Norteamericanos

NOTA
Era de la opinión Martí de que, «para conocer a un pueblo», se le debía «de estudiar en todos sus aspectos y expresiones: ¡en sus elementos, en sus tendencias, en sus apóstoles, en sus poetas y en sus bandidos!» Los trabajos de este capítulo dejan ver el resultado de ese juicio: son figuras diversas y representativas, a través de las cuales se descubre lo que consideraba necesario «para conocer a un pueblo»: su historia, sus costumbres y valores, todo aquello que de alguna manera reflejaba el carácter nacional, casi siempre, aquí, en su más feliz manifestación.

Como en muchas otras suyas, estas semblanzas ponen de relieve las preferencias y valores de Martí, y sus gustos: el espiritualismo, el amor al prójimo, el respeto a la persona humana, el culto a la belleza. Ante crónicas como las que siguen, pudo concluir Rubén Darío, en su evocación de Los raros, que en ellas «aparecía Martí pensador, Martí filósofo, Martí pintor, Martí músico, Martí poeta siempre».

Casi cuanto hubiera podido escribir Martí en un tratado de moral está en su elogio de Emerson, de quien dijo que «su mente era sacerdotal, su ternura angélica, su cólera sagrada»; y en lo que le inspiró la muerte de Bronson Alcott, el «filósofo platónico» que así razonaba: «Si los hombres nutren con sus malas prácticas lo que tienen de fieras, yo haré con las mías por nutrirles lo que tienen de palomas»; y la de Peter Cooper, aquel millonario , que «creía que la vida humana es un sacerdocio, y el bienestar una apostasía», y que dejó un colegio en la ciudad de Nueva York que aún enriquece el saber y la vida a centenares de estudiantes.

En los defectos del general Grant, que fueron muchos, en el juicio de Martí, y en sus virtudes, que él supo admirar, como en los del general Sheridan, aparece el pensamiento político de Martí: aquél erró mucho porque llevó «las botas de campaña a la Casa Blanca»; Sheridan no, porque sabía que «pelear es una cosa y gobernar otra», y que era necesaria la subordinación de «el empleo militar, que es el agente de la ley, al gobierno civil, que es la ley». Longfellow, Whittier, Luisa May Alcott y Washington Irving los analiza Martí según su aprecio de la literatura: al enjuiciar el primero exclamó: «¡Oh, cómo acompañan los buenos poetas! ¡Qué tiernos amigos, esos a quienes no conocemos! ¡Qué benefactores, esos que cantan cosas divinas y consuelan! ¡Si hacen llorar, cómo alivian! ¡Si hacen pensar, cómo empujan y agrandan!»

Y completan estos cuadros de «Norteamericanos», Edison, el inventor, a quien Martí vio dueño de «palacio, riqueza, procesos, fama y mujer, y de aquel inefable honor con que se empieza a ver el hombre cuando se enorgullece de él su patria»; Henry Garnett, el famoso orador negro, que «odiaba el odio, y amaba vivamente a los blancos y a los negros», y que había muerto amado de todos; el ministro protestante Henry Ward Beecher, admirable por sus denuncias contra la esclavitud, pero que había «deslucido la majestad de su vejez con el hurto de la mujer ajena»; Búfalo Bill, el «héroe del Oeste» que sabía «deslumbrar a los rufianes y hacerse reconocer su principal»; y, por último, Jesse James, el bandido, el «ensangrentador de los caminos», quien «rompía con la bala de su pistola el cráneo de los hombres, con la misma quietud serena con que una ardilla quiebra una avellana».

EMERSON

Emerson ha muerto: y se llenan de dulces lágrimas los ojos. No da dolor sino celos. No llena el pecho de angustia, sino de ternura. La muerte es una victoria, y cuando se ha vivido bien, el féretro es un carro de triunfo. El llanto es de placer, y no de duelo, porque ya cubren hojas de rosas las heridas que en las manos y en los pies hizo la vida al muerto. La muerte de un justo es una fiesta, en que la tierra toda se sienta a ver cómo se abre el cielo. Y brillan de esperanza los rostros de los hombres, y cargan en sus brazos haces de palmas, con que alfombran la tierra, y con las espadas de combate hacen en lo alto bóveda para que pase bajo ellas, cubierto de ramas de roble y viejo heno, el cuerpo del guerrero victorioso. Va a reposar, el que lo dio todo de sí, e hizo bien a los otros. Va a trabajar de nuevo, el que hizo mal su trabajo en esta vida. ¡Y los guerreros jóvenes, luego de ver pasar con ojos celosos, al vencedor magno, cuyo cadáver tibio brilla con toda la grandeza del reposo, vuelven a la faena de los vivos, a merecer que para ellos tiendan palmas y hagan bóvedas!

¿Que quién fue ese que ha muerto? Pues lo sabe toda la tierra. Fue un hombre que se halló vivo, se sacudió de los hombros todos esos mantos y de los ojos todas esas vendas, que los tiempos pasados echan sobre los hombres, y vivió faz a faz con la naturaleza, como si toda la tierra fuese su hogar; y el sol su propio sol, y él patriarca. Fue uno de aquellos a quienes la naturaleza se revela, y se abre, y extiende los múltiples brazos, como para cubrir con ellos el cuerpo todo de su hijo. Fue de aquellos a quienes es dada la ciencia suma, la calma suma, el goce sumo.[…]

Toda la naturaleza palpitaba ante él, como una desposada. Vivió feliz porque puso sus amores fuera de la tierra. Fue su vida entera el amanecer de una noche de bodas. ¡Qué deliquios, los de su alma! ¡Qué visiones, las de sus ojos! ¡Qué tablas de leyes, sus libros! Sus versos, ¡qué vuelos de ángeles! Era de niño, tímido y delgado, y parecía a los que le miraban, águila joven, pino joven. Y luego fue sereno, amable y radiante, y los niños y los hombres se detenían a verle pasar. Era su paso firme, de aquel que sabe adónde ha de ir; su cuerpo alto y endeble, como esos árboles cuya copa mecen aires puros. El rostro era enjuto, cual de hombre hecho a abstraerse, y a ansiar salir de sí. Ladera de montaña parecía su frente. Su nariz era como la de las aves que vuelan por cumbres. Y sus ojos, cautivadores, como de aquel que está lleno de amor, y tranquilos, como de aquel que ha visto lo que no se ve. No era posible verle sin desear besar su frente. Para Carlyle, el gran filósofo inglés, que se revolvió contra la tierra con brillo y fuerza de Satán, fue la visita de Emerson, «una visión celeste». Para Whitman, que ha hallado en la naturaleza una nueva poesía, mirarle era «pasar hora bendita». Para Estedman, crítico bueno, «había en el pueblo del sabio una luz blanca». A Alcott, noble anciano juvenil, que piensa y canta, parece «un infortunio no haberle conocido». Se venía de verle como de ver un monumento vivo, o un ser sumo. Hay de esos hombres montañosos, que dejan ante sí y detrás de sí, llana la tierra. El no era familiar, pero era tierno, porque era la suya imperial familia cuyos miembros habían de ser todos emperadores. Amaba a sus amigos como a amadas: para él la amistad tenía algo de la solemnidad del crepúsculo en el bosque. El amor es superior a la amistad en que crea hijos. La amistad es superior al amor en que no crea deseos, ni la fatiga de haberlos satisfecho, ni el dolor de abandonar el templo de los deseos saciados por el de los deseos nuevos. Cerca de él, había encanto. Se oía su voz, como la de un mensajero de lo futuro, que hablase de entre nube luminosa. Parecía que un impalpable lazo, hecho de luz de luna, ataba a los hombres que acudían en junto a oírle. Iban a verle los sabios, y salían de verle como regocijados, y como reconvenidos. Los jóvenes andaban luengas leguas a pie por verle, y él recibía sonriendo a los trémulos peregrinos, y les hacía sentar en torno a su recia mesa de caoba, llena de grandes libros, y les servía, de pie como un siervo, buen jerez viejo. ¡Y le acusan, de entre los que lo leen y no lo entienden, de poco tierno, porque hecho al permanente comercio con lo grandioso, veía pequeño lo suyo personal, y cosa de accidente, y ni de esencia, que no merece ser narrada! ¡Frinés de la pena son esos poetillos jeremíacos! ¡Al hombre ha de decirse lo que es digno del hombre, y capaz de exaltarlo! ¡Es tarea de hormigas andar contando en rimas desmayadas dolorcillos propios! El dolor ha de ser pudoroso.

Su mente era sacerdotal; su ternura, angélica; su cólera, sagrada. Cuando vio hombres esclavos, y pensó en ellos, habló de modo que pareció que sobre las faldas de un nuevo monte bíblico se rompían de nuevo en pedazos las Tablas de la Ley. Era moisíaco su enojo. Y se sacudía así las pequeñeces de la mente vulgar, como se sacude un león, tábanos. Discutir para él era robar tiempo al descubrimiento de la verdad. Como decía lo que veía, le irritaba que pusiesen en duda lo que decía. No era cólera de vanidad, sino de sinceridad. ¿Cómo había de ser culpa suya que los demás no poseyesen aquella luz esclarecedora de sus ojos? ¿No ha de negar la oruga que el águila vuela? Desdeñaba la argucia, y como para él lo extraordinario era lo común, se asombraba de la necesidad de demostrar a los hombres lo extraordinario. Si no le entendían, se encogía de hombros: la naturaleza se lo había dicho: él era un sacerdote de la naturaleza. El no fingía revelaciones; él no construía mundos mentales; él no ponía voluntad ni esfuerzo de su mente en lo que en prosa o en verso escribía. Toda su prosa es verso. Y su verso y su prosa, son como ecos. El veía detrás de sí al Espíritu creador que a través de él hablaba a la naturaleza. El se veía como pupila transparente que lo veía todo, lo reflejaba todo, y sólo era pupila. Parece lo que escribe trozos de luz quebrada que daban en él, y bañaban su alma, y la embriagaban de la embriaguez que da la luz, y salían de él. ¿Qué habían de parecerle esas mentecillas vanidosas que andan montadas sobre convenciones, como sobre zancos? ¿Ni esos hombres indignos, que tienen ojos y no quieren ver? ¿Ni esos perezosos u hombres de rebaño, que no usan de sus ojos, y ven por los de otro? ¿Ni esos seres de barro, que andan por la tierra amoldados por sastres, y zapateros, y sombrereros, y esmaltados por joyeros, y dotados de sentidos y de habla, y de no más que esto? ¿Ni esos pomposos fraseadores, que no saben que cada pensamiento es un dolor de la mente, y lumbre que se enciende con olio de la propia vida, y cúspide de monte?

Jamás se vio hombre alguno más libre de la presión de los hombres, y de la de su época. Ni el porvenir le hizo temblar, ni le cegó al pasarlo. La luz que trajo en sí le sacó en salvo de este viaje por las ruinas, que es la vida. El no conoció límites ni trabas. Ni fue hombre de su pueblo, porque lo fue del pueblo humano. Vio la tierra, la halló inconforme a sí, sintió el dolor de responder las preguntas que los hombres no hacen, y se plegó en sí. Fue tierno para los hombres, y fiel a sí propio. Le educaron para que enseñara un credo, y entregó a los crédulos su levita de pastor, porque sintió que llevaba sobre los hombros el manto augusto de la naturaleza. No obedeció a ningún sistema, lo que le parecía acto de ciego y de siervo; ni creó ninguno, lo que le parecía acto de mente flaca, baja y envidiosa. Se sumergió en la naturaleza, y surgió de ella radiante. Se sintió hombre, y Dios, por serlo. Dijo lo que vio; y donde no pudo ver, no dijo. Reveló lo que percibió, y veneró lo que no podía percibir. Miró con ojos propios en el Universo, y habló un lenguaje propio. Fue creador, por no querer serlo. Sintió gozos divinos, y vivió en comercios deleitosos, y celestiales. Conoció la dulzura inefable del éxtasis. Ni alquiló su mente, ni su lengua, ni su conciencia. De él, como de un astro, surgía luz. En él fue enteramente digno el ser humano.[…]

¿Y la muerte? No aflige la muerte a Emerson: la muerte no aflige ni asusta a quien ha vivido noblemente: sólo la teme el que tiene motivos de temor: será inmortal el que merezca serlo: morir es volver lo finito a lo infinito: rebelarse no le parece bien: la vida es un hecho, que tiene razón de ser, puesto que es: sólo es un juguete para los imbéciles, pero es un templo para los verdaderos hombres: mejor que rebelarse es vivir adelantando por el ejercicio honesto del espíritu sentidor y pensador.

¿Y las ciencias? Las ciencias confirman lo que el espíritu posee: la analogía de todas las fuerzas de la naturaleza; la semejanza de todos los seres vivos; la igualdad de la composición de todos los elementos del Universo; la soberanía del hombre, de quien se conocen inferiores, mas a quien no se conocen superiores. El espíritu presiente; las creencias ratifican. El espíritu, sumergido en lo abstracto, ve el conjunto; la ciencia, insecteando por lo concreto, no ve más que el detalle. Que el Universo haya sido formado por procedimientos lentos, metódicos y análogos, ni anuncia el fin de la naturaleza, ni contradice la existencia de los hechos espirituales. Cuando el ciclo de las ciencias esté completo, y sepan cuanto hay que saber, no sabrán más que lo que sabe hoy el espíritu, y sabrán lo que él sabe. Es verdad que la mano del saurio se parece a la mano del hombre, pero también es verdad que el espíritu del hombre llega joven a la tumba a que el cuerpo llega viejo, y que siente en su inmersión en el espíritu universal tan penetrantes y arrebatadores placeres, y tras ellos una energía tan fresca y potente, y una serenidad tan majestuosa, y una necesidad tan viva de amar y perdonar, que esto, que es verdad para quien lo es, aunque no lo sea para quien no llega a esto, es ley de vida tan cierta como la semejanza entre la mano del saurio y la del hombre.

¿Y el objeto de la vida? El objeto de la vida es la satisfacción del anhelo de perfecta hermosura; porque como la virtud hace hermosos los lugares en que obra, así los lugares hermosos obran sobre la virtud. Hay carácter moral en todos los elementos de la naturaleza: puesto que todos avivan este carácter en el hombre, puesto que todos lo producen, todos lo tienen. Así, son una la verdad, que es la hermosura en el juicio; la bondad, que es la hermosura en los afectos; y la mera belleza, que es la hermosura en el arte. El arte no es más que la naturaleza creada por el hombre. De esta intermezcla no se sale jamás. La naturaleza se postra ante el hombre y le da sus diferencias, para que perfeccione su juicio; sus maravillas, para que avive su voluntad a imitarlas; sus exigencias, para que eduque su espíritu en el trabajo, en las contrariedades, y en la virtud que las vence. La naturaleza da al hombre sus objetos, que se reflejan en su mente, la cual gobierna su habla, en la que cada objeto va a transformarse en un sonido. Los astros son mensajeros de hermosuras, y lo sublime perpetuo. El bosque vuelve al hombre a la razón y a la fe, y es la juventud perpetua. El bosque alegra, como una buena acción. La naturaleza inspira, cura, consuela, fortalece y prepara para la virtud al hombre. Y el hombre no se halla completo, ni se revela a sí mismo, ni ve lo invisible, sino en su íntima relación con la naturaleza. El Universo va en múltiples formas a dar en el hombre, como los radios al centro del círculo, y el hombre va con los múltiples actos de su voluntad, a obrar sobre el Universo, como radios que parten del centro. El Universo, con ser múltiple, es uno: la música puede imitar el movimiento y los colores de la serpiente. La locomotora es el elefante de la creación del hombre, potente y colosal como los elefantes. Sólo el grado de calor hace diversas el agua que corre por el cauce del río y las piedras que el río baña. Y en todo ese Universo múltiple, todo acontece, a modo de símbolo del ser humano, como acontece en el hombre. Va el humo al aire como a la infinidad el pensamiento. Se mueven y encrespan las aguas de los mares como los afectos en el alma. La sensitiva es débil, como la mujer sensible. Cada cualidad del hombre está representada en un animal de la naturaleza. Los árboles nos hablan una lengua que entendemos. Algo deja la noche en el oído, puesto que el corazón que fue a ella atormentado por la duda, amanece henchido de paz. La aparición de la verdad ilumina súbitamente el alma, como el sol ilumina la naturaleza. La mañana hace piar a las aves y hablar a los hombres. El crepúsculo nocturno recoge las alas de las aves y las palabras de los hombres. La virtud, a la que todo conspira en la naturaleza, deja al hombre en paz, como si hubiese acabado su tarea, o como curva que se entra en sí, y ya no tiene más que andar y remata el círculo. El Universo es siervo y rey el ser humano. El Universo ha sido creado para la enseñanza, alimento, placer y educación del hombre. El hombre, frente a la naturaleza que cambia y pasa, siente en sí algo estable. Se siente a la par eternamente joven e inmemorablemente viejo. Conoce que sabe lo que sabe bien que no aprendió aquí: lo cual le revela vida anterior, en que adquirió esa ciencia que a ésta trajo. Y vuelve los ojos a un padre que no ve, pero de cuya presencia está seguro, y cuyo beso, que llena los ámbitos, y le viene en los aires nocturnos cargados de aromas, deja en su frente lumbre tal que ve a su blanda palidez confusamente revelados el universo interior, donde está en breve todo el exterior, y el exterior, donde está el interior magnificado, y el temido y hermoso universo de la muerte. ¿Pero está Dios fuera de la tierra? ¿Es Dios la misma tierra? ¿Está sobre la Naturaleza? ¿La Naturaleza es creadora, y el inmenso ser espiritual a cuyo seno el alma humana aspira, no existe? ¿Nació de sí mismo el mundo en que vivimos? ¿Y se moverá como se mueve hoy perpetuamente, o se evaporará, y mecidos por sus vapores, iremos a confundirnos, en compenetración augusta y deleitosa, con un ser de quien la naturaleza es mera aparición? Y así revuelve este nombre gigantesco la poderosa mente, y busca con los ojos abiertos en la sombra el cerebro divino, y lo halla próvido, invisible, uniforme y palpitante en la luz, en la tierra, en las aguas y en sí mismo, y siente que sabe lo que no puede decir, y que el hombre pasará eternamente la vida tocando con sus manos, sin llegar a palparlos jamás, los bordes de las alas del águila de oro, en que al fin ha de sentarse. Este hombre se ha erguido frente al Universo, y no se ha desvanecido. Ha osado analizar la síntesis, y no se ha extraviado.[…]

