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Ni quien sepa donde tiene la cintura, quien sepa que el código del placer es men

Ni quien sepa donde tiene la cintura, quien sepa que el código del placer es menos imperativo que el código del pudor, puede olvidar que en un pueblo donde han caído de un lado los padres, los esposos y los hijos por defender la tierra en que nacieron, y están de otro lado, en pie sobre las tumbas, los que le clavaron el pecho con la espada o dieron la orden de su muerte contra el muro, el puesto de aquellos por cuyo honor y libertad cayeron los redentores no está al lado de los que tienen suspendido sobre la cabeza de los hijos el acero con que atravesaron el pecho de sus padres. Puede el vencido, porque es magnanimidad, recibir en su casa al vencedor que le lleva en la visita el homenaje del arrepentimiento; pero el vencido no puede ir a comer el pan y beber el vino al vencedor, a bailarle al vencedor la danza amable, a dar al vencedor derecho de que muestre al mundo la alegría del pueblo oprimido, como el domador, látigo en mano, enseña en el circo al oso que lo besa con el bozal, y le baila alrededor, cruzado de brazos. Visitar la casa del opresor es sancionar la opresión. Cada muestra de familiaridad de los hijos de un pueblo oprimido con las personas o sociedades del gobierno opresor, confesas o disimuladas, es un argumento más para la opresión, que alega la alegría y amistad espontánea del pueblo sojuzgado, y es un argumento menos para los que alegan que el pueblo oprimido, vejado, envenenado quiere sacudir la opresión. El hijo de un pueblo prostituido y sin derechos, no puede sin deshonra personal, poner el pie en la casa, confesa o disimulada, de las personas o sociedades que representen al gobierno que prostituye a su pueblo y conculca sus derechos. Nuestra mujer es nuestra mejilla; y la hija de nuestro pueblo que le baila la danza amable al domador, que le toma el brazo al uniforme pagado para acogotar a su país, que pone el pie de seda en las casas pagadas para mantener, con franqueza o con hipocresía, el gobierno de opresión y miseria de su patria, y quitar crédito a la idea de salvarla de la miseria y la opresión, es nuestra mejilla misma, puesta por nuestra propia voluntad a la bofetada del tirano. Y si fuese esposa o hija del que cayó bajo el tirano, es como si llenase de las cenizas de su muerto un plato de fiesta, y se lo ofrendase, esclava arrodillada, a su matador. Mientras un pueblo no tenga conquistados sus derechos, el hijo suyo que pisa en son de fiesta la casa de los que se lo conculcan, es enemigo de su pueblo. La ley del pudor ha de ser más fuerte que la ley del placer. El vencido ha de conservar el pudor.
Pero todo eso no vale un grano de alpiste. Poco tiempo antes de que Cornwalis rindiese a Washington la espada de Inglaterra, cuando estaba reciente aún el caso de que el Congreso de las trece colonias no pudiera enviar al ejército de Washington los quinientos pesos que necesitaba, hubo en Filadelfia fiestas grandes en celebración de las casacas coloradas del inglés, y la ciudad se gastó unas 5,000 libras esterlinas en celebrar la casaca, y del brazo de ella bailaron las filadelfianas hasta que acabó la luz. Y muy contentas que estaban las casacas coloradas, y muy seguras de que tenían por suya a Filadelfia. "La Meschianza" se llamó aquella fiesta pomposa, y hubo cabalgatas, y pasos, y colgaduras, y torneos. Pocos meses después, cuando Washington había entrado triunfante por el arco de Trenton, aquel Washington a quien el Congreso no podía mandar los quinientos pesos, las damas hacían cola a la puerta de la comisión de baile, las damas mismas que bailaban con la casaca colorada, pidiendo de favor una papeleta de convite para el baile de estreno de la revolución.
Jose Marti “LA MESCHIANZA" “Patria Noviembre 1892”

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