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El garrote vil.

El garrote vil.
Sabías que la calle Bernaza se le llamó el camino de la horca porque conducía a donde estaba instalada esa máquina de muerte, en lo que luego fue la Plaza de las Ursulinas, hasta que en 1810 la trasladaron para la explanada de la Punta?
Después de 1832 la horca fue sustituida por el garrote.
En ese año Fernando VII, el llamado rey felón, abolió el uso de la horca en España y todos sus dominios y dispuso su sustitución por el garrote. Decía el monarca en su decreto de 24 de abril: «He querido señalar con este beneficio la gran memoria del feliz cumpleaños de la Reina, mi amada esposa». Añadía que lo animaba el deseo de conciliar el último e inevitable rigor de la justicia con la humanidad y la decencia de la pena capital y evitar que el suplicio irrogara infamia a los reos cuando ellos no la merecieran.
¿Qué sucedía? Consideraba Fernando que el ahorcamiento era excesivamente cruel por el tiempo en que la muerte tardaba en sobrevenir. Todavía los ingleses no habían introducido en el procedimiento la caída larga y el escotillón en el tablado del cadalso, que agilizaron el trámite. Con el garrote, aseguraba el monarca, la cosa sería más rápida. Y teóricamente podía serlo, pero no en la práctica. Con el paso del tiempo se demostró que en el garrote una persona podía tardar entre 15 y 30 minutos para morir en medio de terribles dolores y sufrimientos.
El reo, atado de pies y manos, era sentado en una silla y un collar de hierro que se accionaba mediante una palanca le producía la dislocación de la apófisis de la vértebra axis sobre el atlas de la columna vertebral. Dicho en otras palabras: aquel collar le rompía el cuello a la víctima. Si el garrote dañaba la cervical y ocasionaba un corte en la médula, el sentenciado entraba en coma cerebral y moría de manera instantánea. Rara vez sucedía así, sin embargo, ya que el tiempo de la muerte en el garrote dependía de la fuerza física del verdugo y de la resistencia del cuello del condenado. Por lo general el agarrotado moría por estrangulamiento, con excesiva lentitud y presa de una agonía espantosa.
Esa máquina de matar surgió en la Edad Media, derivada de las leyes de la época, cuando, por una cuestión simbólica, la decapitación con espada era pena reservada a los nobles, mientras que a plebeyos o villanos correspondía morir por compresión del cuello. Se trataba de un artefacto fácil de confeccionar, estaba dentro de las posibilidades de cualquier herrero, y eso favoreció que se generalizara a lo largo del siglo XVIII. Con el tiempo surgieron versiones. La variante catalana, por ejemplo, incluía un punzón de hierro que, al accionarse la palanca, penetraba en la nuca y rompía las vértebras cervicales del sentenciado.
Fernando VII estableció tres tipos de garrote: el noble, el ordinario y el vil. El primero estaba reservado a los de esa condición. El segundo, a las personas del llamado estado llano (artesanos, comerciantes, labradores…) y el tercero a seres de cualquier clase social cuando hubieran cometido un delito infamante o especialmente repulsivo.
Pero en los tres casos la muerte era la misma, y lo que cambiaba era la forma de conducir al condenado hasta el cadalso. En el garrote noble, el sentenciado llegaba en caballo ensillado. Una mula o un caballo sin ensillar se destinaba al garrote ordinario, en tanto que el condenado era conducido al garrote vil en un burro en el que lo montaban al revés, es decir, de cara a la grupa de la bestia, aunque lo más común era que el traslado se efectuara a pie, entre golpes y gritos, o arrastrándolo.
Atado de pies y manos y arrastrado en un serón que fue atado con soga a la cola de un caballo, llegó al patíbulo, a las seis de la mañana del 14 de mayo de 1841, un criminal que robó y dio muerte al comerciante español Juan Castillo Orizondo. En la parte dispositiva de la sentencia que lo condenó a muerte en garrote vil se establecía que, después de ejecutado, se le cortaría la cabeza a fin de que fuera exhibida en el camino real más próximo al lugar en que cometió el crimen. Así se hizo. La cabeza, metida en una jaula, se expuso en el puente de Chávez y el cuerpo decapitado se mantuvo en exhibición durante nueve horas frente al edificio que ocupaba la iglesia de San Isidro, donde se había alzado el patíbulo.
Igual pena se impuso un año antes a otro sujeto. El verdugo, el negro lucumí Juan Sabas, lo ejecutó en el garrote, pero se negó a decapitarlo. Alegó que el supliciado, negro como él, había sido su compañero de faena en una finca cercana. El oficial que encabezaba la ceremonia se negó a entender las razones de Sabas y, bajo amenaza, le exigió el cumplimiento de lo dispuesto en la condena. Acorralado, el verdugo acometió, cuchillo en mano, al militar y lo hirió en el pecho. Allí mismo cayó muerto por una descarga cerrada de fusilería. La decapitación se efectuó al fin, dos horas después, cuando un nuevo verdugo no vaciló en llevarla a cabo.
Cosas como esas sucedían en las ejecuciones y en una, por lo menos, se dio el caso de que el sentenciado a muerte quedara con vida y el muerto fuera el verdugo.
En 1890 era detenido Victoriano Machín, un jefe de banda que sembró el terror y la muerte en los campos de Pinar del Río y en zonas del oeste de La Habana. Se le condenó a morir en garrote vil y encerrado en La Cabaña esperó que se cumpliera la pena. Pero para esto hubo que traer al verdugo, que recibía en esa época el pomposo título de ministro ejecutor, desde Camagüey, donde residía. Se llamaba José Cruz Peña, era oriundo de la ciudad española de Badajoz y, aunque estaba nombrado desde años antes, nunca había tenido ocasión de privar a nadie de la vida.