Para él no hay contradicción entre lo grande y lo pequeño, ni entre lo ideal y lo práctico, y las leyes que darán el triunfo definitivo, y el derecho de coronarse de astros, dan la felicidad en la tierra. Las contradicciones no están en la naturaleza, sino en que los hombres no saben descubrir sus analogías. No desdeña la ciencia por falsa, sino por lenta. Ábrense sus libros, y rebosan verdades científicas. Tyndall dice que debe a él toda su ciencia. Toda la doctrina transformista está comprendida en un haz de frases de Emerson. Pero no cree que el entendimiento baste a penetrar el misterio de la vida, y dar paz al hombre y ponerle en posesión de sus medios de crecimiento. Cree que la intuición termina lo que el entendimiento empieza. Cree que el espíritu eterno adivina lo que la ciencia humana rastrea. Ésta, husmea como un can; aquél, salva el abismo, en que el naturalista anda entretenido, como enérgico cóndor. Emerson observaba siempre, acotaba cuanto veía, agrupaba en sus libros de notas los hechos semejantes, y hablaba, cuando tenía que revelar. Tiene de Calderón, de Platón y de Píndaro. Tiene de Franklin. No fue cual bambú hojoso, cuyo ramaje corpulento, mal sustentado por el tallo hueco, viene a tierra; sino como baobab, o sabino, o samán grande, cuya copa robusta se yergue en tronco fuerte. Como desdeñoso de andar por la tierra, y malquerido por los hombres juiciosos, andaba por la tierra el idealismo. Emerson lo ha hecho humano: no aguarda a la ciencia, porque el ave no necesita de zancos para subir a las alturas, ni el águila de rieles. La deja atrás, como caudillo impaciente, que monta caballo volante, a soldado despacioso, cargado de pesada herrajería. El idealismo no es, en él, deseo vago de muerte, sino convicción de vida posterior que ha de merecerse con la práctica serena de la virtud en esta vida. Y la vida es tan hermosa y tan ideal como la muerte. ¿Se quiere verle concebir? Así concibe: quiere decir que el hombre no consagra todas sus potencias, sino la de entender, que no es la más rica de ellas, al estudio de la naturaleza, por lo cual no penetra bien en ella, y dice: «es que el eje de la visión del hombre no coincide con el eje de la naturaleza». Y quiere explicar cómo todas las verdades morales y físicas se contienen unas y otras, y están en cada una todas las demás, y dice: «son como los círculos de una circunferencia, que se comprenden todos los unos a los otros, y entran y salen libremente sin que ninguno esté por encima de otro». ¿Se quiere oír cómo habla? Así habla: «Para un hombre que sufre, el calor de su propia chimenea tiene tristeza». «No estamos hechos como buques, para ser sacudidos, sino como edificios, para estar en firme». «Cortad estas palabras, y sangrarán». «Ser grande es no ser entendido». «Leónidas consumió un día en morir». «Estériles, como un solo sexo, son los hechos de la historia natural, tomados por sí mismos». «Ese hombre anda pisoteando en el fango de la dialéctica».

Y su poesía está hecha como aquellos palacios de Florencia, de colosales pedruscos irregulares. Bate y olea, como agua de mares. Y otras veces parece en mano de un niño desnudo, cestillo de flores. Es poesía de patriarcas, de hombres primitivos, de cíclopes. Robledales en flor semejan algunos poemas suyos. Suyos son los únicos versos poémicos que consagran la lucha magna de esta tierra. Y otros poemas son como arroyuelos de piedras preciosas, o jirones de nube, o trozo de rayo. ¿No se sabe aún qué son sus versos? Son unas veces como anciano barbado, de barba serpentina, cabellera tortuosa y mirada llameante, que canta, apoyado en un vástago de encina, desde una cueva de piedra blanca, y otras veces, como ángel gigantesco de alas de oro, que se despeña desde alto monte verde en el abismo. ¡Anciano maravilloso, a tus pies dejo todo mi haz de palmas frescas, y mi espada de plata!

 

La Opinión Nacional, 19 de mayo de 1882.

PETER COOPER

Las banderas están a media asta, y los corazones: Peter Cooper ha muerto. Este que deja es un pueblo de hijos. Yo no he nacido en esta tierra, ni él supo jamás de mí, y yo lo amaba como a padre. Si lo hubiera hallado en mi camino, le hubiera besado la mano. Y cuando se abran en sus tallos frescos, al aire y a la luz de mayo, las flores aromosas de la Primavera,¡no éstas que crecen bajo cristales, flores pálidas y enfermas de invierno!cogeré en algún campo vecino un ramo de flores silvestres, y las dejaré a la puerta de la tumba donde, cual manto de ángel caído a tierra al emprender el vuelo el dueño alado, yace el cuerpo del anciano amoroso. Y murió, y los que le conocían bien, con aplauso de toda la ciudad, le pusieron un lirio sobre el pecho: así fue a la tumba: ¡oh pecho maravilloso aquel en que, tras de noventa y tres años de vida en la tierra, se abre un lirio! La vida es ahora como la batalla de un mancebo vestido de túnica blanca, que con las manos febriles debátese en medio de la noche porque no manchen con sus mordidas su alba túnica ejércitos de fieras rastreras, y satánicas, que le asaltasen por todos los recodos del camino, arrastrando los vientres pesados; iluminando, con la llamarada siniestra de los ojos, sus rostros humanos; destilando los dientes azuzados, famélicos de túnicas, licor fangoso. Póstrase la tierra con justicia a ver morir a un hombre que ha sacado la túnica inmaculada de su paso por el ejército de fieras.

Amó, fundó, consoló. Practicó el Evangelio humano. Puso paz en los corazones rencorosos, pan en las manos tendidas, alimento en las inteligencias avarientas, dignidad en la vida, ventura en sí, y gloria en su pueblo. Deja un colegio donde aprenden dos mil artesanos, donde leen, con lo que se apaciguan, millares de hombres; ¡pues no hay altar en catedral alguna que levante a su santo más alto que a Peter Cooper levanta este colegio! Durante su vida cavó la tierra, desmontó bosques, zurció telas, inventó máquinas de cortarlas, máquinas para hacer tranquilo el sueño de los niños, para vaciar las minas, para navegar los canales, para enfrenar el vapor, antes de él rebelde, como colérico de verse preso. La tierra, como próvida madre, le abría su seno. Hirvió metales, que es ejercicio que da singular fuerza: parece que en las hornallas bullen mundos nuevos: el resplandor de estos hornos da a los hombres aspecto de dioses.

Vivió serenamente, porque vivió sin pecado. Su esposa no fue para él, como otras esposas, amazona impía que lleva mal al caballo de la brida, sino ala. Era tan tierno que parecía débil; pero tenía esa magnífica energía de los hombres tiernos. Lloraba de oír a un niño; pero echaba a andar por las selvas la primera locomotora que cruzó con éxito tierras de América; y de hacer, con su arte de sombrerero, un gorro a una anciana vecina, se levantaba para dibujar con mano firme una máquina de avasallar y utilizar el poder de las mareas.

Fue cincuenta y dos veces, y no más, a la escuela. Y cada año, de la escuela que él fundó, salen centenares de hombres y mujeres, preparados de arte y de ciencia, como de escudos, para la batalla de la vida. Sus padres fueron míseros. A los 5 años, Peter Cooper ayudaba a su padre a vender cerveza. A los 10, ya hacía sombreros; a los 15, cuando quería zapatos, se hacía con sus propias manos la horma, y el zapato luego; a poco hacía coches, y ahorros, que daba a su padre en penuria. Con la guerra inglesa, se ve la nación pobre de vestidos, y de máquinas de cortarlos, y él las fabrica ¡el pobre cervecerillo! Con lo que le dan las máquinas, y a pesar de cuanto él da, porque vivía de darse, viene a Nueva York a vender especias, frente a donde hoy, con su generoso Instituto rescata almas; y edifica; compra fábricas; inventa sustancias de comercio; seca pantanos, vacía arenales, rompe montes, sustenta a miles de hombres, descubre cuanto ha menester, doma cuanto le sale al paso, levanta colosales fábricas de hierro, abandona cuanto inventa a que otros lo gocen, da a sus hijos sus bienes, y se crea otros, crece como los mares. ¡Y siempre tiene tendidas las manos patriarcales y serenas sobre las cabezas atormentadas de los hombres!

Para Peter Cooper, no era un mérito hacer el bien, sino un crimen dejar de hacerlo. Hubiera temblado de espanto, como si sobre él fuera a descargarse mano tremenda y monstruosa, el día en que no hubiese hecho una buena acción. Creía que la vida humana es un sacerdocio, y el bienestar egoísta una apostasía. No se encaró a Dios, airado de sentirlo y de no verlo, ni volvió el puño al cielo desdeñoso; sino que vivió mansamente, como quien entrevé deleites sumos: y fue venturoso, porque conoció el objeto de la vida. Sólo una llave abre las puertas de la felicidad: Amor. No sufre quien ama, aun cuando sufre, porque del alma a quien devora el amor a los hombres, surgen como de una copa de incienso que se quema, aromas embriagadores. El vio que el mayor goce viene de hacer bien, y la mayor tortura de no poder hacerlo; que el dolor puro nutre, pero que el impuro o mezquino, cual la mayor suma de los dolores humanos, azota el alma, como los manojos de alambres erizados, los ijares de los caballos enloquecidos en las carreras bárbaras del carnaval de Roma.[…]

Así Peter Cooper, que anheló aprender y no tuvo dónde, imaginó, cuando ya le iban contados los sesenta y cuatro años de su hermosa vida, abrir casa de industrias, artes y ciencia, a los que han de vivir de la labor que las requiere. ¿No enseñaréis a cabalgar al que ha de ser jinete del desierto? ¡Pues enseñad la Tierra, la Tierra viva, múltiple y palpitante, al que ha de vivir en ella y de ella! Alzáronse los arcos solemnes; tendiéronse los pavimentos espaciosos; pobláronse de millares de libros los anaqueles; sentáronse eminentes maestros en las cátedras; abriéronse de par en par las puertas; y entráronse por ellas, como por aguas de río de redención, los trabajadores incultos: ¡allá van unos, a la cátedra de Química! Allá van otros, a la de Grabado en madera, a la de Fotografía, a la de Dibujo práctico e industrial, a la de Mecánica! ¡Juntos vienen en la bulliciosa muchedumbre hombres y mujeres, que en la noble casa aprenden artes de vida, y toman de ellas grado a fin de año; y salen, puesta la mano en las riendas de la Fortuna, a servir en el empleo que la casa misma a veces proporciona! Entrad: ¡qué silencio! Dos mil hombres leen. Seguid: ¡qué hermosura! Trescientas jóvenes estudian. Y mirad por estos vastos corredores, y magníficas salas: hierven grupos que esperan a los maestros del Instituto que vendrán a explicarles cómo se manejan tales instrumentos, o dirigen tales aparatos, o se mueven las fuerzas sociales, o se almacena y radifica la electricidad, o cómo Peter Cooper quiere que se diga que la única religión digna de los hombres es aquella que no excluye a hombre alguno de su seno.

¡Y ya ha muerto! ¡ya ha muerto! Ya no vendrá, como tenía de uso, cada sábado, apoyado en el brazo de su hija, a visitar a su Instituto amado. Ya no verán sus ojos aquella juvenil muchedumbre agradecida, que le aguardaba al pie de las escaleras, y lo atajaba por las calles, y llenaba los vientos de sus hurras, y ondeaba frenéticamente en su aplauso los sombreros. Ya no se apartarán para dejar pasar su coche, y saludarlo con respetos las gentes recias y poco ceremoniosas que guían carruajes y carros de cargo. Ya no le esperarán seguros de la dádiva, como lo esperaban cada día y se colgaban a la portezuela de su coche, racimos de pobres. ¡Ya no bajará en día pleno, de su carruaje viejo y agrietado, y ayudará a su cochero con sus manos de 93 años, que han amasado millones, a coser con una aguja de palo y un cordel una correa rota, ni desde el estribo de su carruaje hablará ya más, como aquel día, a la multitud que se ha congregado conmovida para verlo, y que a altísimas y prolongadas voces aclama a su sencillo bienhechor!

La ciudad entera ha ido tras su féretro. Alrededor de la iglesia en que yacía, apiñábase, bajo la lluvia, muchedumbre tan grande que parecía como si quisiese llevarse sobre sus hombros a la iglesia. En seis horas, vieron al anciano muerto 15,000 neoyorquinos.

El templo era un cesto de flores, las calles una alfombra de cabezas descubiertas. Senado, Cámara, Municipios, Cuerpos de Comercio, todos han anunciado su luto, lo han proclamado padre de la nación, y llevan cinta negra al brazo.

En las casas, al oír su nombre pónense de pie hombres y mujeres y niños, y sirvientes. Y en las ventanas al ver pasar su féretro, por delicado y nunca visto homenaje, ¡se quitaban sus sombreros de colores y de plumas las mujeres!

 

La Nación, 3 de junio de 1883.

LONGFELLOW

Ya, como vaso frío, duerme en la tierra el poeta celebrado. Ya no mirará más desde los cristales de su ventana los niños que jugaban, las hojas que revoloteaban y caían, los copos de nieve que fingían en el aire danza jovial de mariposas blancas; los árboles abatidos, como por el pesar los hombres, por el viento, y el sol claro, que hace bien al alma limpia, y esas leves visiones de alas tenues que los poetas divisan en los aires, y esa calma solemne, que como vapor de altar inmenso, flota, a manera de humo, sobre los montes azules, los llanos espigados y los árboles coposos de la tierra. Ya ha muerto Longfellow. ¡Oh, cómo acompañan, los buenos poetas! ¡Qué tiernos amigos, esos a quienes no conocemos! ¡Qué benefactores, esos que cantan cosas divinas y consuelan! ¡Si hacen llorar, cómo alivian! ¡Si hacen pensar, cómo empujan y agrandan! Y, si están tristes ¡cómo pueblan de blandas músicas los espacios del alma, y tañen en los aires, y le sacan sones, como si fuera el aire lira, y ellos supieran el hermoso secreto de tañerla!

La vida, como un ave que se va, dejó su cuerpo. Le vistieron de ropas negras. Le arreglaron la blanca barba, ondeante sobre el pecho. Le besaron la mano generosa. Miraron tristemente, como quien ve un templo vacío, su frente alta. Le acostaron en su ataúd de paño. Le pusieron en él un ramo humilde de flores campestres. Y abrieron, bajo la copa de un álamo majestuoso, un hueco en tierra. Y allí duerme.

Y ¡qué hermoso fue en vida! Tenía aquella mística hermosura de los hombres buenos; el color sano de los castos; la arrogancia magnífica de los virtuosos; la bondad de los grandes, la tristeza de los vivos, y aquel anhelo de la muerte, que hace la vida bella. Era su pecho ancho, su andar seguro, su cortesía real, su rostro inefable, su mirada fogosa y acariciadora. Había vivido entre literaturas, y sido quien era, lo que es mérito grande. Le sirvieron sus estudios, como de crisol, que es de lo que han de servir, y no de grillos, como sirven a otros. Tanta era su luz propia, que no pudieron cegarla reflejos de otras luces. Fue de los que dan de sí, y no de los que toman de otros. Le graznaron cuervos, que graznan siempre a las águilas. Le mordieron los envidiosos, que tienen dientes verdes. Pero los dientes no hincan en la luz. El anduvo sereno, propagando paz, señalando bellezas, que es modo de apaciguar; mirando ansiosamente el aire vago, puestos los ojos en las altas nubes y en los montes altos. Veía a la tierra, donde se trabaja, hermosa; y la otra tierra, donde tal vez se trabaja también, más hermosa todavía. No tenía ansia de reposar, porque no estaba cansado; pero como había vivido tanto, tenía ansia de hijo que ha mucho tiempo no ve a su madre. Sentía a veces una blanda tristeza, como quien ve a lo lejos, en la sombra negra, rayos de luna, y otras veces, prisa de acabar, o duda de la vida posterior, o espanto de conocerse, le llenaban de relámpagos los ojos. Y luego sonreía, como quien se vence. Parecía un hombre que había domado a un águila.

