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La Narco-Revolución Cubana (Comentario Final) por Daniel Iglesias Kennedy (Prof

La Narco-Revolución Cubana (Comentario Final)

por Daniel Iglesias Kennedy (Profesor y Escritor)

Ilustración: «La Persistencia de la Memoria», de Salvador Dalí.

Una vez que ya he expuesto en cinco partes publicadas en este grupo las implicaciones del régimen de Fidel Castro en el tráfico de drogas hacia Estados Unidos, el juicio en Miami a la red de Reinaldo Ruiz y las consecuencias que tuvo dentro de Cuba un escándalo que puso en evidencia el rencor patológico que sentía el Líder cubano hacia el sistema social y el modo de vida norteamericano, siempre me quedó la incógnita de por qué la Administración de George Bush se mantuvo al margen de lo que podría haberse considerado un acto hostil por parte de un Gobierno enemigo cuyos dirigentes y fuerzas de seguridad dirigían las operaciones logísticas del narcotráfico, ofrecían la isla como puente de apoyo y brindaban protección y suministros a los encargados del contrabando de cocaína entre Colombia y las costas de La Florida.

Aproveché una visita que realicé en el verano de 1996 a mis familiares por parte de madre, oriundos y residentes en los estados de Kansas, Oklahoma y Texas, para reunirme con un exalto oficial del ejército norteamericano, un viejo amigo de la familia, a quien, por no tener autorización para utilizar su nombre, llamaré General Anderson.

Anderson era un militar de la línea dura, muy conservador, que elegía en persona a los oficiales que trabajaban bajo su mando; hombres y mujeres a quienes de entrada les exigía dos requisitos: *Strong family ties and strong religious convictions*. (Lazos familiares sólidos y fuertes creencias religiosas.) Era partidario de las soluciones armadas para saldar un conflicto. Estaba convencido de que un militar debía ser un hombre o mujer con honor, y hablaba con desprecio de los políticos que «ensucian las alfombras del Congreso». Me comentó una anécdota que encumbraba al general George Armstrong Custer como el militar más sobresaliente del ejército de la Unión, a pesar de que la familia de Anderson era sureña y afiliada al bando Confederado. Custer forzó la rendición del general Robert Lee y la firma del pacto de Appomattox. La anécdota a la que hizo referencia es que al héroe de Shenandoah le molestó que su admirado Ulysses S. Grant se hubiese despojado de su uniforme de general para atarse una corbata y aspirar a la presidencia de los Estados Unidos. Anderson comentó: «Cuando un hombre deja de ser militar para trabajar en política es como si una mujer dejara de ser una señora para convertirse en una prostituta.» Su olfato le inducía a sospechar que los ejecutivos de Washington permitían que los militares combatieran, pero luego ponían trabas para evitar que ganasen la guerra. Criticó el abandono con que Kennedy actuó en la invasión de Bahía de Cochinos en la que se negó a implicar al ejército norteamericano, aunque reconoció que se puso firme durante la Crisis de los Misiles. Nunca entendió la decisión del Presidente Bush de impedir al general Norman Schwarzkopf que tomara Bagdad y apresara a Sadam Husein durante la Guerra del Golfo en 1991, en la que el ejército norteamericano necesitó sólo cien horas para liquidar un conflicto bélico que el Líder iraquí había bautizado como La Madre de Todas las Batallas.

En aquel verano de 1996, pedí a una de mis tías que solicitara el permiso de Anderson para que yo lo visitara. Permiso concedido. Me prestaron una de esas camionetas que allí llaman *Pick Up*; me dieron un mapa y las indicaciones de cómo llegar desde la ciudad de Bartlesville (Oklahoma) donde yo me encontraba hasta el rancho del General en el estado de Kansas. No tendría pérdida, me dijeron, porque el rancho se encontraba muy cerca de un «lugar histórico», que no era otra cosa que una humilde cabaña de troncos junto a lo que había sido una oficina de correos; el enclave original que inspiró un melodrama televisivo llamado la Casita de la Pradera, basado en un libro escrito por Laura Ingalls.

Intentaré transcribir con la mayor precisión cómo fue aquel encuentro.

-Espero que te guste la salsa, hijo -fue como me recibió mi anfitrión-. Es la receta secreta que mi madre me confió como si fuera un tesoro de la familia.

Anderson me sirvió un trozo de carne tan suave que apenas se necesitaba un cuchillo para cortarla, y la roció con su salsa de barbacoa marca de la casa.

-¿Prefieres cerveza o vino?

-Vino, por favor.

-Allá en Europa no sabéis comer sin vino. Yo no lo pruebo, menos con estos calores. Una cerveza fría me rejuvenece -concluyó-. Toma, abre tú esta botella. Es vino tinto de California. Dicen que es bueno.

