CARTAS

NOTA
Al leer Miguel de Unamuno en 1919 las cartas de Martí, en el tomo XV de la primera edición de sus
 Obras, ordenadas por Gonzalo de Quesada, escribió en La Nación: «El estilo epistolar de Martí, en el que aparecen de cuando en cuando endecasílabos y octosílabos, es excesivamente elíptico, torturado, recortado y con frecuencia oscuro. A las veces recuerda al de Santa Teresa. Ni está escrito siempre en prosa, sino en esa expresión informe, protoplasmática, que precedió a la prosa y al verso. Están, desde luego, escritas en una lengua conversacional, pero de uno que habla mucho consigo mismo, son de estilo de monólogo ardoroso»; y en su juicio llegó a decir que la carta de Martí a su madre, del 25 de marzo de 1895, era «una de las más grandes y más poéticas oraciones, en ambos sentidos del término oración, que se puede leer en español».

En igual medida de la intimidad que revelan del autor, las cartas privadas suelen perder de mérito literario, aun en grandes escritores: no así en este caso: del millar de cartas y notas suyas que se conservan, no hay una en que la prisa o la levedad del asunto le desdiga el estilo: poeta siempre, otra vez aquí, y maestro, con la frase que no pierde elegancia, y la meditación o el consejo que enriquece el magisterio. Desde el comienzo hasta la despedida las cartas de Martí parecen escritas como si supiera que iban a publicarse, y así se ve en la selección que sigue: termina una de amor, a Rosario de la Peña, de esta manera: «Necesito encontrar ante mi alma una explicación, un deseo; un motivo justo, una disculpa de mi vida. De cuantas vi, nadie más que Ud. podría, y hace cuatro o seis días que tengo frío»; a Manuel Mercado, su amigo mexicano: «Por mí, sufra y estímeme»; a un humilde obrero negro, de Nueva York, Rafael Serra: «No se canse de defender ni de amar. No se canse de amar»; a su ahijada María Mantilla, camino de la guerra: «Y si no me vuelves a ver, haz como el chiquitín cuando el entierro de Frank Sorzano: pon un libro, el libro que te pido, sobre la sepultura. O sobre tu pecho, porque ahí estaré enterrado yo si muero donde no lo sepan los hombres. Trabaja. Un beso. Espérame»; a Carmita Mantilla y a sus hijas, desde Cuba: «Una paloma y una estrella vi, alto sobre el monte, al llegar aquí antier, ¿cómo no iba a pensar en Carmita y en María? ¿Y en la amistad de su madre, al ver el cielo limpio de la noche cubana?; al hijo: «Adiós. Sé justo»; a su discípulo Gonzalo de Quesada: «…acabo, del miedo de caer en la tentación de poner en palabras cosas que no caben en ellas»; a la madre: «Ahora, bendígame, y crea que jamás saldrá de mi corazón obra sin piedad y sin limpieza. No son inútiles la verdad y la ternura. No padezca».

Abre esta colección su más antigua carta a la madre, y la cierra la última que le escribió, con similar ternura. Y entre ellas las hay a otros familiares: a su hermana Amelia, a su cuñado José García; a su hijo. Y a varios amigos: Mercado, Quesada, Figueredo, Serra, Varona, los Mantilla; y a directores de periódico: Mitre, de La Nación, de Buenos Aires, y Aldrey, de La Opinión Nacional, de Caracas.

A LA MADRE

 

(Desde un pequeño pueblo donde su padre era juez pedáneo)

Hanábana, octubre 23 de 1862

Estimada mamá: Deseo antes de todo que Vd. esté buena lo mismo que las niñas, Joaquina, Luisa y mamá Joaquina. Papá recibió la carta de Vd. con fecha 21, pues el correo del sábado que era 18 no vino, y el martes fue cuando la recibió; el correo, según dice él, no pudo pasar por el río titulado Sabanilla que entorpece el paso para la Nueva Bermeja y lo mismo para aquí, papá no siente nada de la caída, lo que tiene es una picazón que desde que se acuesta hasta que se levanta no le deja pegar los ojos, y ya hace tres noches que está así.