Son sus versos como urnas sonoras, y como estatuas griegas. Parecen al ojo frívolo, pequeños, como parece de primera vez todo lo grande. Mas luego surge de ellos, como de las estatuas griegas, ese suave encanto de la proporción y la armonía. Y no batallan en lo hondo de esas urnas ángeles rebeldes en nubes encendidas; ni se escapan de ellas lamentos alados, que vuelan como cóndores heridos, lúgubre la mirada, llameante el pecho rojo; ni sobre rosas muelles se tienden, descuidados, al son de los blandos besos y la amable avena, los tiernos amadores; sino que es su poesía vaso de mirra, de donde asciende en humo fragante, como en homenaje a lo alto, la esencia humana. Hizo el poeta canoso versos varios, y supo de finlandeses y noruegos, y de estudiantes salmantinos, y de monjas moravas, y de fantasmas suecos, y de cosas de la colonia pintoresca, y de la América salvaje. Pero estos ocios de la mente que son bellos, no copian bien el alma del poeta, ni son su obra real, sino aquellos vagares de sus ojos y efluvios de su espíritu, y luengos y ternísimos coloquios con la solemne naturaleza, que era como la desposada de este amante, y se ponía para él sus galas ricas, y le mostraba, confiado en su amor, los tesoros de su magnífica hermosura. Y de sus labios, hechos al canto, fluían entonces versos armoniosos. Así miraba, desde los cristales de su ventana, la tarde oscura, no como quien teme a la noche, sino quien aguarda a su perezosa desposada. Y le parecían los niños flores, y las niñas rosas, y él era para ellos muro viejo, por el que trepaban alegres las rosas y las flores. Le sobrecogía como a onda mísera, el miedo de perderse en el mar inmenso como onda, y se rebelaba, y se preguntaba cuál era entonces la utilidad de tanta pena y la razón de tanto bárbaro martirio, pero tenía piedad de sí, y de los demás, y no contaba estos dolores a los hombres. Quería que se viviese como Héctor, y no como Paris, que se viviera sin ira, y con agradecimiento; y que se supiese cuánto hay de hermoso en el dolor, y en la muerte, y en el trabajo. No incitaba a los humanos a cóleras estériles, sino al bravo cultivo de sí mismos. Creyó que, puesto que se tiene alma, ha de vivirse de ella, y no de vanidad, ni de comprar ni vender goces, por cuanto no es goce el que se compra o vende. Veía la vida como monte, y el estar en ella como la obligación de llevar un estandarte blanco a la cima del monte. Y vivió en paz, fuera de los mercados bulliciosos, donde los árboles rumoreaban y trabajaba a la sombra de un castaño un herrero robusto, y volaban, como las hebras rubias del maíz tierno, las chispas de la fragua, y se paraban a verlas, como pensativos, parvadas de escolares, pequeñuelos. Y ha muerto ahora serenamente, cual se hunde en el mar la onda. Los niños llevan su nombre; está vacío el sillón alto, hecho del castaño del herrero, que le regalaron, muy labrado y mullido, los niños amorosos; anda con son pausado el reloj rudo, que sobrevive al artífice que lo hizo, y al héroe que midió en él la hora de las batallas, y al poeta que lo celebró en sus cantos; y cuando, más como voz de venganza que como palabra de consuelo sonaron sobre la fosa, abierta aún, aquellos sones religiosos, salmodiados tristísimamente por el hermano del poeta, que dicen que se vino del polvo y al polvo se vuelve, parecía que la naturaleza descontenta en cuyo seno posaba ya su amado, enviaba el aire recio que abatía sobre la tumba fresca el ramaje del álamo umbroso, y que decía el viento en las ramas, como consuelo y como promesa, los nobles versos de Longfellow, en que cuenta que no se dijo lo de la vuelta al polvo para el alma. Y echaron tierra en la fosa, y cayó nieve, y volvieron camino a la ciudad, mudos y tímidos, el poeta Holmes, el orador Curtis, el novelista Howells; Luis Agassiz, hijo del sabio que lo fue de veras porque no fue para él el cuerpo, como para tantos otros, velo del alma, y el tierno Whittier, y Emerson, trémulo, ¡en cuyo rostro enjuto ya se pinta ese solemne y majestuoso recogimiento del que siente que ya se pliega su cabeza del lado de la almohada desconocida!

 

La Opinión Nacional, 11 de abril de 1882.

HENRY GARNET

En tanto que esos amigos de las glorias americanas se reunían para ver que no se honrase a quien era digno de honor, otros hombres agradecidos al bien que del reverendo Henry Garnet recibieron, decidían vestir de luto por su muerte la iglesia que fue suya; y contar en solemne ceremonia la humildad, la elocuencia, la grandeza, la firmeza, el empuje del afamado orador negro. En un día solemnísimo, los rayos de sol que penetran por las ventanas altas del Capitolio de Washington iluminaban la frente bronceada y vasta de un hombre altivo que decía con voz serena frases magnánimas y elocuentes: era Henry Garnet, el primer hombre negro que se sentaba, como sacerdote venerable, entre los hombres blancos que cobija la cúpula del severo Capitolio. En otro día no olvidado, un joven imponente decía vehementísimas y cultas palabras ante la Sociedad Antiesclavista de Nueva York, que admiró lo aprovechado de su mocedad, lo evangélico de su frase, lo acabado de su modo de decir, la virilidad de su apostura: era Henry Garnet, que vuelto de trabajoso colegiaje lucía por vez primera en público sus facultades oratorias. ¿Y ese grumete mísero, que limpia vajillas y cubiertos, y hace oficios menores, y va de mozo de cámara en un vaporcillo que da viajes a Cuba? Es Henry Garnet, que enseña a los hombres perezosos, soberbios e impacientes, cómo se puede, de negrillo camarero, hijo de esclavos fugitivos que anduvieron desnudos por la nieve y padecieron frío y hambre en los bosques, ir a pastor de iglesia: a maestro, a miembro del congreso de Frankfort, a abogado del trabajo libre de Inglaterra, a caudillo de su raza, a representante de una nación de cincuenta millones de vasallos en tierra extranjera, a orador en cuya frente limpia y altiva juguetea, como acariciándosela enamorada, la serena y grandiosa luz del Capitolio. Venían los negros, perseguidos en los Estados del Sur, a Nueva York, y llamaban, como a la casa del patriarca, a la de Garnet, que les aderezaba para vivir su casa y su iglesia: y le oían como a Mesías, y le obedecían como a Moisés. Era fama, cuando ya estaba Garnet privado del uso de una pierna y entrado en latines, que traía revuelta con sus bravas ideas antiesclavistas a la Academia de Canaan, que llegó a ser fortaleza de estas ideas, repleta de vehementes soldados, y los partidarios de la esclavitud juntaron noventa y cinco yuntas de bueyes, y las uncieron a la Academia, y la arrancaron de cuajo, en tanto que balas matadoras tajaban el aire en busca de «aquel negro atrevido de frente alta». No era su lenguaje truncado e imperfecto como el de casi todos los hombres de su raza en esta tierra, sino atildado y ejemplar; sus ojos, decían honradez; sus labios, verdad; todo él, respeto. Lo tributaba y lo inspiraba. En un grupo de hombres, parecía él el jefe. Fue sacerdote en Washington, y lució como virtuoso y elocuente sacerdote. Lo fue en Nueva York, en propia iglesia, y cada año le traía a sus feligreses más amorosos y sumisos. Con el brazo derecho paraba todo golpe que el negro injusto dirigiese al blanco que había ayudado a libertarlo, y con el brazo izquierdo desviaba de la cabeza de los negros todo golpe que a ellos enderezasen los blancos que los desdeñan sin razón, porque les ven víctimas del mal que les hicieron. Garnet, que ha muerto de ministro de los Estados Unidos en Liberia, ni se avergonzaba de las miserias de su raza, ni las compartía. Odiaba el odio. Amaba vivamente a los blancos y a los negros. Ha muerto amado.

 

La Opinión Nacional, 31 de marzo de 1882.

BRONSON ALCOTT

Han muerto en estos días hombres famosos: William Corcoran, que ennobleció su ancianidad empleando en el bien público la fortuna en osadas empresas adquirida; el satírico David Locke, célebre bajo su seudónimo «Petroleum V. Nasby», que contribuyó al triunfo de la guerra contra el Sur y a la benevolencia de los vencedores con las cartas críticas que eran el deleite de Lincoln, y en que el chiste descomunal fue hábil vehículo de las ideas justas, como el bufón, con sus cencerros y su gorro, era el vocero de la libertad opresa en las cortes antiguas; el botánico Asa Gray, que empezó la vida de curtidor y labriego y murió celebrado, dondequiera que hay ciencia, como el teniente mayor de Darwin y el que más ayudó a demostrar la doctrina evolvente de la vida en el reino de las plantas, donde, según él, en constante combate por existir, lo superior excluye a lo inferior, y lo predominante sobrevive.

Pero ninguno de ellos, con ser todos creadores de sí y dignos de veneración, vivió tan puramente como el viejecito soñador que se sentaba todas las mañanas tras los cristales de su sala célebre, aunque humilde, en el pueblo filosófico de Concord, a saludar con un gesto de la mano, semejante al de quien bendice, a cuantos pasaban por el camino. ¿Quién, ni el más duro mercader, no devolvía el saludo con ternura al idealista sin mancha, al amigo de los árboles, al que jamás puso carne en su mesa, al compañero de Thoreau el eremita, y el augusto Emerson, a Amos Bronson Alcott?

Así como la poesía, de puro comprimida, estalla con más luz y música allí donde por no ser cualidad común se acendra con la soledad y la indignación en quien posee su estro terrible, así la vida ideal de este filósofo platónico, que salió a vender libros cuando mozo y volvió del viaje haciéndolos, llegó en su país áspero y atareado al reposo celestial y la albura de la nieve. Mientras más fuese lo brutal, más claro era su deber de no serlo. Para que lo blanco se pueda ver, ¡que resplandezca! Si los hombres nutren con sus malas prácticas lo que tienen de fieras, yo haré con las mías por nutrirles lo que tienen de palomas. Puesto que hay tanto hombre-boca, debe haber de vez en cuando un hombre-ala. El deber es feliz, aunque no lo parezca, y el cumplirlo puramente eleva el alma a un estado perenne de dulzura. El amor es el lazo de los hombres, el modo de enseñar y el centro del mundo. Lo que dijo Platón debe repetirse hasta que los hombres vivan conforme a su doctrina. Se debe enseñar conversando, como Sócrates, de aldea en aldea, de campo en campo, de casa en casa. La inteligencia no es más que medio hombre, y no lo mejor de él; ¿qué escuelas son éstas donde sólo se educa la inteligencia? Siéntese el maestro mano a mano con el discípulo, y el hombre mano a mano con su semejante, y aprenda en los paseos por la campiña el alma de la botánica, que no difiere de la universal, y en sus plantas y animales caseros y en los fenómenos celestes confirme la identidad de lo creado, y en este conocimiento, y en la dicha de la bondad, viva sin la brega pueril y los tormentos sin sentido, pesados como el hierro y vanos como la espuma, a que conduce aquel bestial estado del espíritu en que dominan la sensualidad y la arrogancia. ¡No sabe de la delicia del mundo el que desconoce la realidad de la idea y la fruición espiritual que viene del constante ejercicio del amor!

Prefiere el alma del corazón a la de la mente, y a la de la región de los deseos; pero la hegemonía no ha de ser de un alma sola, sino de la relación saludable de estas tres. Del espíritu vienen dichas que hacen innecesaria la muerte, porque contienen el desvanecimiento de gozo y descanso lumíneo que a la muerte, más por esperanza que por certidumbre, se supone; pero así como el juicio madura la sensibilidad, y por el sentimiento conocido sube al deleite el ser humano, así ha de conocerse y observarse la ley del cuerpo, cuya armonía predispone a la espiritual, porque en lo corpóreo, como en lo del espíritu, la salud es indispensable a la belleza, y ésta, en el hombre como en el mundo de que es suma, depende del equilibrio. Así predicó Bronson Alcott, y así vivió. Su casa era un cenáculo; su familia una guirnalda; su existencia un lirio.

¿De dónde sino del trabajo y de la vida natural había de venir hombre tan puro? No nació en la ciudad, que extravía el juicio, sino en el campo, que lo ordena y acrisola. Su padre fue labrador. El perro y el caballo fueron sus primeros amigos. Aró, sembró, cosechó. Puso a los acordes y enseñanzas del mundo el oído que trata afinado de la Naturaleza; así que, cuando su padre, viéndolo inteligente, y locuaz, creyó, como los padres suelen, que debía ejercitar en los engaños provechosos del comercio estas dotes benditas, él no comerció con su baúl de libros, que en un caballejo le pusieron para que les buscase comprador por las aldeas, sino que fue libro vivo a quien los campesinos oían con gozo y con asombro de que les hablase tan al corazón sobre la poesía de sus faenas y el modo de ser dichoso en el alma, aquel barbilampiño a quien de buena gana daban cama donde dormir, y pan y mantequilla.

El baúl de libros volvió poco menos que entero; y Bronson Alcott puso su primera escuela, y con ella el cimiento de su fama y de su renombre de innovador; porque si ahora castigan aquí corporalmente en las escuelas públicas, entonces era cosa de sacar la sangre de las posaderas y las manos, lo que indignó a Alcott tanto, que, por no imponer torturas a sus discípulos, ni la del libro les impuso, prefiriendo inculcarles, con un amor no exento de firmeza, la ciencia que él enseñaba conversando al niño en sus resultados y conjunto, que es como a la niñez agrada y aprovecha, no en el estudio largo y descosido de los meros modos de conocer, que ni acomodan a su impaciencia natural, ni le disciplinan con tanta suavidad y eficacia la mente, ni le revelan, con el ajuste y sentido de cuanto ve, la ley de su propia dicha y la del mundo.

Crecían a la vez su fama y sus censores. Da pena leer lo que sacerdotes, poetas y maestros escribieron cuando Alcott fundó su célebre Temple School en defensa del castigo corporal y la enseñanza rutinaria. Desenvuélvase, decía él hace treinta años, el hombre entero, el moral, el intelectual y el físico, por medios suaves que lo dispongan a la suavidad, que en vez de rebajarlo lo enaltezcan, que le revelen a la vez la ley universal y su destino, que o es un crimen de la Naturaleza, o es el amor. Edúquese en el hábito de la investigación, en el roce de los hombres y en el ejercicio constante de la palabra, a los ciudadanos de una república que vendrá a tierra cuando falten a sus hijos esas virtudes. Lo que estamos haciendo son abogados, y médicos, y clérigos, y comerciantes; pero ¿dónde están los hombres? ¡La misma cristiandad se va del mundo porque los ministros que viven de interpretarla transmiten su letra inerte y oscura, no el espíritu que revela la pequeñez de ellos, y la grandeza de la creación, cuyo conocimiento, con la fe que viene de él, es indispensable a la felicidad del hombre! «Tu sistema es justo», le dijo Emerson, que jamás temió abogar por la razón desamparada; «no te amedrenten los enemigos de la bondad; no abandones tu predicación un solo minuto».

La escuela tuvo que abandonarla; pero no su predicación, ni aquella finura de alma con que en el comercio diario de estas nobles ideas fue tomando su vida tal esplendor, tal fama su casa, magia tal su discurso, que de todas partes venían a oír al autor de los Tablets, que eran como los apotegmas de este nuevo platonismo; al que escribió ideas que parecen luces en aquel histórico Dial, donde la filosofía trascendental quedó más bella cuando él la dotó con sus «Versículos Orfeicos»; al filósofo ilustre entre los trascendentalistas, que quisieron conformar los accidentes del mundo a su esencia, el hombre al Universo y la vida a su fin. Iban a oírlo hablar, como sus discípulos a Sócrates, a quien se pareció en esto y en la lucidez con que explicaba la idea del mundo, pero no en la ironía, que en Alcott era más bien indignación, ni en Xantipa tampoco, porque le hicieron la vida gustosa en la pobreza una mujer que no le tuvo a mal su apostolado, sino que se lo entendió y estimuló, y un coro fiel de hijas. Hubo, al fin, que marcar días que eran por el verano casi siempre, para aquellas pláticas filosóficas, cuyo tema circulaba de antemano y desenvolvía Alcott más en monólogos que en diálogos, tan sublimes a veces, que un amigo le conoció a otro que venía de uno de ellos «por el resplandor del rostro». Se retiró a Concord como Plotino a su Campania, y como él, y no con mejor fortuna, quiso fundar en medio de los hombres un modelo de la vida ideal, en una casa de campo rodeada de poca tierra labrantía; pero ya para entonces no tenía enemigos, como tuvo el de Licópolis, ni deslució, como Plotino, con temas de escuela y verba sofísticas, la elevación y sencillez de aquella dichosa y como fúlgida doctrina. Con ella en los labios ha muerto. Fue mal hombre de negocios.