El rancho del General era un enorme herbazal improductivo. No había una sola res; sólo su perro, su caballo y él. Un vecino se había ofrecido a comprarlo para iniciar una explotación de avestruces, pero él se negó a vender. No necesitaba el dinero, y tampoco le apetecía regresar a su anterior lugar de residencia en Houston, una mansión sureña que había cerrado, tapado con sábanas todos los muebles y entregado las llaves a un corredor inmobiliario para que pidiera un precio astronómico por una edificación victoriana con más de ciento cincuenta años. Ahora vivía en un chalet de piedra y madera, muy tosco, donde la rusticidad del dueño se hacía patente en cada rincón. Una asistenta guatemalteca se hacía cargo de la limpieza una vez por semana. La cocina era tarea del General. Yo fui invitado a pasar un par de días, y mi única distracción fueron nuestras charlas personales y mi asistencia a una misa el domingo por la mañana en un templo desprovisto de imágenes y con un letrero que decía: *The Church of the Nazarene*. Un grupo de jóvenes rockeros transmitía el mensaje de los Salmos, a golpes de guitarra eléctrica y repiques de batería; una manera impensable en España de divulgar la palabra de Dios.

-¿Qué tal? -me preguntó.

-Exquisita. Una salsa de primera. Me gustaría ser el depositario de este secreto.

-Antes de que regreses, te apuntaré los ingredientes y la mezcla. Pero tienes que prometerme que no se la darás a nadie.

-Yo sólo desvelo secretos a las personas que merecen la pena.

-Eso está muy bien -sonrió el General.

Me explicó que una salsa casera era un regalo para el sentido olfativo, y que las mezclas industriales irritaban las mucosas y producían estornudos. Alabó a las personas capaces de predecir acontecimientos por el olor que emiten antes de producirse, y me puso como ejemplo a un explorador nativo reclutado por el general Custer; un Osage que había sido enviado, un día antes de la batalla de Washita, en una avanzadilla para rastrear el campamento del jefe Black Kettle. El indio informó: *Me smell fire*. (Yo oler fuego.) Ni Custer ni sus oficiales detectaron olores sospechosos y pensaron que el indio los estaba imaginando. La marcha continuó, y una milla más adelante el explorador dio el alto y señaló las brasas agonizantes de lo que había sido una fogata.

-A propósito de esa marcha sobre el campamento de los Cheyennes -continuó Anderson-, es correcto que sepas que los méritos que se le atribuyen a ese general cubano fusilado… ¿Cómo dices que se llamaba?

-Ochoa. General Arnaldo Ochoa.

-Pues la estrategia del general Ochoa en su desempeño contra los soldados somalíes y su arriesgada decisión de atravesar unos montes intransitables, bajo una noche de lluvia y ventisca, para caer por sorpresa encima del enemigo, no fue ni mucho menos una idea original suya.

-En las academias militares se estudia esa acción como tal.

-Fue una copia. Custer hizo lo mismo ciento diez años antes que Ochoa. Aunque fue una iniciativa de Sheridan, Custer la ejecutó. Hizo lo ilógico, lo inesperado. Un hombre de la Frontera, el viejo Jim Bridger, fue requerido para asesorar al General. Dijo que era imposible dar caza a los indios en las praderas durante el invierno porque las tempestades no respetaban a hombres ni bestias. Pero Sheridan tenía un diseño, un plan basado en el elemento sorpresa: Caer encima de los Cheyennes mientras éstos se guarecían del frío en sus tiendas, sin sospechar que los soldados del Séptimo de Caballería se atreverían a avanzar bajo una nevada que los cubría hasta la cintura.

Y me contó cómo ese general lo consultó con otro de apellido Sherman, y se le dio luz verde. El único oficial en el que Sheridan confiaba para llevar a cabo la misión era Custer. El Séptimo hizo lo imposible: cruzar la cresta montañosa nevada que se extiende desde Wolf Creek hasta los rápidos del South Canadian. Y lo consiguió él solo, bajo una ventisca que desfiguraba el rostro de los soldados. Los refuerzos que esperaba desde Topeka nunca llegaron; perdieron el rumbo en las llanuras del río Cimarrón.

-El General cubano -continuó Anderson- logró atravesar el paso de Kara Marda a dos mil metros de altura, bajo la lluvia, y cercó a la guarnición enemiga que lo vio caer como de las nubes. Su campaña victoriosa en Ogadén es tema de estudia en las academias de guerra del mundo entero. Custer hizo lo mismo en 1868, con caballos e infantería, y su campaña contra el jefe Black Kettle no se estudia en ningún sitio. Apenas se menciona, porque se considera una masacre innecesaria y una vergüenza para la historia del ejército de los Estados Unidos… Y fue lo mismo, hijo. Un ejemplo de estrategia moderna.

