golpes con los bastones en las puertas y en los bancos, otros con güiros llenos de piedrecitas, y los tambores resonaban con fuerza ensordecedora. Trataban de hacer evidentemente el mayor ruido posible. En medio de todo ello apareció una figura desnuda de medio cuerpo para arriba, con una falda y un gorro de color negro escarlata, y con gran cantidad de hileras de cuentas brillantes que le cubrían el pecho, los brazos y la cintura. Esta figura, en torno a la cual formaban doble fila, se acercó a mí haciendo reverencias, durante las cuales se podía ver moverse la parte superior de su cuerpo formando pliegues, como si fuese una culebra. En medio de estos movimientos ondulantes se quedó parado ante mí; yo no sabía muy bie si me invitaba o si trataba de decirme algo con aquellos gestos amables, aquellos saltos y las grandes manos negras extendidas. Finalmente, él y otros dijeron: “¡Por la bonita!”, y yo comprendí que la figura disfrazada me expresaba un cumplido. Le contesté dándole la mano y poniendo en ella una moneda de plata. Después intercambiamos muchos ademanes amables, mi bailarín dio una vuelta moviéndose como una serpiente y reanudó la danza él solo, al parecer con gran aprobación de los que le rodeaban.

En los bancos había una gran cantidad de negros sentados, con aspecto muy serio y decente. Los lucumíes tienen por lo general un rostro ovalado bello, frentes y narices buenas, bocas bien formadas y hermosos dientes. Ofrecen un aspecto menos vivo y alegre que las otras tribus de negros; pero, según parece, tienen más carácter e inteligencia. Se considera que el grupo es rico por sus grandes ganancias en la lotería, y parece que emplean ese dinero en forma noble, comprando la libertad de varios esclavos pertenecientes a su tribu.

Estos cabildos, como ya he dicho, se gobiernan por reinas, una o dos, que son las que en realidad deciden las diversiones y disponen sobre el estilo y la extensión de las mismas; tienen derecho a elegir un rey que se ocupa de las cuestiones económicas de la sociedad, y que tiene a sus órdenes un escribano y un maestro de ceremonias. Este último me entregó una pequeña tarjeta impresa que me permitía la entrada al cabildo de “Nuestra Señora Santa Bárbara de la nación lucumí, Alagua”.

Una vez recibida esta y luego de haber contribuido a la caja de la sociedad con una pequeña suma, nos retiramos para visitar otros cabildos. Y por todas partes fueron lo suficientemente corteses como para permitirla entrada a “la señora, la bonita”, y a sus acompañantes.

… En un cabildo de gangás me recibieron ambas reinas, dos muchachas negras espléndidamente ataviadas, con un gusto perfectamente francés en sus vestidos de gasa rojo pálido, y con bellos ramilletes de flores artificiales en el pelo y en el pecho; ambas fumaban cigarrillos. Me condujeron amablemente, cada una por una mano, me sentaron entre ellas y continuaron fumando con seriedad española […] En la pared de enfrente había, muy bien pintado, un gran leopardo, probablemente el símbolo de la nación. También había en la sala algunas imágenes y símbolos católicos. Vi moverse grandes grupos de mujeres en una especie de baile como de rana galvanizada [… Parecía la expresión de cierta satisfacción animal; también era como si buscaran algo en la oscuridad […]

En un cabildo de congos volví a ver el baile del Congo, semejante al que había visto en el barracón de Santa Amelia, y un baile que parecía una mezcla de danza hispano-criolla yuca y del baile del Congo. En estos últimos bailes hay mucha más vida que en los otros, mucho más arte y espíritu poético. El símbolo pintado en la pared de esta habitación era un gran sol con rostro de persona. También allí había, además, varios símbolos e imágenes cristianos. Pero aún los africanos cristianizados y los verdaderamente cristianos conservan aquí algo de la superstición de su país natal […] Otros tres cabildos a los que entramos no ofrecieron nada nuevo de interés, y finalmente me sentí cansadísima.

Con respecto a la vida de la población negra en la Cuba de 1851, de la que fue testigo Fredrika Bremer en su libro Cartas desde Cuba, ya solo me interesa citar un último fragmento:

Durante mis paseos por La Habana he tenido siempre el placer de contemplar a la población negra, que me ha parecido más libre y mas feliz que en los Estados Unidos. Aquí se ve, mas a menudo que allí, a los negros y a los mulatos ejerciendo el comercio, y sus mujeres, por lo general, están muy bien vestidas y son elegantes. En las espléndidas calles se ven no pocas veces, a mulatas con flores en el cabello y con sus familias, paseándose en una forma que denota bienestar y libertad.