Ya todo mi cuidado se pone en cuidar mucho mi caballo y engordarlo como un puerco cebón, ahora lo estoy enseñando a caminar enfrenado para que marche bonito, todas las tardes lo monto y paseo en él, cada día cría más bríos. Todavía tengo otra cosa en que entretenerme y pasar el tiempo, la cosa que le digo es un «Gallo fino» que me ha regalado Dn. Lucas de Sotolongo, es muy bonito y papá lo cuida mucho, ahora papá anda buscando quien le corte la cresta y me lo arregle para pelearlo este año, y dice que es un gallo que vale más de dos onzas.

Tanto el río que cruza por la «finca» de Dn. Jaime como el de la Sabanilla por el cual tiene que pasar el correo, estaban el sábado sumamente crecidos, llegó el de acá a la cerca de Dn. Domingo, pero ya han bajado mucho.

Y no teniéndole otra cosa que decirle déle expresiones a mamá Joaquina, Joaquina, Luisa y las niñas y a Pilar déle un besito y Vd. recíbalas de su obediente hijo que le quiere con delirio,

José Martí

A RAFAEL MARÍA DE MENDIVE

[La Habana] 15 enero 1871

Sr. Mendive:

De aquí a 2 horas embarco desterrado para España. Mucho he sufrido, pero tengo la convicción de que he sabido sufrir. Y si he tenido fuerzas para tanto y si me siento con fuerzas para ser verdaderamente hombre, sólo a Vd. lo debo y de Vd. y sólo de Vd. es cuanto bueno y cariñoso tengo.

Diga Vd. a Micaela que si he tenido muchas imprudencias, la bondad con que las disculpa me hace quererla más.

Y a Paulina y a Pepe y a Alfredo y a todos, todo mi afecto.

Muchísimos abrazos a Mario, y de Vd. toda el alma de su hijo y discípulo,

Martí

A ROSARIO DE LA PEÑA

[México, 1875]

Rosario:

Decía yo anoche la verdad. Tristeza como sombras me anonadan a veces y me envuelven. Y tienen estas pequeñeces tan real grandeza, y crezco yo en ellas tanto y más muero yo tan bien, que, aunque yo no soy más que una perenne angustia de mí mismo, todavía tengo una extraña sonrisa para mis locos dolores, y pensamientos de cariño para estas invencibles tristezas que me envuelven.

Parece que debía yo contestar a Vd. ahora sus letras de Vd. De tal manera estoy yo ahora envuelto en pena, que, aun creyéndolo yo verdad, sería mentira cuanto dijese a Vd. de esto. Una vez más ha querido Vd. contener su corazón enfrente de mí; más me hubiera dicho Vd. que lo que en sus letras me dice; pero yo sé que las amo como son, y las amo más cada vez que las veo, y pocas y cortas, todavía perdono a Vd. a despecho de mi exigente voluntad, y en esas letras pudorosas o calculadamente frías, gozo y leo y amo al fin.

Amo en las letras que Vd. escribe. Esto podría llegar a ser principio de toda una plenitud en el amar.

Amar en mí, y vierto aquí toda la creencia de mi espíritu, es cosa tan vigorosa, y tan absoluta, y tan extraterrena, y tan hermosa, y tan alta, que en cuanto en la tierra estrechísima se mueve no ha hallado en dónde ponerse entero todavía. Probablemente, amarguísimo dolor se habrá ido de la tierra sin completarse y sin ponerse. Angustia esto, de sentirse vivísimo y repleto de ternuras y de delicadezas inmortales, y de gemir horas enteras, sin que mi alma severa me permita el derecho de exhalar gemidos, en esta atmósfera tibia, en esta pequeñez insoportable, en esta igualdad monótona, en esta vida medida, en este vacío de mis amores que sobre el cuerpo me pesa, y que a él lo abruma, y a mí dentro de él me sofoca perennemente y me oprime. Enfermedad de vivir: de esta enfermedad se murió Acuña.

Rosario, despiérteme Vd., no como a él disculpable en alteza de alma, pero débil al fin e indigna de mí. Porque vivir es carga, por eso vivo; porque vivir es sufrimiento, por eso vivo: vivo, porque yo he de ser más fuerte que todo obstáculo y todo valor.

Pero despiérteme Vd. a la agitación, a la exaltación, a las actividades, a las esperanzas, a todo cuanto pudiera hacerme posible la excusa y el olvido de la vida.