Disfruté de un helado casero que las familias del Medio Oeste suelen preparar en los aniversarios del Día de la Independencia, junto a un café y un cordial de frambuesas macerado en una bodega soterrada que Anderson mimaba como si se tratara de una capilla. Aproveché el intervalo de silencio para preguntar:

-Y ya que ha mencionado usted al general Ochoa, ¿por qué el Gobierno de su país no hizo ni dijo nada durante el juicio a los contrabandistas cubanos en Miami?

Anderson me observó con gesto contrariado, como quien acaba de recibir una pregunta incómoda.

-Lo que había ordenado Fidel Castro -proseguí- tenía tres propósitos: ayudar a la guerrilla colombiana, embolsarse una buena cantidad de millones de dólares y envenenar a la sociedad norteamericana con el veneno de la drogadicción. Esto último es un acto hostil…

-Se llama «Alta Política» -me interrumpió.

-No lo entiendo.

Anderson agarró una barra de hierro, la metió por una abertura en forma de anillo y la hizo girar. Era como darle *cranque* a un vehículo de los años Veinte. Un toldo de loneta verde se proyectó sobre el ángulo del porche por donde el sol pegaba de lleno en la espalda. Dejó la barra colgando, regresó a la silla y continuó:

-Los cambios en Cuba deberán producirse desde dentro. La oposición interna tendrá que presionar para que el Gobierno introduzca reformas democráticas.

-¿Pedirle a quien tiene el poder que reforme el poder? -protesté-. Perdone, mi General, pero eso es una ingenuidad.

-Escúchame. hijo -me atajó-. Cuba es el escaparate con que cuentan nuestros presidentes. Para vosotros, el régimen de Castro implica un gran sufrimiento; pero para los políticos americanos es como una película de incalculable valor que se emite a nuestros países vecinos para recordarles lo que les tocará padecer con el comunismo. Es como un enfermo de SIDA que no acaba de morirse, y al que nuestros gobernantes les sacan fotos para repartirlas entre los jóvenes y convencerlos de que no olviden usar condones. Es como llevarlos a clase.

-Una lección que me parece una crueldad.

-Pero para ellos, el método funciona. No siempre como les gustaría, pero a la larga funciona. Y es el resultado de su mentalidad pragmática. Lo mismo ocurrió cuando los yanquis del norte trataron de convencernos a los sureños de que un esclavo era tan costoso como casarse y mantener a una mujer. Mucho más conveniente es contar con una reserva de hombres libres y asalariados a quienes uno contrata para un trabajo, y luego ellos que se las arreglen con sus vidas. A una esposa hay que vestirla, alimentarla, cuidarla cuando se enferma. Un obrero, insistían, es como una prostituta que te presta un servició, tú le pagas y ahí terminó tu compromiso con él. Un argumento que, en el caso de nosotros los sureños, no resultó convincente. Estábamos seguros de que eran puros pretextos y patrañas para arrebatarnos nuestras posesiones, dejarnos en la ruina y acabar con nuestro modo de vida. Y acabó en una guerra civil. No olvides que la gente tiene muy poca memoria histórica.

-¿Y usted qué piensa de todo eso?

-Personalmente creo que mi país necesita de sus enemigos. Termina la Guerra Fría y aparece el fundamentalismo y el terrorismo islámico. Luego, no sé lo que va a pasar, pero algo inventarán. Lo mejor que has podido hacer es huir de ese escaparate, no ser visible ni estar en el punto de mira. Aprovecha y sácale partido a esta otra mitad de tu vida. Escribe tus libros, viaja, busca una buena compañía y disfruta de todo lo que puedas conseguir. Ya sabes cómo reza el dicho: Cada palo que sujete su propia vela.

Anderson sirvió otra ronda e hizo su particular resumen:

-¿Qué te parece el cordial de frambuesa? ¿A que está bueno? Ahora voy a buscar lápiz y papel para apuntarte la receta de salsa. No te molestes en compartirla con nadie, ni con las personas apropiadas. Saboréala tú. Cualquier esfuerzo que emplees en convencer a los demás de la excelencia de esta salsa será un empeño inútil. Nadie te lo agradecerá.

¿Qué mensaje me estaba enviando el General? ¿Realismo? ¿Conformismo? ¿Sentido común? No sabría definirlo con exactitud, pero no me gustaba ni me convencía. Simplemente lo recuerdo como algo amargo y poco satisfactorio que me ocurrió en la vida.

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