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Mis amigos.

Mis amigos. Hoy viendo la película Inocencia, de la cual les comenté y les recomendé, además de ver el seguimiento a la publicación de las palabras de Jiménez de Sandoval en la sepultura de nuestro Apóstol quisiera rendirle merecido homenaje a dos militares españoles de los cuales creo que no se habla lo suficiente. Ya verán de quienes se trata. Esto era una deuda que tenía conmigo mismo. Espero lo disfruten.

El suceso es uno de los más dolorosos de la historia de Cuba. Más de 40 estudiantes de primer año de medicina fueron llevados a dos Consejos de Guerra, acusados de profanación de tumbas y luego de infidencia. En el primer juicio unos quedaron absueltos y otros tuvieron condenas menores, pero la furia del Cuerpo de Voluntarios de La Habana y la bajeza del gobierno colonial español se combinaron para anular la sentencia. En un segundo y todavía más injusto proceso, ocho jóvenes recibieron la pena de muerte.

Ninguno de los fusilados pasaba de los 21 años y en el Cementerio de Espada únicamente habían correteado con el vehículo usado para conducir los cadáveres a la sala de disección. El más joven —de solo 16 años— arrancó una flor. Sin embargo, los señalaron como los profanadores del sepulcro del periodista Gonzalo Castañón, un furibundo anticubano muerto un año antes.

Contrario a la pintura más conocida, a los estudiantes los asesinaron de dos en dos, con las manos atadas a la espalda, de rodillas y de espaldas al pelotón de fusilamiento. De la sentencia definitiva al momento final apenas pasaron poco más de tres horas. Casi siglo y medio después, todavía los mitos y la realidad se entrelazan para contar esta historia de horror y tristeza.

De todas las figuras relacionadas con el fusilamiento de los estudiantes de medicina, la del capitán español Federico Capdevila es quizás la más conocida. Nacido en Valencia el 17 de agosto de 1844, fue el abogado de oficio con la responsabilidad de defender a los 45 jóvenes acusados del delito de profanación de tumbas durante el primer Consejo de Guerra.

Luego de escuchar todas las declaraciones del fiscal, Capdevila pronunció un discurso memorable donde echó por tierra cada acusación. Según el testimonio de Fermín Valdés Domínguez, durante las casi siete horas del juicio el capitán español “se elevó a un alto puesto entre los hombres de verdadera fe patriótica”.

No es difícil imaginar las circunstancias en las que este hombre de solo 27 años enfrentó a unos magistrados carentes de argumentos, pero impulsados por la furia de los Voluntarios de La Habana. Según varios historiadores, afuera del edificio miles de ellos exigían la muerte de los estudiantes; en la sala, mientras tanto, los gritos prácticamente impedían avanzar e incluso uno de los voluntarios intentó agredir al defensor de los estudiantes.

Sin embargo, prácticamente sin apoyo frente a la muchedumbre, Capdevila no dudó en describir el juicio como triste, lamentable y repugnante, y a los voluntarios como “un puñado de revoltosos que hollando la equidad y la justicia, pisoteando el principio de autoridad y abusando de la fuerza, quieren sobreponerse a la sana razón y a la ley”.

Luego del primer juicio, los voluntarios intentaron apresarlo y el Presidente del tribunal lo obligó a salir hacia otra habitación. Desde ese momento, los más de 40 procesados quedaron solos ante el terror. Ante la inconformidad de los voluntarios con las sanciones menores, un segundo Consejo de Guerra fue convocado apenas cuatro horas después.

Cuando Capdevila supo del fusilamiento quebró en público su espada y renunció a continuar prestando servicios como oficial. Años más tarde, cuando otra injusticia lo obligó a cumplir tres años de cárcel en Santiago de Cuba, un grupo de cubanos recaudó 1200 pesos para él, pero de nuevo el español dio muestras de honestidad y se negó a aceptar el dinero.

Según un artículo publicado en 2009 por las periodistas María Julia Guerra y Ángela Peña, Capdevila propuso invertir esa suma en un monumento a los estudiantes asesinados. Entonces, el grupo le entregó una espada con una icónica inscripción: “Al Señor Federico Capdevila, el héroe del 27 de noviembre de 1871”.

Capdevila murió de tuberculosis el primero de agosto de 1898 y luego de un breve enterramiento en Santa Ifigenia, en 1903 sus restos fueron depositados junto al de los estudiantes. Más de treinta años después de su defensa y de ver por última vez a aquellos muchachos, la historia lo colocó por fin en el sitio que merecía.

Nicolás Estévanez: “Antes que la patria están la humanidad y la justicia”

Desde el 27 de noviembre de 1937 la Oficina del Historiador de la Ciudad organiza cada año un acto junto a una tarja en las afueras del actual Hotel Inglaterra. El sitio, conocido hace más de cien años por las tertulias y discusiones escenificadas por los sectores progresistas del país en la Acera del Louvre, es otro de los lugares vinculados al fusilamiento de los estudiantes de medicina.

El protagonista resultó el capitán español Nicolás Estévanez, un hombre de 33 años que había llegado a Cuba para evitar luchar contra los republicanos en su país. Como mismo ocurrió con Federico Capdevila, al escuchar las descargas de los fusiles contra los estudiantes, Estévanez no pudo contener su ira, escenificó una airada protesta pública y en el acto renunció a su carrera como militar.

Según cuenta en sus memorias, días antes había escuchado de la revuelta de los voluntarios contra los estudiantes, pero no le dio importancia e incluso se echó a reír cuando alguien le anunció el posible fusilamiento.

Sin embargo, Estévanez no se enteró del segundo Consejo de Guerra y el asesinato lo tomó por sorpresa. “Me detuve en la puerta del Louvre muy sorprendido de que allí no hubiera casi nadie. En aquel momento llegó a mis oídos el ruido seco de una descarga cerrada. ¿Qué sucede? —pregunté—. Es que fusilan a los estudiantes, respondió un camarero”. Según contó, en ninguno de los trances de su vida perdió la compostura como en ese momento.

“Me descompuse, grité, pensé en mis hijos, creyendo que también los fusilaban; no sé lo que me pasó; ahora mismo no acabo de explicármelo. Dos camareros se apoderaron de mí encerrándome en un patinillo, sin lo cual es posible que a mí también me hubieran asesinado cuando las turbas aullando volvían del fusilamiento”, escribió años más tarde al recordar el suceso.

En un contexto marcado por la furia de los voluntarios y el desapego a las leyes y la justicia, la actitud de este hombre fue un acto casi temerario de valentía y dignidad. De hecho, al decir del historiador cubano Emilio Roig de Leuchsenring, Estévanez fue el más puro, noble y digno de los pocos españoles que se pronunciaron contra el crimen cometido por los voluntarios con la complicidad de los gobernantes de la Metrópoli.

Después de aquel acto de valentía y honor, el capitán español decidió abandonar la Isla y regresó a España a inicios de 1872. Luego de varios años vinculados a los movimientos republicanos en la península, murió en París el 19 de agosto de 1914.


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