 

La Nación, 29 de abril de 1888.

LOUISA MAY ALCOTT

No hay que andar buscando en los pueblos nuevos aquellas literaturas de copia y alfileres que enseñan catedráticos momias en las escuelas clásicas. ¿Y quién es ese secretario de usted que da tantos tropiezos?preguntaban a un periodista de Chicago. «Es un imbécil que habla dieciocho lenguas y sabe seis ciencias vivas. Déle usted un fin de verso latino y él le dirá si es de Juvenal o de Persio; pero no le pregunte por dónde va la vida humana, ni cómo se influye en ella, ni cómo se saca de ella la felicidad, ni cómo se anda por el mundo sin tropezar con los callos y juanetes del vecino; ¡ésa es la ciencia, amigo, no tropezar con los juanetes!»

No fue esa literatura científica por cierto la que dio fama a la escritora que acaba de morir, Louisa May Alcott. De seguro que su nombre no es conocido en nuestros países, como no lo era el de su padre, el filósofo Bronson Alcott, cuya vejez mantuvo ella decorosamente con el producto de su trabajo. Y su trabajo fue notable. Lo primero fue, más que estudiar, vivir; vivió pobre; vivió en el campo, cerca de Thoreau el naturalista eremita, y de Hawthorne el novelista del espíritu, y de aquella águila blanca que se llamó Emerson; vivió en su casa humilde, haciendo de hija mayor en la casa adonde traía poco pan el padre filósofo, y donde lo que la madre ganaba enseñando por el pueblo urbanidad y costura fue mermándose tanto que Louisa, engolfada en lecturas sabihondas, dejó de escribir sendas cartas a Víctor Hugo, a Milton y a Goethe, para enseñar en una escuela vecina, donde la querían mucho por su arte de inventar cuentos. Los enviaba a docenas a los diarios, por si se los querían imprimir, y al fin uno pareció bien a cierto editor compasivo, que le pagó cinco pesos, y diez por el segundo, hasta que un día de nieve se encontró al volver de sus lecciones un poste donde decía en letras muy grandes: «Bertha», novela nueva por la autora de «Las primadonnas rivales». La familia entera fue en procesión a ver aquel poste, que era la lengua primera de la fama, y arrancó los jirones del cartel, que guardan aún piadosamente las hermanas.

Pero en vano escribía Louisa May Alcott novelas imaginadas, con más invención que observación y llenas de reminiscencias y trasuntos literarios. «Hará algo», decían los que la conocían; mas con veinte libros que llevaba escritos aún no lo había hecho; hasta que, tocada en el noble corazón por los sufrimientos de los heridos en la guerra del Sur, se alistó de enfermera, vio la muerte, y halló este lenguaje: «Alrededor de la estufa, de la estufa roja y enorme, estaban encogidos, tendidos, caídos sobre el codo, reclinados uno contra otro, los hombres más infelices que vi jamás, desencajados, despedazados los vestidos, pálidos; con el fango hasta las rodillas, con vendas ensangrentadas de muchos días atrás; muchos acurrucados en sus mantas, con la levita a los pies o sin levita, y todos con aquella mirada de cansancio que proclama, más que el silencio de las ciudades y los despachos de los jefes, la derrota. Yo los compadecía tanto, que no me atrevía a hablarles. Me moría de deseo de servir al más miserable de ellos». Y las historias del hospital las cuenta así, en sus Hospital Sketches: trajeron de comer, y ella dio alimento a uno de los peor heridos y lo ofreció después al que tenía al lado. «Gracias, mi señora; ya yo no creo que volveré a comer; tengo una bala en el vientre. Pero beber agua sí quiero, si no está usted muy ocupada». Eché a andar muy de prisa, pero acababan de llevarse los baldes para llenarlos y tardaron un mundo en volver. Yo no olvidé a mi herido, y fui a él con la primera jarra. Me pareció que dormía; pero algo en su cara pálida y cansada me hizo poner a sus labios el oído. No respiraba. Le toqué la frente. Estaba fría. Entonces entendí que, mientras yo aguardaba por el agua, otra enfermera mejor le dio a beber una medicina mas fresca, y lo curó de una caricia de su mano. Tendí la sábana sobre aquél cuyo sueño ya no podía turbar ruido alguno, y media hora después la cama estaba vacía».

Desde entonces Louisa May Alcott, iluminada por la ternura, no escribió más que la verdad. No se valió de la imaginación para inventar, sino para componer, que es su verdadero oficio; y lo que sabía de la literatura le sirvió mucho, por supuesto, pero no para construir edificios de cartón pintarrajeados de leyendas y mitología, con un puntal griego, otro hindú, otro alemán y otro latino, sino para distribuir lo suyo propio, que por sí vio de cerca y sabía, con aquella proporción, naturalidad y buen gusto que son la lección eterna y útil que se saca del estudio de la buena literatura. Louisa May Alcott contó entonces su vida de niña, las de sus hermanas, la de aquel buen padre que no comía carne, la de su madre que la crió como una flor, la de sus vecinos del pueblo de Concord, refugio antes y aún hoy de las almas más claras y felices de entre aquella pléyade de bostonianos en quienes arraigó por igual el amor al hombre y el amor a las letras. Pero no lo contaba en cabeza propia, porque eso hubiera privado a la narración de libertad y encanto; sino que, disponiendo los incidentes alrededor de un argumento propicio y urdiendo en una acción imaginada y siempre sencilla los caracteres reales, creó, con toda la fuerza de quien había vivido una niñez típica y original, la novela nueva del niño americano. De la niña americana sobre todo. No hay casa de campo ni de ciudad que no tenga sus Mujercitas, sus Hombrecitos, su Trabajo, sus Ocho Primos, su Biblioteca de Lulú, su Bajo las lilas. En Mujercitas y en Trabajo está su vida entera, porque ella es «aquel marimacho de Jo», y ella es «aquella bonaza de Christie». Y tan sanos y vigorosos son sus libros, que no los leen los niños sólo con delicia, sino que la persona mayor que comienza uno, ya no sabe dejarlo de la mano. Mujercitas se ha vendido por centenares de miles; y Hombrecitos poco menos. Allí chispea la vida, sin imágenes vanas ni recias descripciones; la virtud se va entrando por el alma según se lee, como se entra el bálsamo por la herida.

WHITTIER

De la homeríada norteamericana; de la época de creación en que surgieron, con los caracteres originales de la República, las mentes magnas que los condensaron en la forma superior de poesía; de los tiempos de Bryant, Emerson y Longfellow, sólo quedan ya los poetas menores, a quienes lo mejor del país mima en la vejez con ternura de hijo. La casa se les llena de flores a cada nuevo cumpleaños; las escuelas declaran el aniversario día de fiesta; las ciudades diputan comisiones para que lleven sus cariños al poeta anciano; las casas editoras, enriquecidas con sus versos, le dan muestra de gratitud con algún presente artístico; la prensa cuenta su vida, sus primeros ensayos, sus versos de mozo, la manera con que sus versos, como una enredadera de ipomeas a un olmo robusto, se han ido enlazando a la nación; pintan el retiro donde alberga el poeta sus últimos años, los amigos que le visitan, los libros cuya compañía prefiere, las creencias que le ha dejado en pie la vida y aquella fe en lo sobrenatural que, por claro misterio, posee a las almas bellas cuando se acercan a su nuevo estado.

Así ha sido ahora el cumpleaños del cuáquero Whittier. Él, Wendell Holmes y Ruasen Lowell, son los tres viejos de la literatura americana. Su rostro no es hercúleo y barbón, como el de Lowell; ni ladino, písceo y de poco pelo, como el de Wendell; es un rostro amoroso, cercado por una barba nívea, raso el labio de arriba, como el de Lincoln; la nariz de águila, menos lo rapaz; los ojos debajo de la frente, que sobre ellos se levanta y adosela, brindan al transeúnte un asiento en el alma; la frente, como sus versos, es de nácar. Nácar no más son sus versos, como los vapores azulosos de las colinas en cuya falda mora, y los guijarros irisados que en sus largos paseos matinales recoge por las orillas de aquellos claros ríos; nácar que se tiñó una vez de fuego, y centelleó como las bayonetas, cuando, en vez de narrar amablemente las Leyendas de la Nueva Inglaterra, condenó en sus Voces de Libertad, henchidas de soberano desdén y santa furia, a los dueños viles y los políticos cobardes que se oponían a la emancipación de los esclavos. Luego, «laureado de la Libertad», como acá le dicen, volvió el sensible cuáquero, siempre pobre de salud, al regazo de la Naturaleza; y de las flores silvestres, de los copos de nieve, de las mariposas primaverales, de las conchas de la playa vecina, tomó modelos para sus versos, que son de veras, como «La Tienda en la Playa», concha; como «Rumbo a la Nieve», copo; como «Maud Muller», flor y mariposa.

Ochenta son los años que acaba de cumplir, a pesar de que desde la juventud el cuerpo se le queja y no tiene hora sana. El día fue de fiesta en toda la comarca. El pueblo de Danvers, donde él vive, cerró sus tiendas y celebró en sus escuelas, con cantos y recitaciones de sus versos, el «día de Whittier». Allá, a la orilla del otro mar, hay una ciudad que lleva su nombre, y le envió impreso en seda un número de su primer periódico, The Whittier News Item. En Massachusets, así como hay sociedades literarias para estudiar al inglés Browning, las hay para el adelanto de las letras, bajo el nombre de «Whittier», y éstas honraron el día con sesiones solemnes en que, en prosa y en verso, recordaron la gracia y virtud del poeta amado. En la casa, llena de amigos, no había lugar para tantos cestos de rosas; y tiendas de siemprevivas, en recuerdo de la «de la Playa»; y haces de helechos finos, como los que él pinta en sus poesías; y un pastel de cumpleaños, con recia capa de azúcar, y encima una corona; y el más tierno y original de los presentes, hecho de mano de una doncella india, que no era más que un almohadón de abeto balsámico, donde el verso de Whittier: «Es nuestro pino médico famoso» estaba bordado con hebras sacadas del pinar de la tumba de Helen Hunt Jackson, la autora de «Ramona». Y alrededor de la corona que realzaba el exquisito pastel, rodeado incesantemente de los visitantes y vecinos, sobresalía, con letras de fina fruta sobre la capa azucarada, este otro verso del cuáquero: «El que ama al hombre halla en la vida el Cielo». ¡De este modo celebra el norteamericano a sus poetas!

EL GENERAL GRANT

Las calles están vestidas de negro. Las veletas de los techos echan al aire sus cintas de luto. Edificios de once pisos están cubiertos de casimir fúnebre. Todo Wall Street, la calle de la banca, parece un féretro. Poco menos que de pie sobre el aire cuelgan de paño sombrío los decoradores, columnas y balcones más altos que las torres de las iglesias.

Los carreteros han puesto sobre las sienes de sus caballos rosetas de duelo, los maquinistas han atado a la chimenea de sus máquinas sus cintas de tristeza, que, a par del humo oscuro, van oscilando al viento. La ciudad entera se viene preparando a ver pasar el sábado, con doscientos mil soldados y lo mejor de la Nación tras él, el cadáver de Grant.

Murió el 23 de julio. Le rodeaba toda su familia, su criado fiel, sus médicos. Los nietecitos dormían en sus ropas blancas de sueño, en el cuarto que daba sobre su cabeza. La esposa le tenía de las dos manos, se las acariciaba, le apartaba los cabellos de la frente. Nadie lloraba. De pronto, aspiró el aire, con ese movimiento de fuego fatuo con que lo aspiran por última vez los moribundos. Y murió como a las ocho y ocho minutos de la mañana, en Mount Gregor, a más de diez horas de Nueva York. A las ocho y once minutos, con el telegrama que anunciaba la hora del fallecimiento, salía a las calles, el Evening Telegram, que es el alcance al Herald. De entonces a hoy, y van ya diez días, ni diarios ni gentes hablan más que del funeral de Grant, a quien Nueva York ha acaparado para sí, con gran celo de Washington, que lo reclamaba como a héroe nacional; de Chicago, siempre celosa de Nueva York; de Galena, la humilde ciudad donde nació y padeció pobreza, y de donde salió a la guerra primero, después de cinco años de quehaceres penosos por asegurar el pan del día, y luego a la Presidencia de la República. En los lugares puros y apartados del campo se crían las grandes fuerzas.

Política, teatros, artes, todo parece en tregua desde hace diez días. Los detalles más menudos de la vida del general llenan, de la fecha al pie de imprenta, los periódicos: las casucas empinadas de los barrios más ruines, los puestos de frutas de los italianos, los sillones de los limpiabotas en las esquinas, todo se ha ido adornando con guirnaldas y coronas negras y retratos del muerto. En el gran Parque Nuevo lo van a enterrar, mas allá del Parque Central. Quinientos mil pesos quieren reunir para levantar sobre su tumba un mausoleo de granito y bronce. Fabrican provisionalmente, mientras se le levanta el palacio de granito, una bóveda recia, semejante en la forma a una ambulancia militar. Día y noche está en sus alrededores la policía arrollando gente que va a millares a ver hacer la tumba, y a recoger como memento una esquirla de ladrillo, una pedrezuela, un puñado de tierra, una hoja de los árboles de la cercanía. El funeral adelanta, como una apoteosis. La ciudad de Nueva York ofreció a la familia de Grant, el lugar que ella eligiese para sepultar al jefe muerto, que ya en vida había dicho que contaba a Nueva York entre las ciudades donde le sería agradable ser sepultado, «porque el pueblo de Nueva York le había sido amigo en su necesidad»; y como el municipio concedió a la viuda el derecho de ser enterrada al lado de su marido, según éste quiso, la familia prefirió a Nueva York, que con las más ostentosas celebraciones se prepara a agradecer el privilegio de abrigar en su suelo el cuerpo del que llevó de gloria en gloria, contra los rebeldes esclavistas, el ejército colosal de la Federación. A veces, la sangre le llegaba, como en la batalla de dos días en Shiloh, hasta las cañoneras de las sillas, él, entre los labios el tabaco, el fieltro sobre los ojos imperturbables, avanzaba. Si por la derecha le cortaban el paso, se iba por la izquierda; si por ésta se lo cortaban volvía por la derecha. Caía, sin cólera, como una avalancha. A donde puso el ojo, puso la bandera.

Una capa nueva podría hacerse a la tierra con los soldados que perdió en una sola batalla; pero expulsó de sus cuarteles del oeste a los confederados; pero forzó el paso del Mississippi; pero entró en Vicksburg inexpugnable; pero jamás tuvo que hacerse atrás; pero acorraló al ejército enemigo contra el manzanar donde se le rindió Lee. Y como tendió la mano a los vencidos, éstos, los generales mismos a quienes echó de ciudades y atrincheramientos, han venido a sentarse a su cabecera y llevarán mañana las cintas de su féretro en su entierro: ¿quién dijo que se habían acabado los poemas? Nueva York no quiere ver hoy en Grant, ni la Nación agradecida quiere ver, ni en realidad quiso ver nunca, al hombre de armas en quien era vicio ya el mandar, abarcar y arremeter, al Presidente parcial y manejable, al político autocrático e inculto, cuyas faltas alcanzaron siempre a disimular el resplandor de su triunfo y el candor de su ignorancia. Las grandes personalidades son como cimientos en que se afirman los pueblos. Pueblo hay que cierra los ojos a los mayores pecados de sus grandes hombres, y necesitado de héroes para subsistir, los viste de sol, y los levanta sobre su cabeza.

Cuantos errores pudo cometer hombre, en cosas públicas; muchos de los atentados que puede imaginar Presidente de un país libre contra el derecho de su país y el del ajeno, Grant, que tenía apetito de marcha, permitió e imaginó. El miraba con ansia al Norte inglés; al Sur mexicano; al Este español; y sólo por el mar y la lejanía, no miraba con ansia igual al Oeste asiático.