No hay inmodestia en las supremas angustias de mi espíritu. Rosario, vivo en ellas, y cuando yo hubiera vencido todas las miserias vitales que me agobian, sufriría yo mucho, Rosario, sufriría yo siempre de estos mis nobles dolores de no hallar vida y de vivir.

Esfuércese Vd., excédase Vd., vénzame Vd. Yo necesito encontrar ante mi alma una explicación, un deseo; un motivo justo, una disculpa noble de mi vida.

De cuantas vi, nadie más que Vd. podría. Y hace cuatro o seis días que tengo frío.

José Martí

A MANUEL MERCADO

Guatemala, 6 de julio 1878

Hermano mío.

Llevo en el corazón su última carta: era tal como yo la necesitaba en los amargos días que estoy pasando. Problemas de conciencia, de esperanza, de porvenir: todo contribuía a hacer de mi situación una de las más difíciles de mi vida. Aquí, los que yo creía mis mayores derechos han sido mis graves sentencias. Tuve que dejar lo que me habían dado, porque el pan no vale que se le amase con la propia vergüenza. Hubo por mí un verdadero partido, y me complace que espontáneamente por mí hicieron mucho más de lo que en esta tierra, de pronto y para un ánimo puro incomprensible, se acostumbra hacer por nadie. Figúrese V. eso que los franceses llaman égout: tendrá V. idea de los hombres y cosas reinantes. Los que creen como el Gobierno, aunque esto no es cuestión de creencia, son lacayos; los que quisieran morder la mano que los azota, más que la besan, la lamen. Toda verdad común es una osadía; toda institución democrática elemental, propaganda demagógica. Y no porque yo la haya intentado, aunque se previó tal vez, conociéndome mal, que la intentaría. Pero entre estos hombres de extraordinaria pequeñez, cuanto revela vigor, personalidad, austeridad, energía, parece crimen. He despertado injustificables temores, tenacísimas oposiciones, persecución increíble. No tuve el año pasado, lleno de Carmen, y de fe en mí y los demás, y de amor a la resolución de tanto problema esencial que en estas infelices tierras asoma, no tuve tiempo para conocer más que a los que me acariciaban y mentían. Al volver hallé, en lo general, desatada la tiranía; en lo que a mí tocaba, visible la ira. ¿Provocada con qué? Con mis discursos generales; con mi cátedra de Historia de la Filosofía; con el libro que V. conoce, y que no vale, no de veras, el amoroso celo con que V me lo cuidó. Trocado esto, con más rapidez desde los asuntos de noviembre, en una gran hacienda, donde todo obedece al látigo de un caprichoso mayoral, yo decidí irme. ¿A dónde? A Cuba, me decían mis deberes de familia, mi hijo que me va a nacer, las lágrimas de Carmen, y la perspicacia de su noble padre. En todas partes menos a Cuba, me decían la lógica histórica de los sucesos, mis aficiones libérrimas, el doloroso placer con que me he habituado a saborear mis amarguras, mi absoluta creencia, fundada en la naturaleza de los hombres, de que era imposible la extinción de la guerra en Cuba. Y, sin embargo, la guerra se ha extinguido; la naturaleza ha sido mentira, ¡y una incomprensible traición ha podido más que tanta vejación terrible, que tanta inolvidable injuria! Transido de dolor, apenas sé lo que me digo. ¿He de decir a V. cuánto propósito soberbio, cuánto potente arranque hierve en mi alma? ¿que llevo mi infeliz pueblo en mi cabeza, y que me parece que de un soplo mío dependerá en un día su libertad? ¿No ha de llegar nunca para mí el momento de que yo me produzca en las circunstancias favorables, árbitras caprichosas de la fama y suerte de los hombres? No a ser mártir pueril; a trabajar para los míos, y a fortificarme para la lucha voy a Cuba. Me ganará el más impaciente, no el más ardiente. Y me ganará en tiempo: no en fuerza y en arrojo.