Su llegada a la capital fue todo un acontecimiento. Arribó a bordo del vapor Avilés y su paso desde el muelle de Caballería hasta la cárcel fue seguido por millares de habaneros, entre los que no faltaron los que le solicitaban el autógrafo. Era alto, de buena presencia, de pelo y bigotes rubios. Envaselinado y perfumado, vestía una chaquetilla azul fileteada en rojo, de corte irreprochable.
Ante una multitud que nunca antes se vio en la ciudad tendría lugar la ejecución de Victoriano. El terrible bandido, que tenía más de 30 asesinatos sobre sus espaldas, se portó, llegado el caso, como un cobarde: lloraba, suplicaba y se arrodillaba. Tuvieron que cargarlo para sentarlo en la silla trágica y una vez allí, con las manos atadas, trató de morder al verdugo, aquel pintoresco ministro ejecutor que, de tan asustado que estaba también, cayó al suelo desmayado.
Peor suerte tuvo en la ciudad de San Juan de los Remedios el verdugo Victoriano Infante cuando el 29 de enero de 1863 debió agarrotar a Nicasio Flores, condenado por asesinato. Dio Infante una vuelta completa a la palanca y Nicasio se retorció en su asiento. Dos vueltas más al tornillo de la máquina patibularia lo volvieron a dejar con vida y sembraron el horror entre los que presenciaban la escena que, a grandes voces, pidieron el perdón para Nicasio Flores. Si espantado se mostraba el público, no menos asustado estaba Infante que, sin conocimiento, cayó desplomado y tuvo que ser trasladado a la enfermería de la cárcel. A falta de verdugo, se suspendió la ejecución. Infante moría horas después sin que el médico lograra reanimarlo. Flores fue indultado al día siguiente.
Cruz Peña no pudo acometer la ejecución de Victoriano Machín. Fue entonces que salió a la palestra Valentín Ruiz. Había nacido en Matanzas, tenía 22 años, cumplía una condena de 15 por homicidio y era el ministro ejecutor asistente, aunque tampoco había ejecutado a nadie. Frío, sereno, casi sonriente se acercó al garrote, dio media vuelta a la palanca y terminó con la vida de Machín para pasar a ser, a partir de ese día, el verdugo oficial.
El capitán general Manuel Salamanca había prometido, al asumir en 1889 el Gobierno de la Colonia, que acabaría con los bandidos y que, bajo su mando, aquella máquina infernal no descansaría en Cuba. Bien pronto se vio a Valentín con el garrote, que era itinerante, en Jovellanos, Guanajay, Santa Clara, Matanzas, Colón… Veinte ejecuciones en menos de año y medio. «Hasta de matar se cansa uno», dijo un día Valentín, molesto. Ese es tu oficio, ripostó alguien y el verdugo, recapacitando, añadió: «¡Es verdad! Olvidaba que somos como un circo de caballitos que vamos de pueblo en pueblo sin podernos quejar». Otro día, en que debió agarrotar, de pegueta, a tres condenados, comentó: «Tres ejecuciones seguidas es un abuso. No volveré a ejercer mi “sagrado ministerio” si no me pagan el doble y por adelantado. Sin embargo, esa vez había impuesto un récord: demoró 14 minutos justos en despachar a los tres sujetos. En más de una ocasión pidió que le pusieran un ayudante, «aunque me haga la competencia». En verdad, se lucía en su oficio y le gustaba. No era raro que manejara la palanca del garrote con una sola mano, lo que aumentaba el sufrimiento del sentenciado, y a veces, cuando había muchas mujeres en el público, lo hacía con tanta violencia que el corbatín de la máquina desarticulaba de manera espantosa la cabeza del tronco.
Tenía el verdugo sus obligaciones. Para ubicar el patíbulo le era ineludible firmar al ayuntamiento correspondiente un vale por 30 pesos, y tenía que desembolsar esa cantidad de dinero si, por cualquier motivo, la ejecución no se llevaba a cabo. Por eso, una vez que se le encargaba la misión, debía de preocuparse por la salud del reo y la seguridad que lo rodeaba, para que no se fugara de la cárcel, y sobre todo cuidar de que no se fuera a suicidar. Pero su ministerio le valía autoridad e influencia y las de Valentín llegaron a ser inapelables en el «sector». Cuando se trató de estrenar en Cuba el nuevo garrote adquirido por la Audiencia de Matanzas, Valentín se opuso de plano y se negó con firmeza a utilizarlo. Expresó: «Eso de usar máquinas nuevas, no va conmigo. Respondo solo por el garrote que yo manejo… Hasta ahora ningún cliente se me ha quejado». Y el garrote del tribunal matancero quedó apartado en un rincón.
Con el tiempo dejó de hablarse del garrote noble y del ordinario y quedó solo el término de garrote vil para designar la máquina fatal y la pena misma. En Puerto Rico y Filipinas siguió utilizándose ese instrumento de muerte tras el cese de la dominación española; no tanto como en Cuba, donde persistió hasta la caía de Machado, en 1933, aunque, por nuestra cuenta, dejó de utilizarse en 1930, tras las ejecuciones de Antonio Padilla y Domingo Betancourt, convictos del asesinato de Florencio Camporro, propietario de El Pensamiento, casa de empeños y préstamos ubicada en la calle Sol, en la capital. El último verdugo tenía nombre de mujer: Paula Romero.


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