Mascaba fronteras cuando mascaba en silencio su tabaco. La silla de la Presidencia le parecía caballo de montar; la Nación regimiento; el ciudadano recluta. Del adulador gustaba; del consejero honrado no. Tenía la modestia exterior, que encubre la falta de ella, y deslumbra a las masas, y engaña a los necios. Concebía la grandeza cesárea, y quería entrañablemente a su país, como un triunfador romano a su carro de oro. Tenía el rayo debajo del ojo; y no gozaba en ver erguido al hombre. Ni sabía mucho del hombre; sino de empujar y de absorber. Pero ahora no escribimos su vida. Ya nos asomaremos el sábado, los lectores de La Nación y nosotros, a verlo pasar, con la carta que su pobre mujer le hizo poner en el bolsillo del pantalón en que «se despide de él hasta un mundo mejor»; ya veremos el sábado este suceso histórico, y en las paradas de la procesión de doscientos mil soldados, hablaremos de aquel que sin pestañear ni cejar se fue derecho al triunfo, a la cabeza de un millón de hombres. Esta masa, no manejada antes nunca por el hombre, tuvo en las manos, que no le temblaron.

No era de los que se consumen en el amor de la humanidad, sino de los que se sientan sobre ella. Ha muerto noblemente, robándole a la muerte los días necesarios para escribir el libro que deja como único caudal a su mujer y a sus hijos. Antes de morir concibió y proclamó la hermosura de la paz. Fue leal. No fue cruel. Le esperan, en fila silenciosa, para acompañarlo a la tumba, los cañones envueltos en crespón, y las casas colosales de Nueva York, a la generala.

La ciudad no está triste; comienza a estar solemne. No se debe ahorrar a los pueblos los espectáculos grandiosos.[…]

Nació de pobres; de niño, gustó más de caballos que de libros y acarreó leña; en la Escuela Militar se distinguió por buen jinete; llegó a capitán en la guerra de México y, por no ser sobrio, o porque sus cuentas andaban oscuras, le pidieron su renuncia; le alcanzaron los cuarenta años poniendo billares, curtiendo cueros y cobrando recibos; cuatro años más tarde, era general en jefe de un ejército activo de doscientos cincuenta mil soldados que peleaba por la libertad del hombre; cuatro años después, presidía desordenadamente su República.[…]

A los 17 años, por servicio de un representante del Estado, entra en la Escuela Militar de West Point. Montar, monta muy bien; estudiar, estudia mal. Es el mejor jinete de su curso; pero al fin de la carrera, en una clase de treinta y nueve, obtiene el número veinticinco. Ha sido silencioso, poco amigo de juegos, obediente y cortés; «un buen muchacho». Las matemáticas no las estudió a disgusto. De deberes militares, táctica, ordenanza y balística aprendió más que de mineralogía, geología, química, ingeniería y mecánica. Se enamora intensamente, que es signo de personalidad. Se casa joven, que es signo de nobleza. Y va, con grado de teniente segundo, a la frontera, como todos los militares jóvenes.

Ambiciosos y esclavistas se juntaron por aquellos años, en los Estados Unidos, para arrebatar a México una porción de territorio. Los colonos americanos inundaron a Texas y se alzaron con él, como Estado perteneciente a la Unión del Norte por la voluntad de sus habitantes. México clama. Los esclavistas del Sur, que venían lidiando desde principios del siglo por introducir la esclavitud en los Estados libres, o aumentar el número de Estados esclavistas, favorecen en este concepto la anexión de Texas. Van Buren, candidato a la Presidencia, censura la tentativa de anexión, como motivo probable de una guerra injusta con México; y su contendiente Polk, que personifica la idea anexionista, es electo. Las tropas americanas, so pretexto de defender a sus conciudadanos de Texas, entran más allá del limite extremo del Estado. Las tropas de Arista se les oponen, de lo que toma Polk excusa para dar por declarada la guerra. Taylor marcha sobre México y lleva a Grant entre los suyos. Adelantan, como suele la injusticia. Grant peleó contra los cadetes imberbes que a la sombra del último pabellón mexicano cayeron sonriendo, apretados uno contra otro, sobre los cerros de lava de Chapultepec. En un parte fue citado Grant, por bravo. Y en nada más se distinguió, aunque tenía veinticinco años. Sirvió bien como habilitado, y allí aprendió a cuidar del soldado en campaña, y de bagajes y almacenes. El conocimiento de los detalles es indispensable para la preservación de la grandeza; el impulso necesita ser sostenido por el conocimiento.[…]

Casi nadie previó al principio la magnitud de la tremenda guerra. Un general se ríe de otro porque pide doscientos mil soldados para mantener un puesto en el Oeste; pero después, en una sola campaña, en un invierno sólo, mueren cien mil federales entre el Rapidan y el James, que corren cercanos y casi parejos. No hay encuentro que no deje postrados millares de hombres. Shiloh, Gettysburg, Anttetam, Chattanooga, Wilderness, Chickahominy, ¿cuál de ellos no vio, cuando menos, dos mil muertos ?

Y cuando Grant avanzaba sobre Lee, poderoso e impenetrable como una montaña que se mueve, los federales estuvieron muriendo de un mayo a un junio, en un solo campo de operaciones, mil por día. ¡Adelante las columnas! ¡El pueblo que han ayudado a fabricar todos los hombres, para todos los hombres ha de quedar libre! ¡Libres ha declarado a cuatro millones de esclavos el Presidente Lincoln, que «ofreció a Dios darles la libertad si permitía que los confederados fuesen expulsados de Marilandia»; y han de rendirse, quebrados para siempre, los que se oponen a que cuatro millones de hombres sean libres!

No hay añagazas políticas que les den semejanza de derecho. Las guerras deben verse desde las nubes. Bien está que medio millón de seres humanos muera para mantener seguro a la Humanidad su único hogar libre sobre el Universo. Allá, desde arriba, los hombres deben parecer, ondulando, fabricando, abrazándose cuerpo a cuerpo, hasta para guerrear, como esos bulbos vivos, henchidos de gusanos invisibles, que en grandes masas pugnan, con movimientos incesantes y torpes, por romper las raíces de los árboles que acaso en ellos mismos se convierten en una forma más libre y animada de la vida. Son como un puño cerrado que viene pujando por salir de lo hondo de la tierra. ¿Quién no entrevé, en la magnitud de los pesares que acarrea el estado rudimentario de la especie humana, la claridad dichosa que la aguarda, después de su acendramiento y paso doloroso por los mundos? ¡Qué paz para equilibrar este comienzo! Arrebata el pensar en esa suprema dicha; ¡a cuán pocos es dado vislumbrarla, satisfechos de su pequeña máquina, desde su cáscara de huesos![…]

Enorme, improvisada, inculta, original y generosa fue la guerra del Norte, como era por entonces el pueblo que la hizo; y el caudillo que le dio su espíritu natural, ingenuo, y expelió de ella el espíritu académico exótico, nació, como su pueblo, de la pobreza y de las privaciones; dio, como su pueblo, más tiempo y afición al trabajo fecundo y directo que al débil y secundario trabajo de los libros; sustituyó, a las ideas convencionales e importadas, las ideas nuevas que le iba sugiriendo, en campo virgen y condiciones locales, la Naturaleza; y siempre, como su pueblo, arremetió con todo su tamaño, firme e incontrastable como los montes, sobre el objeto de su deseo.

También, como su pueblo, y mucho más que él, corrompió, con malas prácticas políticas, su gloria. De sí mismo había llegado, desde los quehaceres de la curtimbre, a honores tales, que, para darles forma propia, creó el Congreso el título de general, que Washington, con ser quien fue, no tuvo en los Estados Unidos.[…]

¿Quién es ese hombre extraño, desigual, ignorante de las más elementales leyes de la República y cortesías y agradecimientos de gobierno; desconocedor absoluto de los límites que señalan en la presidencia de un país los derechos personales del gobernante y su autoridad pública; incapaz de entender la relación indispensable en que han de estar los empleos nacionales y los individuos nombrados para desempeñarlos; persona desafiadora y excesiva que pone en la administración de un país, celoso de su libertad y respeto, todo el garbo y desembarazo malhumorado que permiten y aun exigen, en su objeto y constitución especial, las prácticas de la guerra? Grant es ése, que se ha traído las botas de campaña a la Casa Blanca, y yerra. No hay faena más complicada y sutil que la del gobierno, ni cosa que requiera más práctica del mundo, sumisión y ciencia. No basta el mero instinto, sino el conocimiento, o el genio, del detalle; el genio es conocimiento acumulado. Por toda suerte de condiciones habrá sido útil pasar, para ser benigno y justo, según diferentes normas, con los hombres de todas condiciones.

Han de tenerse en grado igual sumo la conciencia del derecho propio y el respeto al derecho ajeno; y de éste se ha de tener un sentimiento más delicado y vivo que de aquél, porque de su abuso sólo puede venir debilidad, y del de aquél puede caerse al despotismo.

Profundamente generoso, o decoroso, o discreto, es este pueblo norteamericano, que parece, al mirarlo por encima, egoísta y desatento; ¿cómo, si no, explicarse la tenaz bondad con que se negó a reconocer en Grant culpa alguna en el manejo escandaloso, en la colosal estafa, de la casa de comercio que abusó de su nombre, y logró su firma en documentos graves, y se condujo por derriscaderos tan semejantes a los que recorrieron sus años de gobierno; que siendo él la persona que en ambas existía, el repetirse entre personas extrañas como que indicaba que las faltas eran suyas? Y no; no eran de él; permitir vagamente un engaño que creía útil, podía acaso; mas nunca aprovechar a sabiendas de una ganancia inmunda. Fue aquel afán de principalidad visible; aquel perpetuo clamor interno de encabezamiento y mando; aquella falta de intelectualidad y hermosura que embelleciesen su carácter primario de fuerza; aquella infortunada incapacidad en que éste le tenía de reconocer la dulce majestad de la modestia y el influjo mayor que, aun en las cosas prácticas, ejerce en las verdaderas repúblicas el que no se prevale de los servicios prestados para sobreponerse a ellas.

Pero vino a la postre su enfermedad a cerrar, de luminosa y singular manera, aquella vida, ora brillante, culpable ora, que fue de propia fuerza, y por la magnitud de sus servicios, innegable y definitivamente ilustre. A otros parecerá término apropiado de aquella existencia, que mantuvo sin crueldad la obra política más grande imaginada por los hombres, el funeral pomposo que desde su casa mortuoria le vino haciendo su nación hasta su tumba en Riverside, sobre la que extiende ahora sus ramas un retoño de la enredadera de la que fue tumba de Napoleón en Santa Elena. Les parecerá término bueno de aquella fecunda vida el tren de luto que bajaba, sacudiendo al aire lluvioso sus cortinas negras, de la altiva montaña; la procesión de la milicia neoyorquina que acompañó, poco después de una tempestad, su cadáver, de la estación del camino de hierro al vestíbulo de la casa de Ayuntamiento, convertido en cripta fúnebre; el cortejo interminable, el cortejo incansable de hombres y mujeres, de negros, de blancos, de artesanos que volvían de su labor, de soldados que habían peleado en sus filas, de curiosos, que en dos días y dos noches no se depletó un instante, a lo largo de una milla de la Casa Municipal, para venir a ver su cuerpo; el día, en suma, del solemne entierro, declarado día de plegaria para toda la nación, en que el enorme catafalco que llevó sus restos a la fosa, tirado por veinticuatro caballos negros, paseó las calles enlutadas de Nueva York, henchidas de gente, que desde la madrugada anterior esperaba acurrucada en los quicios, colgada en los aleros, montada en los postes de telégrafo, apiñada en balcones pagados a alto precio, para ver pasar al general Hancock, con su estado mayor de generales, y uno del Sur entre ellos; a tanto regimiento apuesto de milicias; al batallón de Virginia, acorralado por Grant en la guerra; a los que lo acorralaron a las órdenes de Grant; al muerto, ante quien todas las cabezas quedaban descubiertas; y al Presidente de la República, en un coche con sus caballos negros, y a los dos ex Presidentes, y a quinientos carruajes, llenos de prohombres, de Secretarios del Estado, de gobernadores, de obispos, de generales, para ver pasar, envueltas en sus largos velos, a la hija y las nueras del gran muerto.

Mas no fue eso lo que cerró luminosamente aquella vida, sino el superior espíritu que en la prolongada espera de la muerte, soportada con singular entereza por aquel anciano carcomido, fue sacando a actos y palabras de eficaz ternura lo mejor de su energía natural, oscurecida por los apetitos y trances vulgares de la existencia. Un soberano recogimiento puso a aquel hombre en la conciencia clara de la grandeza verdadera de su vida; y, al preparar su propia historia de la guerra, que será el caudal único que deje a sus hijos, y cuyas últimas páginas ha escrito jadeante y con los sudores de la agonía sobre los bordes mismos del sepulcro, como polvillo de escultura roída caían ante él las vanidades a que, con apariencia de humildad, dio en otro tiempo tanto aprecio; y por aquella gracia genuina de los caracteres primarios, que les permite elevarse, apenas les favorece alguna condición, al superior sentido de la grandeza del espíritu, ni vio, ni estimó, ni recordó de su obra más que aquellas hazañas necesarias en que sólo fue magno en el pelear para serlo más en la manera de vencer.

Desde sus ojos profundos, enternecidos por el agradecimiento al pueblo bueno que le perdonaba sus yerros y lo miraba en su hora de morir, contemplaba con un digno y elevado cariño a los héroes equivocados a quienes le fue dado un día combatir sin reposo y someter sin ira; y su mano descarnada, extendida al Sur desde la orilla de su tumba con buena voluntad, ha sido recogida por amorosa admiración, como tesoro nacional, por sus gallardos enemigos. La nación de los hombres ha empezado, y este muerto, a pesar de sus grandes errores, ayudó a abrir camino para ella.

 

La Nación, 20 y 27 de setiembre de 1885.

WASHINGTON IRVING

De un hombre primaveral celebraron a los comienzos del mes el centenario. Algunos viven como aquel Koboldt travieso y diabólico de la fábula alemana, con un cuchillo clavado en el costado; otros viven, como Washington Irving, sentados en divanes. Para unos el genio es diente que clava, ahonda y desgarra, diente famélico: para otros, el genio es el beso de una perpetua Margarita, que no ha matado nunca a su hijo.[…]

Washington Irving nació de casa hidalga, que ilustró con la señorial llaneza, patriarcal majestad y fecunda y amena imaginación que hermosean su vida. Tuvo pesares como hormigas, y gozos como montes. De abogado, perdió pleitos; de mercader, perdió onzas; pero aquéllos y éstas ganó en caudales con los hijos risueños y bien nacidos de su ingenio, ya el retozón Salmagundi, famoso periódico de reír en que sacó a burlas, y mantuvo en risas, la que era en aquellas edades,aldea de gente buena y avisada más que ciudad de Nueva York,ya la vida de Washington, que se lee por todos los ámbitos en que resuenan palabras humanas, y que resplandece como el héroe que pinta. Algunos hombres dejan tras de sí caudas de fuego, y rota la tierra, y hecatombes hirviendo: de otros brota luz de luna.

Este centenario de Washington Irving, que han celebrado con amor las gentes de letras y las de las cercanías de la histórica casa en que palidecieron las flores de su fantasía y las de su vida, ha sido el centenario de la independencia de la Literatura Americana.

Como en sermones, malos romances y reales pragmáticas aprendíamos a leer los colonos de la tierra hispana, los de ésta soltaban los ojos enamorados siempre de las maravillas, detrás de los pasmosos caballeros del Rey Arturo, o los melosos madrigales, o los amadores de novela que entretenían el ocio inglés.

Y Washington Irving sacudió con mano robusta el árbol patrio, cuajado de frutas, y en bandeja de labor de Europa, recamada de esmaltes de Persia y embutidos arábigos, ofreció al paladar cansado de Inglaterra y al ansioso de América, las frutas nuevas. Por lo que tiene color homérico y tono primaveral, como quien ve con ojos claros lo no visto, o huella con pie desnudo de calzados de ciudad la selva virgen, o aparta bravamente los cristales de varios colores que para mirar la naturaleza le ofrecen los hombres, y los echa a todos en tierra de un revés, y mira por sí.

Como que tuvo alma vehemente y sensible, la dio a sus creaciones: sólo va al alma lo que nace del alma. Y como que sobre ser culto y rendido galán de la hermosura, que refleja en los que la aman, fue feliz, no saltaba su estilo de su pluma, pulido como acero de batalla, o abollado como casco de combatiente, o roto en trizas, sino límpido, como un amor dichoso.

La frase coloreada y opulenta, como mañana de bosque continental a sol tranquilo, imponía majestad, y se deshacía en colores.

Le encomiendan que descifre en archivos de España pergaminos roídos, y escribe la Vida de Cristóbal Colón con que el hombre de una nación salvó, por su calor humano y compenetración con lo grandioso, los lindes de su patria y los de la Fama. Ve por entre los sutiles encajes de piedra del balcón de Lindaraja, surgir a los clamores de la mente, que la quieren viva, aquella egregia mora, como toda hermosura, urna de vida; y cual si el viento del desierto, que arrebata por sobre el lomo de los camellos ondas de arenas de oro, batiese súbitamente su frente maciza de hombre norteño, escribe los encomios de la Alhambra, y sus sueños de moros y de moras, como si no fuese de acero inglés, sino de ave del Paraíso, la pluma del poeta.