No me parece necesario dedicar comentarios por separado a todas las observaciones de Fredrika que aparecen en el texto sobre los negros y mulatos cubanos, porque en esas páginas aparecen consignadas de un modo muy claro e ilustrativo, acompañadas, incluso, por valoraciones de la autora que van mucho más allá de la mera observación, así que una lectura atenta y desprejuiciada revelará, ante los ojos de quien sea capaz de hacerla, una población no blanca que vivía una vida no precisamente caracterizada por las agonías del sufrimiento, y ni siquiera por la nopstalgia, aún a pesar de la dura sombra que la esclavitud ha arrojado siempre sobre sus víctimas desde el comienzo del mundo.

Para terminar este trabajo, en el que me hubiera gustado poder incluir fragmentos de libros de otros viajeros sobre la esclavitud en Cuba, como por ejemplo, del norteamericano Roland T. Ely, (imposible por falta de espacio), solo me resta insistir en que mi objetivo no consiste en dulcificar la imagen de la esclavitud y los padecimientos del esclavo, muy bien descritos en documentos de época, testimonios y novelas del período romántico, como Caniquí o El negro Francisco (donde se solía cargar tintas con fruición sobre objetivos dramáticos en pro de la defensa del abolicionismo, tan caro a una buenaparte de los hacendados cubanos tras la maquinización de los ingenios). Mi objetivo es contribuir a una mejor comprensión de la esclavitud, a que no sea vista como un fenómeno de odio racial que afligió a la población no blanca del Caribe, sino como una formación socioeconómica que en nuestra isla revistió múltiples facetas, y que, por cierto, se dio en esta tierra en una forma mucho menos cruenta que en otras colonias de España y Francia y en los Estados Unidos. La vida del negro cubano, incluso del esclavo, careció en Cuba de los rigores que la caracterizaron en otros lugares. Además, nunca fue una esclavitud de por vida, sino un yugo del que el esclavo podía librarse mediante retribución de su precio en metálico al amo, y de hecho muchos miles lo hicieron antes de la abolición oficial de tan infame servidumbre. También pienso que está por realizar un estudio pormenorizado de las similitudes y diferencias entre las vidas del esclavo y del blanco pobre aparcero, dedicado a cultivos menores, quien sobrevivía completamente librado a su suerte, y cuya vida y azares no interesaban a nadie.

Por regla general, en las diferentes haciendas, ingenios y cafetales el esclavo recibía una parcela de tierra donde podía construirse un conuco para vivir solo o con su familia, criar y vender animales y ahorrar dinero para manumitirse, y además, podía entrar y salir de su hacienda con permiso del amo para reunirse con esclavos de otras haciendas con fines de diversión o familiares, conservando, dentro de su condición de esclavizado, una amplia libertad de movimientos, siempre y cuando no amenazara la estabilidad de la dotación ni intentara escapar o mantener relaciones con apalencados. Estas acciones, y otras como el robo, eran castigadas con mayor o menor severidad en dependencia de la hacienda o cafetal, del carácter del amo y de si era este quien se encontraba presente en el momento del “delito”, o era el mayoral, sujeto al que tampoco conozco que se le haya dedicado un estudio profundo, y que muchas veces procedía con suma crueldad contra los esclavos sin conocimiento del amo o con engaño a este, pues los dueños de haciendas y cafetales pasaban la mayor parte del año en el extranjero o en La Habana, ajenos a lo que sucedía en sus propiedades del campo. Y aún muchísimas rencillas entre mayorales y esclavos, que culminaron en consecuencias fatales para estos últimos, incluidas mutilaciones graves y pérdida de la vida, no fueron provocadas por robos ni intentos de fuga ni ninguna otra infracción por parte del esclavo, sino por celos y trifulcas de mujeres, ya que los mayorales eran muy inclinados al gusto por las esclavas, y muchas de ellas estaban casadas o unidas a esclavos varones de sus mismas haciendas o de otras cercanas. En ausencia del amo de la plantación o el cafetal, el mayoral tenía manos libres, y muy a menudo de hierro para tratar con la dotación, indefensa y sometida a su total arbitrio.