Nació Washington Irving en tiempos buenos: cuando nacía la libertad. Sus pañales fueron los de la República, y en la frente del niño recién nacido dieron los aires frescos de aquel pueblo nuevo.

Por esto se celebrarán a poca distancia, el centenario de Washington Irving en «Sunnyside»del lado del solcomo él llamó a la vasta casa que le dio techo en sus postrimerías, y el centenario de aquel día de gozos, en que todos los menestrales vistieron su mejor calzón de cuero y su chupilla roja, y no hubo barbilindo que no sacase a la luz su gran chupa de paño, de puños colgantes, ribeteados de plomo, porque Washington proclamó en Newburgh que cesaban las hostilidades entre los ingleses acorralados y los colonos vencedores.

 

La Nación, 16 y 17 de junio de 1883.

EDISON

Desde que estuvo Edison en París, se habla más de él. El hombre, misterioso y natural, admira tanto como el inventor. Vive con las manos en lo desconocido, y tiene visiones como las del místico Swedenborg, y fantasías como las de Poe o de Quincey. Para este físico, todo átomo tiene alma. Le preguntan por Dios, y dice que casi lo ha visto, «casi se puede probar la existencia de Dios con la química». Tiene este mecánico, una poesía matemática y formidable. Un día, de sobremesa, rompe a hablar así, desde la nube de humo: «¡Qué gran cosa sería que el hombre pudiese mandar en sus átomos a voluntad, y que cada átomo fuese de quitar y poner! Así podría yo, por ejemplo, decir a mi átomo número 4,520: «Ve, y sé parte de una rosa por un poco de tiempo: y a cada uno de los átomos lo mandaría a que se hiciese parte de los minerales, de las plantas, de las sustancias todas. Luego, tocando un botón, los átomos volverían a mi cuerpo, con todo lo que hubieran aprendido, y yo sabría el misterio de la piedra, del gusano de luz y de la rosa». ¿No es el hombre de las «tres mil» teorías sobre la luz incandescente? ¿No hizo viajar a decenas de hombres por las florestas vírgenes, para encontrar la fibra que da luz? Los átomos, para él, se condensan y coronan en el hombre, que representa la inteligencia total, «porque los átomos, todos son inteligentes» ¿Sin inteligencia, producirían con sus conjuntos el color, la forma, el aroma? La vida es aroma. Lo que decae, hiede. Los pícaros parece que hieden. Se limpian las botas y usan brillantes en el plastrón, pero hieden. La inteligencia está en nosotros; pero no nos viene de nosotros mismos. La materia no es inerte, ni recibe su fuerza de afuera. Y estas son las cosas de que habla de sobremesa el inventor del tasímetro, envuelta la cara pálida en la nube de humo.

Porque Edison fuma sin cesar: fuma quince, veinte tabacos al día: cuando no fuma, masca: recostado en una silla, con los pies sobre el respaldo de otra, a la nuca el sombrero de pelo, por el suelo los faldones de la levita negra, cambiándole de color los ojos chispeantes, va dibujando con los mascullones de tabaco en la pared la máquina que inventa. De pronto echa por tierra las sillas, y se sienta, sin quitarse el sombrero, a tocar el órgano, en las horas profundas de la noche. Se levanta del órgano, a anotar, con dibujos, la máquina en que piensa. Cientos, miles de máquinas. Los cálculos los hace pronto, por métodos suyos. Cuando un novelista lo va ver, le saca el libro de los dibujos: «¡Aquí tiene mi novela!» Y le deja el libro en las manos: le ha ocurrido una idea, ha recordado la página de un libro, y va a su cuarto de leer, donde mesas, sillas, alfombra, están llenas de libros abiertos. Salta de uno a otro. Lee en todos a la vez. Estudia un asunto, y manda comprar cuanto hay escrito sobre lo que estudia. Resuelve, y olvida. Si algún amigo entra a hora propicia, de levita y sombrero alto se pone a picar chistes, a canturrear, a hablar yankee por lo fino: o a bailar el zapateo, sombrero en mano y faldones por el aire, como cuando lo fue a ver Sarah Bernhardt. ¡Siempre el muchacho errante, siempre el telegrafista aprendiz, siempre el que aprendió la vida en lo duro! Se las da ahora de prohombre, desde que vino de París; hace que lo retraten en su biblioteca, de gorro y bata de señor; se sienta, de mucha casaca, en el banquete de los descendientes de holandeses, porque él también desciende de ellos, y la nobleza lo quiere ir levantando como persona nacional: pero de los ojos inquisidores no se le cae nunca la burla: ¿acaso ven los hombres lo que él ve? ¿qué saben esos, que peroran y que beben? ¡la hora de fumar es la que en los banquetes le place a Edison! Del tabaco negro, negro como la sombra, saca a bocanadas el humo azul.[…]

Sus amigos hablan de su grandeza en las réplicas; de sus juicios breves y originales sobre los hombres; de cuando fue por primer vez a Washington, a pedir privilegio de invención para un aparato de marcar sin demora en los congresos los síes y los nóes: de cuando lo despidió por celos el jefe de su oficina, y entró en San Luis, en una mañana de nieve, con el gabán de dril con que venía del Sur: de cuando llegó de telegrafista a Boston, se sentó a recibir mensajes, y cansó al empleado más hábil del telégrafo de New York: de la celeridad con que concibe, el orden con que trabaja, y la infalibilidad con que calcula. No le den «sociedades ni músicas», ni le traigan de esos «conversadores asesinos» a quitarle el tiempo: el día es claro, pero es más clara la noche: encaramado en la banqueta, o arrellanado en el sofá a la turca, es su placer mayor ver asomar al alba, como si la hubiera citado a duelo, y aguardase, en una hora de descuido, a arrebatarle el secreto de su luz. ¡Y sí hay gusto de rey, luego de una buena noche de trabajo, es ver salir el sol! A las siete tocan a la puerta, y el inventor se echa famélico sobre el almuerzo: tira el sombrero por el aire: se frota contento las manos. ¡Ahora, desde que es persona de París y anda en comidas de holandeses, ya no pasa tantas noches en vela como antes!

A veces, después de almorzar, lee un libro de filósofo o de poeta. Los poetas de la esfinge son los que lee él: Emerson, el adivinador: Whitman, el verdadero: ¿no fue Emerson el que dijo, cuarenta años antes del fonógrafo, que ya vendría «quien organizase los ecos»? ¿no dice Tyndall que la poesía de Emerson le sugirió muchas de sus leyes, y le ayudó a descubrir? ¿y no está todo Darwin en un verso de Emerson, publicado veinte años antes del Origen de las Especies? ¡Y la poetisa Jean Ingelow no pintó, mucho tiempo hace, en un cuento de hadas, el «acustígrafo» que reproducía la música? ¿Y en otro libro de imaginaciones, Helionda, o aventuras en el sol, no dice el personaje Alutedon, en 1855, que ya los autores no tenían que padecer con la escritura, y sujetar el águila del pensamiento a la hormiga de sus manos, «porque las vibraciones del aire, puestas en movimiento por la voz, movían una delicadísima máquina, que iba recogiendo las palabras?» Todos esos precursores tuvo el fonógrafo; y el Teniente Maury, que se lamentaba de que Daguerre no hubiese inventado un modo de escribir, sin más que hablar, por un tubo, sobre una hoja de papel; y Tom Hood, en el Anual cómico de 1839, cuando augura que ha de venir quien invente «un papel de escribir que repita lo que oiga». Lee poetas ahora Edison, de cuando en cuando, de esos que ven con ojos nuevos, y escriben música extraña y poco oída, como la que oyó él cuando su primer prueba en el fonógrafo. ¡Entonces no leía poetas Edison, ni sabía de Alutedon! Trabajaba de telegrafista; inventó un aparato para repetir, por las marcas del papel, los golpes del receptor, pensaba ya en el telégrafo, y en las vibraciones del sonido: pues «¿por qué, si las marcas del papel vuelven a hacer sonar el martillo del receptor, no han de quedar recogidas, y de sonar otra vez, las vibraciones del diafragma?» Anhelante, con un compañero descreído, armó un instrumento rudo y habló sobre una tira de papel; «¡Hello!» dijo: ¡y repitió el saludo, como si viniera de muy lejos, la hoja de papel! A su mecánico se fue en seguida Edison con su dibujo de la máquina de hablar. Cuatro pesos le puso de precio, y se burló el mecánico de él. Edison acababa de contar la primera prueba. Estaban él, el compañero Bachelor y el mecánico Kruesi. Un barril de manzanas apostó Bachelor «a que no andaba la cosa». ¡Se reía el mecánico! Puso Edison en la máquina una hoja de lata, y habló sobre ella. ¡Se reía el mecánico! Volvió Edison a poner la hoja de lata, a que repitiese los sonidos. Echó a andar: ¡y no se rió, el mecánico! Palideció, dio un paso atrás. «También yo me asusté», dice Edison: «también yo me asusté un poco». Y Bachelor perdió el barril de manzanas. Aquel inventor, no había ido más que dos meses a la escuela. El padre vive y se anda hoy mismo diez millas diarias, con sus ochenta y cuatro años: pero era hombre de más fuerzas que medios. La madre era maestra, y le enseñó en la casa cuanto sabía. A los doce años, estaba Edison leyendo los Principios de Newton. A los doce años, «Madre», dijo, «soy un bushel de trigo: peso ochenta libras:» y se fue por el mundo, como un bushel de trigo. ¿A qué? ¡A lo primero en que se pudiese trabajar!: a vender diarios en el ferrocarril. Pero de vender diarios se sacaba poco: ¡a aprender a impresor, en el vagón mismo, durante el viaje! ¡a publicar, impreso por sus manos, el Grand Trunk Herald!: y se vendía el periodiquín entre la gente de los trenes, porque Edison andaba como hormiga loca levantando noticias, y ponía en su papel todo lo que podía interesarles: para los del tren escribía, y escribía sobre el tren: que «John Robinson se cayó del tren, y los muchachos lo sienten mucho»; «que la máquina núm. 3 entró a patio, para remiendos». Y esa imprenta la compró Edison con lo que le dio una idea feliz. Para no comprar más ejemplares del diario que los que podía vender, se escurría por la imprenta del Free Press, a ver, por la novedad de las noticias que veía en pruebas, si debía comprar más o menos: ¡y un día, vio que iba a salir el parte de la batalla de Shiloh, la batalla carnicera, que peleó Grant sobre los cadáveres de sus propios soldados! ¡ah, si el telegrafista amigo quisiese, a cambio de un mes de los periódicos de Harper, y de un mes del Free Press, mandar la noticia de la batalla a todas las estaciones! Quiere el telegrafista. Logra que le den a crédito mil quinientos ejemplares. Y los vende en el camino, a cinco, a diez, a veinte, a cincuenta centavos. Pasa por una iglesia, que estaba en oraciones: pregona el periódico: y sale la congregación a arrebatarle los números que le quedan: las americanas vienen anudándose la cofia: el pastor viene sin sombrero, dando trancos.

De ahí subió a «caballero de la llave», como se llamaban los telegrafistas. Noches enteras pasaba con un compañero, sirviendo de balde el puesto de un operario que dormía largo la cerveza. Años tardó, practicando e inventando. Imaginó un aparato; con dos registros de Morse y una taza de papel, para recibir de prisa y repetir despacio. De ahí paso a paso, llegó «por deducción lógica», por la idea de las marcas del papel que daban el sonido, a la invención del repetidor automático, que ahorraba los operarios y yerros de la transmisión en cada oficina, llegó a la invención del fonógrafo. Hoy, de privilegios originales, tiene lleno un libro. ¿Qué no ha inventado él? Desde los alambres de seis mensajes a la vez, desde los aparatos de telegrafía privada, desde el motógrafo del teléfono, hasta la subdivisión de la luz eléctrica, que los expertos ingleses habían declarado «imposible» ante la Cámara de los Comunes. Y cuando volvía de Francia, notó que no tenían los marinos modo seguro de tomar el sol en días nublados, calculó unas pocas horas, e inventó un aparato para tomar el sol, haya o no nubes. Y tiene palacio, riqueza, procesos, fama, mujer, y aquel inefable honor con que se empieza a ver el hombre cuando se enorgullece de él su patria. Pero deja su alcoba tranquila, para ir a oír ansioso a media noche la voz que lo llama, la voz que en La obra de Zola llama al pobre Claudio Lantier.

 

El Partido Liberal, 5 de febrero de 1890.

SHERIDAN

Ha muerto Sheridan. La cabeza redonda, pelada al rape, pesa sobre el cojín, como una bala de cañón; la mujer, de rodillas, lo ase en vano del hombro, que ya no cargará más que una vez, en la ceremonia funeral, la hombrera de oro; allá, dentro del pecho gigantesco, las válvulas de la aorta y de la arteria pulmonar barbullen, como el vapor que busca puerta, y al fin callan; la esposa rueda sin sentido a los pies de la cama en que acaba de morir el que a los quince años ganaba dos pesos al mes midiendo cintas en la tienda de su pueblo y a los treinta y tres era general de caballería a la derecha de Grant, azote del ejército épico del Sur. No pensaba al morir en la tarde en que, monte arriba, cargó contra los confederados, seguros en las rocas de Missionary Ridge, y los echó, casi riendo, de su nido de águilas; no pensaba en la batalla de Stone River, cuando resistió con su izquierda al empuje de los rebeldes, orgullosos de haber puesto en fuga, de una pechada, la derecha y el centro de Rosecrans, perdido en tácticas; no pensaba en su arrogante «Rienzi» su retinto de cañas blancas y de larga cola, que en un salto de catorce millas cayó de Winchester, donde se supo la derrota del ejército, en Cedar Creek, donde, con el caballo negro, apareció la gloria; no pensaba en los días ensangrentados en que en el cielo carmíneo del invierno reflejaba sus últimas luces en los montes de muertos, donde, azules y grises, roto el fusil y asiéndose la garganta, yacían, entre mochilas y cureñas, con los pies en el aire, como las greñas de una loca, o hundidos cabeza abajo, con la nieve al pescuezo; no pensaba en sus fieras correrías por el valle asolado de Shenandoah, sin más luz en el aire frío y turbio que las llamaradas moribundas de los graneros y cortijos, ni más piedad que el meter los sables hasta el puño, ni más yerba que la ceniza. «¡Felipín!… ¡Felipín!…» decían aquellos labios que supieron en vida más de juramentos que de ternuras; y buscaba con la mano la cabeza de su hijo de siete años. «¿Me conoces? ¿me conoces?…», le preguntaba su mujer hermosa, hija de militares, solicitando con los ojos locos aquella mirada desvanecida. «¡Felipín!… ¡Felipín!…» Y buscaba con la mano la cabecita rubia.

Ayer aún regía el ejército, con el grado sumo de general, que sólo Washington, Grant y Sherman han tenido antes, aquel hombre de cuerpo singular, coloso del cinto arriba y del cinto abajo enano, que en la guerra ganó fama de héroe por el ímpetu y brillo de sus ataques, y con su respeto a la República supo luego, en la paz conservarla. Ayer aún lo saludaban, al pasar, los vítores entrañables de los soldados a quienes en los días de la guerra ayudó a sacar del fango los carros atascados, con la misma mano que de un latigazo echaba al recluta despavorido sobre las filas; las mujeres dejaban caer sus ramos de flores, en la fiesta con que Filadelfia celebró el centenario de la Constitución, al paso de su caudillo favorito; los niños, que leen en sus libros de escuela el cuento maravilloso de la carrera de «Rienzi», entorpecían con banderas y coronas el andar de su caballo favorito; allá iba, cargado de honores, el creador de la caballería, el enemigo de verter sangre inútil, el verdadero vencedor de Lee, el jinete pintoresco, el general romántico. Pero aquella cabeza no se inclinó para dar gracias, ni el caballo caracoleó, ni abatió la espada, sino al pasar junto al estrado del Presidente de la República; ¡traidor es el que recibe homenajes para sí frente al que en su persona lleva encarnada la patria! Te defendí ¡oh patria! en la hora de la necesidad; pero no te perturbaré en la hora de la paz con mi ambición, porque me diste vida para defenderte y ocasión para ganar gloria; ¿haré yo de mi valor ¡oh patria! un látigo, y de ti haré mi caballo? Así no habló Sheridan, que no era hombre de palabras finas; pero obró así, que es mucho mejor que hablar. Y cuando vino de saludar al Presidente, pareció como que venía de otra victoria.[…]

Y hombre más militar jamás lo hubo, ni más resuelto en los combates, ni más amigo de las cosas de la milicia, con aquel tanto de desdén del militar por quienes no han puesto, como él, el pecho ante la muerte. El peligro es como una investidura; tienen como majestad los que se han visto en riesgo de morir; la hermandad de los que han afrontado el peligro anuncia que en la muerte están de veras la concordia y reposo que en la existencia se anhelan en vano; de todos los camaradas, los más amigos son los conmilitones, que se celan y aborrecen cuando disputan entre sí un premio apetecido, pero se ligan tácitamente, con una lealtad rayana a veces en crimen, en cuanto el país amenazado por su preponderancia se dispone a poner coto a los que quieren volver contra él la gloria y privilegios que le deben. ¡Pelear es una cosa y gobernar otra! Subordínese, decía Sheridan, el empleo militar, que es el agente de la ley, al gobierno civil, que es la ley. La guerra no inhabilita para el gobierno; pero tampoco es la escuela propia del arte de gobernar. «Yo sé aterrar de un terno a un escuadrón, y de una galopada entusiasmar a un ejército; pero de los elementos nacionales, de la mezcla sutil y lenta de las razas, de los celos y arterías que suscitan a los pueblos nuevos sus rivales, de las leyes de hacienda y de la gestación social, de los problemas de la industria y los caminos del comercio, ¿qué sé yo? ¡Yo no he leído nada de eso en mi sable!» «Muchachos, con el brazo alzado digo que desea mi mal el que me quiere sacar de mi gloria tranquila para llevarme a dar tumbos de acróbata en la Presidencia de la República. ¡Por la ley y por la paz, muchachos!»[…]

De nacimiento vino peleador, como de padres irlandeses, que son cepa bravía; pero no era de esos gandules que se crían el brazo para que les alaben la robustez, sino de los bravos de verdad, que aguardan a tener razón para vencer con la fuerza de ella. ¿Tiene cinco años y se le resiste un potro cerrero? ¡pues a gatas lo monta, y echa a andar con él, sin bocado ni silla! ¿Son muy pobres sus padres y ya le han dado la educación que podían, leer y escribir, en la escuela del lugar? ¡pues, por peso y medio al mes, se acomodará de mozo de limpieza en una tienda, y el Sol, al salir, lo verá barre que barre todas las mañanas! Todos hablan de «Felipín», de aquel industrioso Felipín que en nada se maravilla, ni parece que guste mucho de libros, pero da señas de hombre, ágil en sus quehaceres, cauto antes de soltar el puño, tremendo cuando lo suelta.

Toca al distrito nombrar cadete para una vacante del colegio de West Point, y el diputado, que era hombre de llaneza, no propuso a hijos de rico, sino a Felipín. En lecciones, mal; en conducta, peor; en táctica, bueno; en genio, cuando un sargento de su clase lo reprende en filas, se va encima de él con la bayoneta calada; rompen líneas, echa el fusil en tierra y la emprende a puñetazos con el sargento, que le lleva dos cabezas. Después de un año de castigo sale teniente entre cincuenta y tres con número treinta y cuatro; y lo envían a los Estados nuevos, al trato de los rufianes de la frontera, a la guerra con los indios. Lleva dotes felices: mide de un ojeo el campo en que ha de combatir; todo lo toma en cuenta: la vereda, el arroyo, el peñasco, el breñal, el tronco de árbol, si es de arena el suelo, si es de tierra húmeda; olfatea a los «coquillos» y «yokimas»; duerme de bota puesta, pronto siempre a rechazar al salvaje. Aprende a forrajear, a acampar, a retirarse en orden, a marchar de prisa sin fatigar las cabalgaduras, a informarse, a asomar cuando no se le espera, a nochear en la silla. El indio es como los ríos, que suelen correr por debajo de la tierra; se hundió allá atrás, al pie de un olmo, ¡y surge, untado de bija fresca y con su cresta de plumas, entre los cascos del caballo! Aprende el vuelo del indio, que lo aprende del águila. Y cuando el Sur arrogante provoca a guerra al Norte mercader, allí estaba, piafando como su caballo, el que a rienda tendida había de acorralar sobre Appomattox al Sur cadavérico, sin más oro que el de la espada de Lee, sin más caballos que los que ya habían aprendido a huir, sin más trigo que el que les había llevado de sus graneros el enemigo. Jamás fue tan bello el Sur como cuando se rindió en Appomattox, haraposo, descalzo, vendada la cabeza, la barba ensangrentada, apoyado, para no caerse de hambre, en su caballo macilento. Sheridan deslució su triunfo tratando a los vencidos de Luisiana, no con el arte de paz, que en la guerra mal se aprende, sino a ordenanzas y a gritos. Lo que en el militar es virtud, en el gobernante es defecto. Un pueblo no es un campo de batalla. En la guerra, mandar es echar abajo; en la paz, echar arriba. No se sabe de ningún edificio construido sobre bayonetas.[…]

Fue al principio de la guerra, como aquellas aves mayores que no caen de una vez sobre la presa, sino dan vueltas ponderosas en el aire, como tomando impulso, y luego, abierto el pico y erizadas las garras, se abalanzan de un vuelo a la víctima, como una saeta. El que de una batalla se aseguraba las estrellas de coronel y al mes era brigadier y a la otra arremetida mayor general, se contentaba con salir capitán de esta pendencia. «¡Ira de Dios!» le oían decir, al montar de mala gana, lejos del campo donde tronaban los cañones de Grant, su pobre caballo de teniente. Se despuntó a dentelladas el bigote. ¡Ellos allá, y yo aquí cuidando indios! Y sin la recomendación del general Halleck, que siempre puso el hombro en sus ascensos, allí se habría podrido aquel valor, llenando mochilas y contando raciones, de capitán de detail en Michigan. También lo habían hecho juez de reclamos, cuando el Norte trataba aún al Sur con mano cortés y pagaba a los neutrales lo que hubiesen habido mal las tropas; pero estas aguas blancas y modos de miel no parecían propios al juez para tiempos tales, y por manirrudo y áspero de palabras lo sacaron pronto de la silla del juzgado. ¡Él allí, con el sable dormido sobre los brazos del sillón, y allá lejos el asalto de Fort Henry, la toma de Donelson, la carnicería de Shiloh! Por fin le dan el mando de una brigada de caballería; lo apura el contrario; abre sus fuerzas; cierra por retaguardia contra los rebeldes, que ya por el frente lo tenían ahogado; ¡y los que les estaban echando encima los belfos apenas tuvieron tiempo para volver las ancas.[…]

Grant y Sheridan habían tenido antes su enojo, al irse Sheridan contento del cuerpo que Grant mandaba, bien porque le turbasen el corazón aquellas punzadas de la envidia de que por lo flaco de la carne no están libres los caracteres más nobles, bien porque desconociese el valer de Grant, con aquella curiosa ceguera que los hombres eminentes suelen tener para los méritos análogos al suyo. Pero no hay grandeza verdadera sin sencillez y generosidad; y aquellos dos eran de veras grandes. «Sí, sí, lo haré jefe de caballería», dijo Grant en cuanto Halleck le propuso para el puesto a Sheridan. «Ahí le va», escribió Lincoln a Grant, «un hombre de pocas libras; pero es el que necesitamos». La guerra es poética y se nutre de leyendas y asombros. La guerra no es serventesio repulido con ribete de consonante y encaje de acentos. La guerra es oda. Quiere caballos a escape, cabezas desmelenadas, ataques imprevistos, mentiras gloriosas, muertes divinas. Quiere héroes que sepan echar la vida al aire, como el matador echa, al brindar el toro, la montera. Quiere asedios increíbles, y montevideanas defensas. La muchedumbre humana es aún servil y ama al que vence. El alma humana es como una caja de colores que, al sol de la gloria, resplandece. Los cráneos están llenos de colores. El hombre ama lo centelleante y pintoresco.

Dice a las muchedumbres algo grande, sea elocuencia, sea embestida, sea resistencia, sea virtud, sea crimen. Grant aturdía. Sherman pasmaba. Sheridan sólo deslumbraba; no hubo más que un vítor cuando Grant lo hizo jefe de la caballería.

¡Y qué meses de angustia! Early, el jinete rebelde, era señor del valle de Shenandoah, y con los cascos de sus caballos echaba todas las mañanas polvo sobre Washington. Las Bolsas vendían a tipo de pánico el oro. Los bancos se cerraban. Cada mañana se creía ver a Early cogiendo flores en el jardín de la Casa Blanca para la mesa de Jefferson Davis. ¿Qué haría Sheridan con aquella caballería flaca y zancuda, policía trasnochada, sin más oficio que el de sereno y centinela, piquete aquí y escuadrón allá, cojeando tras un convoy o vigilando el rancho? «¡Con pencos, ira de Dios, no se pueden perseguir águilas!» «¡Ahora voy yo a enseñar lo que se puede hacer con la caballería!» Y es verdad. La caballería es como el gerifalte de la guerra moderna, en caer cuando no se la espera, en venirse con la presa en los dientes, en recogerse cuando lo quiere el cazador. El valor crece a caballo. En el caballo hay gloria. ¡Oh Dios! morir sin haber caído sobre los tiranos con una buena carga de caballería…[…]

Él era como el perro de pelear, que lo que ase no lo suelta sino con la encía; ¡a bailar se va al baile, y a pelear se viene a la guerra! El general ha de llevar el mapa en los ojos; batalla muy estudiada, es batalla medio perdida; se estudia la mitad y la otra se improvisa; ¡mi plano es el campo del combate y mi tintero el estribo! ¿Desmaya la gente, que espera refuerzos, y pasa una locomotora? ¡pues a galope, a decirle al maquinista que pite recio, para que la gente crea que el refuerzo ha llegado! ¡Pie atrás, jamás, hasta que no esté el sable en el lomo y no quede para bala ni el último diente del caballo! Del enemigo, siempre cerca, y de la base de operaciones. Dormir, una vez a la semana. Por las buenas si quiere, y si no quiere por el temor, se le saca el informe a la gente enemiga. «Conque ¿no sabe, mi amigo, dónde está el río?» «No, señor».»¿Y cuánto hace que vive por aquí, mi amigo?»»Pues toda la vida, señor». «¡Pues llévenme a este amigo hasta el agua, unas treinta millas de aquí no más, para que conozca bien el río!»

Era hábil en improvisar recursos y afrontar con planes nuevos los cambios súbitos del enemigo; habituaba al soldado a poner atención en las mayores sencilleces, para que las sorpresas en el aprieto de la pelea le fueran más difíciles; ¡el soldado es mi hijo, decía; el soldado es el que gana las batallas!: «¡llévenme con mucho mimo a la grupa a ese pobrecito herido!» Siempre, mientras duró la campaña, estuvo de bota y látigo, como si los rebeldes fueran a caer sobre su campamento; salía de un ataque y ya estaba dando órdenes para precaverse de otro; por la comida de su gente era celosísimo, lo mismo que por la de los caballos; y aunque luego, con la fiestas de Washington, se hizo a caldos famosos y salsas superfinas, en la guerra era de tanta sencillez, que cambió un día, después de la embestida de Chattanooga, una codorniz con pan y miel que tenía para cenar, por unas cuantas ostras y galletas. Era tan mirado en preparar sus planes como veloz en acometerlos; y encontró el mejor modo de hacerse adorar por los soldados, que es no sacrificarlos sin necesidad y pelear a su cabeza. «¿Sin miedo?» le preguntó Dana, el director del Sun, después de Cedar Creek «¡Miente el que diga que no tiene miedo! Lo que es a mí me da un miedo del diablo, y si pudiera, me echaría a correr; eso del valor no es más que el poder de la voluntad sobre la mente». ¡Pero bastaba mirar a aquellos ojos, ya bovinos por la vida regalada de sus últimos años, para saber que en aquel pecho, vasto como una caverna, no se apagó jamás la llama! Desvergüenzas, decía más que un español. Era brutal una vez que otra. Pero cuando ofendía en las filas, sin razón, a un oficial valiente, él, el mayor general, en las filas le iba a pedir perdón, sombrero en mano.

 

La Nación, 3 de octubre de 1888.

HENRY WARD BEECHER

Henry Ward Beecher, el gran predicador protestante, acaba de morir. En él, como criatura de su época, la fe en Cristo, heredada de su pueblo, ya se dilataba con la grandiosa herejía, y su palabra, como las nubes que se deshacen a la aurora, tenía los bordes orlados con los colores fogosos de la nueva luz; en él, como en su tiempo y pueblo, los dogmas enemigos, hijos enfermos de una sombría madre, se unían atropelladamente, con canto de pájaros que festejan la muda de sus plumas a la Primavera; en él, hijo culminante de un país libre, la vida ha sido un poema y la muerte una casa de rosas. En la puerta de su casa no pusieron, como es costumbre, un lazo de luto, sino una corona. Sus feligreses le bordaron, para cubrir su féretro, un manto de claveles blancos, rosas de Francia y siemprevivas. En sus funerales oficiaron todas las sectas, excepto la católica. A su iglesia, la iglesia que llamó a su púlpito a los perseguidos y rescató a los esclavos, la vistieron de rosas, del pavimento al techo, y parecía, al penetrar en el enflorado recinto, ¡que la iglesia cantaba![…]

¿Qué importaba que sus mismos feligreses creyeran exagerada la propaganda de su pastor contra la esclavitud? Ellos le habían admirado cuando, afrontando la cólera pública, cedió su púlpito al evangelista de la abolición, a Wendell Phillips. ¡Quién ha de atreverse con el pensamiento del hombre! Y ellos fueron, como él les aconsejó, armados de garrotes. El púlpito crecía; de la nación entera venían a oír aquella palabra famosa. «¡Siga al gentío!» decían los policías a quienes les preguntaban por la iglesia. Allí solía encresparse la elocuencia del pastor, y subir, como las olas del mar, en torres de encaje. Tundir solía, como el garrote de sus feligreses. Pero era, en lo común, su discurso, coloreado y melodioso, como un fresco boscaje por cuyos árboles de escasa altura trepan, cuajadas de flores, las enredaderas, ya la roja campánula, ya la blanca nochebuena, ya la ipomea morada. A veces un chiste brusco hacía parecer como si, por desdicha, hubiese asomado entre los florales un titiritero; pero de súbito, con arte de mago, un recuerdo de niño cruzaba volando como una paloma, e iba a esconderse, despertando a las lágrimas, en un árbol de lilas.

Corría el estilo de Beecher como las cañadas del valle, argentando la arena, meciendo las frutas caídas y las florecillas, sombreándose en las nubes que pasan, serpeando por entre las guijas relucientes, derramándose en mil canales, entrándose por los bosques de la orilla y volviendo de ellos más retozonas y traviesas. Cuando se ahondaba el camino, cuando enardecía aquel estilo la pasión, despeñábanse sus múltiples aguas, y allá iban, reunidas y potentes, con sus hojas de flores y sus guijas; más luego que el camino se serenaba, volvía aquella agua, que no tenía fuerza de río, a esparcirse en cañadas juguetonas.[…]

No poseyó la palabra nueva, el giro abrupto, el salto inesperado, la concreción montuosa de los creadores. El era criatura de reflejo, en quien su pueblo se manifestaba por una voz sensible y rica. Tenía de actor, de mímico, de títere. Lo gigantesco en él era la fuerza; fuerza en la cantidad y los matices de la palabra, fuerza para adorar la libertad, con una pasión frenética de mancebo. ¡Y todo se tocase menos ella! Aquel orador, acusado con justicia de mal gusto, hallaba entonces ejemplos apropiados en el tesoro de sus impresiones de la Naturaleza; aquellos ojos azules centelleaban, y se veía en el fondo el mar; aquel predicador de gestos burdos producía sin esfuerzo arengas sublimes. Ya era una nota inesperada y vibrante, que subía hendiendo el aire y quedaba azotándolo en lo alto, como un gallardete de bronce. Ya era un magnífico puñetazo, dado con acierto mortal entre las cejas.[…]

Célebre era la iglesia de Plymouth en aquellos días en que, marcado en la frente por Wendell Phillips, se decidía el Norte, herido en sus derechos, a protestar al fin contra la esclavitud; un flagelo de llamas era la elocuencia de Beecher; no se salía sin llorar un solo domingo de su iglesia; exhibía en su púlpito a una niña esclava de diez años, y despertaba el horror de la nación; con las joyas que llevaban puestas libertaban otro día sus feligreses a una madre y su hija. Cuando el rufián Brooks golpeó brutalmente, en el Senado, con el puño de su bastón, al elocuente abolicionista Sumner, los magnates de Nueva York no invitaron a Beecher a protestar con ellos en su reunión solemne; pero Beecher fue a ella; lo vio el público; lo echó sobre la tribuna, abandonada por los magnates medrosos, ¡y halló en aquel instante de soberbia emoción palabras históricas que todavía flamean, tal como lloran las que dijo cuando voló la luz de Lincoln!