En las ciudades, la vida del esclavo gozaba aún de mayores ventajas, pues podía ir y venir por la villa, casarse, aprender oficios, alquilarse y ganar dinero, reunirse en cofradías “de nación”, los llamados cabildos, cuyos erarios públicos no eran nada despreciables, según se ha visto en el caso de los lucumíes. La vida de los negros libres estaba organizada de modo semejante a la de los blancos pobres: podían reunirse, alquilar o construir viviendas, fundar familias, ejercer oficios, y en dependencia de su buena fortuna, comprar eslavos y hasta convertirse a su vez en amos de haciendas y plantaciones, que los hubo, y muchos mulatos, hijos bastardos de las grades familias de hacendados, estudiaron en las mejores universidades europeas y a su regreso heredaron fortunas que les permitieron convertirse en propietarios influyentes. Las autoridades coloniales reprimieron con saña todo intento de los negros por rebelarse, lo mismo en el campo que en la ciudad, y un ejemplo de ello es la conspiración de Aponte, pero también reprimieron con idéntica ferocidad intentos libertarios de blancos, como la expedición del general venezolano Narciso López, y reprimieron siempre todo lo que significara una amenaza para la estabilidad del poder colonial en todas y cada una de las colonias.

La esclavitud no ha sido jamás un fenómeno exclusivo de los hombres y mujeres negros. En realidad, la historia de la esclavitud comienza con la historia misma de la Humanidad, y los blancos ya eran esclavos muchos miles de años antes de que los africanos fueran traídos como tales a las plantaciones y cafetales del Caribe. Ha habido esclavitud en todo el planeta, ha habido esclavitud en lugares donde jamás habían visto un hombre negro. En Italia, reina de las formaciones esclavistas casi desde su misma fundación (exceptuando el período en que los romanos padecieron dinastías de reyes etruscos), cuando llegaron los soldados americanos de piel negra durante la Segunda Guerra Mundial, causaron consternación entre los habitantes. En el ejército de Espartaco, jefe de la mayor rebelión de esclavos de todos los tiempos, tan grande que hizo tambalearse el poder de Roma, la abrumadora mayoría de esclavos que le siguieron eran hombres blancos, rubios y de ojos claros, pertenecientes a razas nórdicas y eslavas. Negros había pocos, y en realidad procedían de territorios semitas habitados por razas de piel oscura, pero no había un número significativo de africanos subsaharianos.

Algo de lo que no habla Fredrika Bremer, pero que también conviene recordar a quienes insisten en avivar el odio entre razas, es que la forma más común en que los africanos perdían su condición de hombres libres (si es que eran libres sometidos al arbitrio de sus reyes y jefes tribales) eran las guerras intertribales, en las cuales el vencedor vendía a los prisioneros a los portugueses, quienes generalmente controlaban las factorías ubicadas en las costas. Los europeos que se implicaron en la trata de negros no eran muy dados a internarse en las selvas de África para cazar esclavos con redes, modo que, sin embargo, tuvo lugar; era mucho más fácil y lucrativo tratar directamente con los reyezuelos y jefes de tribus, siempre en conflictos étnicos y dispuestos a enriquecerse con la venta de hombres. Los españoles, contrariamente a lo que muchos piensan, no solían ser negreros activos, sino tratantes que transportaban en navíos la “mercancía” hasta su destino, las islas del Caribe.

La esclavitud es la gran pena del mundo, como dijo Martí, pero Cuba no conoció las peores manifestaciones de este fenómeno social. La población esclava cubana y los negros libres de la isla sufrieron menos que los negros de otras colonias como las francesas y holandesas. Y un detalle muy importante que nadie debe olvidar: quienes fueron responsables en Cuba de un modo u otro por la esclavitud de los africanos y sus descendientes, murieron hace mucho tiempo. La inmensa mayoría de los cubanos que hoy habitamos esta tierra jamás hemos visto un esclavo ni descendemos de familias propietarias de esclavos, de negreros o mayorales. Somos una isla mestiza tanto en la raza como en la religión y la cultura. Esa es la realidad presente. Cualquier intento por revivir el pasado, enconar antiguas llagas y resucitar viejas cuentas que, por otra parte, ya no hay responsables a quienes cobrárselas, no es más que un pecado de ceguera histórica que no merece atención, pero sí debería ser penalizado conseveridad. No hay odio de razas, porque no hay razas. Hombre es más que blanco, más que mulato, más que negro… Eso es lo que los cubanos no podemos perder de vista jamás, porque ningún bien nos vendría de asumir la actitud contraria. Lo más importante será siempre, por encima de todas las cosas, la supervivencia de Cuba como nación.

28 de octubre de 2014 |Rolando Aniceto.

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CARTAS DESDE CUBA, UN LIBRO DE GRAN VALOR PARA COMPRENDER LA CUBA COLONIAL
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