Mas ¿qué era el entusiasmo de sus compatriotas, el saludarlo por las calles, el llenarle el púlpito de lirios, el recibirlo en triunfo las ciudades, comparado a su gloriosa defensa de la Unión Americana en Inglaterra? Los ingleses, menos enemigos de la esclavitud que de la prosperidad de los Estados Unidos, ayudaban a los confederados. La Unión corría peligro; aquella Unión, mirada entonces como la primera prueba feliz de la capacidad del hombre para gobernarse sin tiranos. ¡No en balde, con tal causa, halló Beecher en sus debates de Inglaterra aquellos arranques portentosos! ¡Para eso se han hecho los montes, para subir a ellos! Quien ha visto abatir toros, ha visto aquella lucha. Hablaba bajo tormentas de silbidos. Las deshacía con un chiste inesperado. Su auditorio, compuesto en su mayor parte de muchedumbre sobornada e ignorante, tenía a los pocos momentos húmedos los ojos. ¡Cómo le movía, con alusiones a sus propias desdichas, las entrañas! ¡Con qué fortuna, de un revés del discurso, echaba a tierra una interrupción insolente! Era duelo mortal: él, con sus hechos, sus chistes, sus argumentos, sus cóleras, su lágrimas; ellos, cercando su tribuna, frenéticos, enseñándole los puños, vociferando; ¡mas siempre, al fin, domados! Esgrimía, aporreaba, fulminaba. Era invencible, porque llevaba la patria por coraza. ¡Cuán fácil es lo enorme! ¡cuán poco pesan las tareas grandiosas!

Vinieron luego los días del triunfo, cuando él, que defendió a la Unión en Inglaterra fue llamado a proclamarla en nombre de Dios sobre aquellas mismas murallas de Sumter que por primera vez la vieron abatida. Vinieron los días amargos de la política mezquina, cuando él, que había ayudado a levantar a la nación contra el Sur esclavista, pidió luego en vano, con palabras que cayeron al suelo con las alas rotas, que los vencidos entraran en la Unión con su derecho pleno de hijos. Vinieron luego los días del escándalo, cuando a él, el pastor adorado, lo acusó el orador celoso a quien alzó a la fama y casó con una de sus feligresas, de haber deslucido la majestad de su vejez con el hurto de la mujer ajena. ¡Bien pudo ser, porque el amor de una mujer joven trastorna a los ancianos, como si volviera a llenarles la copa vacía de la vida! Sentaron al pastor en el banquillo; fue su proceso la befa nacional. Que se había insinuado en el alma de su oveja; que no había dejado el hombre a la puerta, como debe el pastor cuando va de visita a las casas; que le había bebido la mente con místicos hechizos; que había caído sobre Danae, merced a las vestiduras divinas. El jurado era un teatro; se oyeron cosas que daban vergüenza de vivir; cien mil pesos pedía Tilton, el orador celoso, por su honra; la esposa del pastor se sentó siempre a su lado, con adorable fortaleza. Protestó Beecher ante Dios, en escena dramática, de su inocencia; complacíase su acusador en darle vueltas por el lodo, como a su presa un perro envenenado. El tribunal ni absolvió ni condenó a Beecher, que, declarado por su iglesia exento de culpa, ni entonces, ni luego, abatió la cabeza. Un diario implacable ha estado en vano exigiéndole confesión con amenazas dantescas. Beecher, regocijado y rubicundo, era el primero en las juntas políticas, en las reformas, en las campañas de elecciones, en las reuniones de teatro, en los festines. La opinión, agradecida o indiferente, continuó honrando en público a aquel a quien en privado creía culpable.

Culpable pudo ser; mas su pecado será siempre menor que su grandeza. Grande ha sido, porque fustigó sin miedo a su pueblo cuando lo creyó malvado o cobarde; y, para extirpar de su país la esclavitud del hombre, hizo a su lengua himno, a su iglesia cuartel, y a su hijo soldado. Grande ha sido, porque la Naturaleza le ungió con la palabra, y aunque la usó en un oficio que apoca y estrecha, nunca la puso de disfraz de su interés, ni engañó con ella a los hombres, ni le recortó jamás las alas. Grande ha sido, porque, como el cielo se refleja en el mar con sus luminares y tinieblas, su pueblo, que es aún la mejor casa del derecho, se reflejó en él como era: amigo del hombre y ciclópeo. Grande ha sido, porque, creado a los pechos de una secta, no predicó el apartamiento de la especie humana en religiones enemigas, sino el concierto de todo lo creado en el amor y la alegría, el orden de la libertad y la ventura de la muerte. Y cuando salió de su iglesia para no volver a ella jamás, a la hora en que el sol de la tarde coloreaba el pórtico con su última luz, iba de la mano de dos niños.

 

La Nación, 26 de mayo de 1887.

BÚFALO BILL

«Búfalo Bill» se ve ahora escrito en colosales letras de colores, en todas las esquinas, cercados de madera, postes de anuncios y muros muertos de Nueva York. Por las calles andan los sandwichesque así les llaman, de los sandwiches o emparedados,embutidos entre dos grandes cartelones, los cuales, como dos paredes, les cuelgan por el pecho y por la espalda; y con los movimientos del hombre que los pasea impasible por las calles, ante la muchedumbre que ríe y lee, relucen al Sol las letras que dicen en colores salientes y esmaltados: «El gran Búfalo Bill».

«Búfalo Bill» es el apodo de un héroe del Oeste. Ha vivido en las selvas muchos años, entre la gente ruda de las minas y los búfalos, menos temibles que aquélla. Sabe correr y abatir búfalos y cómo se les cerca, aturde, burla, enreda y enlaza. Sabe deslumbrar a los rufianes y hacerse reconocer su principal; porque cuando uno de ellos salta sobre Búfalo Bill con el puñal al aire, ya cae con el de Búfalo Bill clavado en el pecho hasta la tetilla; o, si le echan encima una bala, la de Búfalo Bill, que es tirador destrísimo, la topa en el camino, y la devuelve sobre el pecho del contrario; es tal tirador, que dispara sobre una bala en el aire, y la para y desvanece. De los indios, y de sus hábitos y astucias, y de su modo de guerrear, lo sabe todo; y, como ellos, ve en la sombra, y con poner el oído en tierra, sabe cuántos enemigos vienen, y a qué distancia están, y si son gente peatona o de a caballo. Y en la pelea lo mismo se las ha a pistoletazos en una taberna con los vaqueros turbulentos, que no duermen tranquilos si no han enterrado, con sus botas de cuero y sus espuelas, a algún vaquero comarcano o incauto viajador, que con los indios vocingleros y ágiles que caen en tropel arrebatado, tendidos sobre el cuello de sus cabalgaduras y floreando el rifle matador, sobre el hombre blanco, que de la arremetida se guarece detrás del vientre de su caballo o el tronco de un árbol vecino. Todos esos terrores y victorias lleva Búfalo Bill en los claros, melancólicos, relampagueantes ojos. Las mujeres lo aman, y pasa entre ellas como apetecible tipo de hermosura. Siempre que se le ve por las calles, solo no se le ve, sino acompañado de una mujer hermosa. Los niños lo miran como a hombre hecho de sol, que está alto y brilla, y los seduce con su destreza y apostura. Le cuelgan los cabellos castaños, que de acá y allá se le platean, por las espaldas vigorosas. Usa sombrero de fieltro blando, de ala ancha; calza botas.

Ahora está sacando ventaja de su renombre y pasea los Estados Unidos a la cabeza de un numeroso séquito de vaqueros, indios tiradores, caballos, gamos, ciervos, búfalos, con todos los cuales representa, ya al fuego del Sol, por las tardes, dentro de un cercado vasto como una llanura; ya a la luz eléctrica, durante las primeras horas de la noche, todas las riesgosas y románticas escenas que han dado especial fama al Oeste. Pone ante los ojos de los ávidos neoyorquinos, en cuadros animados y reales, las maravillas y peligros de aquella vida inquieta y selvática. Ya son los vaqueros, con sus calzones de cuero flecado en las franjas, su chaquetilla corta, su pañuelo al cuello y su recio sombrero mexicano, que se acercan, más como caídos que como sentados, sobre sus vivaces caballejos, pronta a lanzar por el aire la cuerda en el arzón de su silla de esqueleto recogida, y a salirse de su bolsa burda la pistola con que dirimen sus más leves contiendas. Miran la muerte esos bravos bribones, sin casa y sin hijos, como una copa de cerveza; y la dan o la toman: entierran al que matan, o, heridos en el pecho, se rebujan en su manta para morir.[…]

Y así van representando los hombres de Búfalo Bill las escenas que, a lo vivo, conmueven aún las regiones selvosas del Oeste. Desalado viene un jinete. Una bala cruza el aire; pero no más aprisa; desata la valija que trae atada a la grupa; saca de los estribos ambos pies, fuertemente espoleados, y al pasar junto a otro caballo, ya en silla, que un hombre tiene de la rienda, salta a él el jinete fantástico, con sus sacos de cuero, y en el caballo fresco sigue la carrera, mientras arropan y reaniman al rocín cansado; es el correo de antaño; así, cuando no había ferrocarriles, lo era el hombre.

Ora es una manada de búfalos, que vienen con los testuces montuosos rasando la tierra; los vaqueros, a escape, con sus caballos, los rodean, con sus gritos los aturden, con sus diestras lazadas los sujetan de los cuernos, los atan por la pierna que el público elige o los echan al suelo y cabalgan sobre ellos, que rugen y se sacuden en vano su jinete. Y suele haber vaquero hábil que, después de haberle asegurado un lazo al cuerno, acelera aún, de súbito, a su cabalgadura, para que haga onda la cuerda del lazo, y con un rápido movimiento hace con ella una lazada, que le pasa alrededor del hocico, y de un halón robusto aprieta a él como una jáquima.

Y la fiesta se acaba entre millares de balazos con que hábiles tiradores rompen en el aire palomas de barro, y coros de hurras, que se van extinguiendo lentamente, a medida que la gran concurrencia entra, de vuelta a sus hogares, en los ferrocarriles, y las luces eléctricas, derramando su claridad por el circo vacío, remedan una de esas escenas magníficas que deben acontecer en las entrañas de la Naturaleza.

 

La América, junio de 1884.

JESSE JAMES

Estos días que para Nueva York fueron de fiesta, han sido de agitación grande en Missouri, donde había un bandido de frente alta, hermoso rostro y mano hecha a matar, que no robaba bolsas sino bancos; ni casas sino pueblos; ni asaltaba balcones sino trenes. Era héroe de la selva. Su bravura era tan grande, que las gentes de su tierra se la estimaban por sobre sus crímenes. Y no nació de padre ruin, sino de clérigo, ni parecía villano, sino caballero, ni casó con mala mujer, sino con maestra de escuela. Y hay quien dice que fue cacique político, en una de sus estaciones de reposo, o que vivía amparado de nombre falso, y vino como cacique a elegir Presidente a la última convención de los demócratas. Están las tierras de Missouri y las de Kansas llenas de recio monte y de cerradas arboledas. Jesse James y los suyos conocían los recodos de la selva, los escondrijos de los caminos, los vados de los pantanos, los árboles huecos. Su casa era armería, y su cinto otra, porque llevaba a la cintura dos grandes fajas, cargadas de revólveres. Empezó a vivir cuando había guerra, y arrancó la vida a mucho hombre barbado, cuando él aún no tenía barba. En tiempo de Alba, hubiera sido capitán de tercio en Flandes. En tiempos de Pizarro, buen teniente suyo. En estos tiempos, fue soldado, y luego fue bandido. No fue de aquellos soldados magníficos de Sheridan, que lucharon porque fuera toda esta tierra una, y el esclavo libre, y alzaron el pabellón del Norte en las tenaces fortalezas confederadas. Ni de aquellos otros soldados pacientes, de Grant silencioso, que acorraló a los rebeldes aterrados, como sereno cazador a jabalí hambriento. Fue de los guerrilleros del Sur, para quienes era la bandera de la guerra escudo de rapiña. Su mano fue instrumento de matar. Dejaba en tierra al muerto, y cargado de botín, iba a hacer reparto generoso con sus compañeros de proezas, que eran tigres menores que lamían la mano de aquel magno tigre.

Y acabó la guerra, y empezó un formidable duelo. De un lado eran los jóvenes bandidos, que se entraban a caballo en las ciudades, llamaban a las puertas de los bancos, sacaban de ellos en pleno día todos los dineros, y ebrios de peligro, que como el vino embriaga, huían lanzando vítores entre las poblaciones consternadas, que se apercibían del crimen cuando ya estaba rematado, y perseguían a los criminales flojamente, y volvían a las puertas del banco vacío, donde parecían aún verse, como figuras de oro que vuelan, las de los bravos jinetes, a los ojos fantásticos del vulgo, embellecidos con la hermosura del atrevimiento. Y de otro lado eran los jueces inhábiles, en aquellas comarcas de ciudades pequeñas y de bosques grandes; los soldados de la comarca, que volvían siempre heridos, o quedaban muertos; los pueblos inquietos, que, ciegos a veces por ese resplandor que tras de sí deja la bravura, veían en el ladrón osado a un caballero del robo, y dejaban latir los corazones conmovidos, cual se conmueven siempre, cuando la buena doctrina del alma no los purifica, ante todo acto extraordinario, aunque sea vil. ¡Así, ante los toros que mueren a mano de los hombres en el circo enrojecido, suelen las damas de España lanzar al aire los grandes abanicos, y descalzarse del pie breve, para arrojarlo al matador, el chapín de seda, y enviarle la rosa roja que prende su mantilla, y batir palmas! Una vez estaba Missouri en feria, y no menos de treinta millares de hombres en la inmensa villa, todos de apuesta y de almuerzo, todos de juegos y de carreras de caballos. Y de súbito, corre miedo pánico. Era que Jesse James había sabido de la fiesta, y cuando tenían las gentes puestos los ojos en las cañas ligeras de los caballos corredores, cayó con los suyos sobre la casilla de la feria, dio en tierra con los guardianes, y huyó con los copiosos dineros de la entrada. Lo que pareció a los de Missouri crimen que debía ser perdonado por lo hazañoso y gigantesco. Y otras veces esos malvados hundían los codos en sangre. Alzaban en una curva del camino, los hierros de la vía. Ocultábanse, montados en sus veloces caballos, en el soto. Y el tren venía y caía. Y allí era matar a cuantos hiciesen frente al robo inicuo. Allí el llevarse a raudales los dineros. Allí el cargar a sus caballos de grandes barras de oro. Allí el clavar en tierra a cuantos podían mover el tren. Si había taberna rica, y bravo del lugar, a la taberna del lugar iban, a armar guerra los bandidos, porque no se dijese que fatigaba caballo ni manejaba armas, hombre más bravo que los de James. Si se danzaba en las villas texanas con las hermosas del partido, con el cabo de sus pistolas llamaba Jesse James a la casa de la fiesta, y como de él era la mayor bravura, de él había de ser la más hermosa. Enviaron a cazarle espía famoso, y con un cartel sobre el pecho, atravesado de balazos, hallaron al espía; el cual cartel decía que así habían de morir los que enviaran a la caza. ¡Es aquella de las apartadas comarcas de esta tierra, vida singularísima que desenvuelve en los hombres, en la selva libre, todos los apetitos, todas las suntuosidades, todos los impulsos y todas las elegancias de la fiera! Bien es que el cazador de búfalos, hecho a retar al animal pujante, y a sentarse, como en su propio asiento, en los ijares de la gran res vencida, deje crecer y colgar por los hombros su cabello largo, y tenga el pie robusto hecho a hollar troncos, y la mano a doblarlos, y el corazón a la tempestad, y los ojos empapados de esa mirada solemne y triste de quien mira mucho a la naturaleza y a lo desconocido.

Mas, ¿dónde hallan, como quieren hallar diarios y cronistas, hazañas de caballero manchego en ese ensangrentador de los caminos? Bien es que le mató un amigo suyo por la espalda, y por dineros que le ofreció para que le matase, el Gobernador. Bien es que merezca ser echado de la casa de Gobierno, quien para gobernar haya de menester, en vez de vara de justicia, de puñal de asesino. Bien es que da miedo y vergüenza que allá en la casa de la ley, cerca de puerta excusada y en noche oscura, ajustaran el jefe del Estado y un salteador mozo el precio de la vida de un bandido. ¿Pues, qué respeto merece el Juez, si comete el mismo crimen que el criminal? Sombra era la del soto en que aguardaban a los trenes que habían de robar los de la banda de James, y sombra la del gabinete de gobierno, en que el guardador de la ley ajustó el precio del caudillo de la banda. Y los corregidores que le persiguieron en vida, le sepultaron en féretro suntuosísimo, que de su bolsa pagarán, o de la del Estado: el cadáver fue a ser puesto en tierra de la heredad materna, en tren especial, y no en tren diario: llevaban los cordones del féretro del bandolero los corregidores del lugar y millares de personas, con los ojos húmedos de llanto, acudieron a ver caer en la fosa a aquel que rompió tantas veces con la bala de su pistola el cráneo de los hombres, con la misma quietud serena con que una ardilla quiebra una avellana. Y los empleados de la policía del lugar quedaron arrebatándose la yegua veloz en que montó el bandido.

 

La Opinión Nacional, 1882.

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