Ayer mismo, sobre los ruegos de Carmen que lloraba, sobre lo que mi madre llora sin decírmelo, sobre mi palabra misma empeñada al generoso Zayas, me resistía a todo intento de ir a Cuba, y tenía firmemente decidido ir al Perú. Ya me esperaban, y preparaban acogida. Ahora, amigo mío, los fundamentos de mi esperanza se han venido a tierra. Ahogo mi vehemencia; escucho a mi prudencia, y me pliego nuevamente a las necesidades de los demás. Las cartas que me escriba en adelante, envíelas a Fermín: allá iré a leerlas.

¡Creen que vuelvo a mi patria! ¡Mi patria está en tanta fosa abierta, en tanta gloria acabada, en tanto honor perdido y vendido! Ya yo no tengo patria: hasta que la conquiste. Voy a una tierra extraña, donde no me conocen; y donde, desde que me sospechen, me temerán. Brillar allí me avergonzaría. Pero ¿podré vivir del modo oscuro que, por largo tiempo, ansío? Tendré que ahogar en mí, para vivir en aparente calma, y matador sosiego, toda gran inspiración, toda amorosa exaltación, todo noble instinto. Ud. conoce mi pasión por la justicia, mi ardor contra la infamia, y la violación más nimia del derecho; mi amor de enamorado por la gloria y el brillo de América: ¿cómo podré dar rienda a todos estos sentimientos naturales, en mí tan dominantes y tan vivos? ¿cómo podré vivir con todas estas águilas encerradas en el corazón? Temo, amigo mío, que su aleteo me mate. Temo perder mis fuerzas en este terrible combate silencioso. ¿Quién nació en un momento más difícil, rodeado de circunstancias más amargas?

Cuando yo era muy niño comencé a escribir un poema, en cuya introducción se disputaban a un hombre que acababa de nacer el Bien y el Mal: después lloré como un niño al ver que, poco más o menos, éste era el pensamiento engendrador del Fausto. El Bien, seguro de su dominio en la conciencia, abandonaba al Mal al hombre recién nacido. ¿No parece, mi noble hermano, que el Mal ha apostado contra mí, y tiene empeño en ganar al Bien la partida? Afortunadamente, por si desoyese a mi alma, que habla alto, tengo en México un vivo ejemplo de honradez acrisolada, y modelo de hombres.

Consiste mi dolor en tener que entrar por el real camino de la vida; en tener que sacrificar a sus necesidades, necesidades impetuosas mías, de género más alto; en tener que sofocar tanto atrevido pensamiento, que nunca mejor que ahoraque entre la debilidad general causaría asombrodebiera estallar. Ya yo imagino qué errores se cometieron, qué fuerzas podrían explotarse, de qué simultáneo modo habrían de hacerse obrar; cuánto corazón americano podría enardecerse y empeñarse en nuestra lucha. Y no es locura, no. Libre y sin hijo, yo hubiera ahora hecho hablar de mí. Y de un modo que me hubiera dejado contento. Y a V. también, que tanto me quiere. Y, en vez de esto, ¡volveré ahora como una oveja mansa a su rebaño! ¡Ahora que tenía casi terminada, con el amor y ardor que V. me sabe, la historia de los primeros años de nuestra Revolución! Había revelado a nuestros héroes, escrito con fuego sus campañas, intentando eternizar nuestros martirios. Con minucioso afán, había procurado enaltecer a los muertos y enseñar algo a los vivos. Ningún detalle me había parecido nimio. Todo lo hacía yo resplandecer con rayos de grandeza: de su eterna grandeza. ¡Y esta obra noble y filial de un espíritu libre, irá ahora clavada como un crimen en el fondo de un baúl! Mucho he de padecer en una tierra donde no puede entrar semejante libro.

Mucho he de padecer y voy a ella: esto quiere decir que entiendo mi deber, y lo cumplo, sin más quejas que estas del alma que a V. envío. Sólo los capaces de exhalarlas pueden entenderlas. Voy a ser abogado, cultivador, maestro; un zurcidor de fórmulas, un sembrador de viandas, un inspirador de ideas confusas, perdido en las espumas de la mar. Voy, sin embargo.

Así agitado, no copié esta semana el prólogo al libro de Manuel, tan anunciado ya que más me valiera no enviarlo. Pero el próximo sábado le irá; y con ella, asunto para un cuadro. Siempre creo que él debe tener el corazón en México; pero los ojos fuera de México. El asunto que hallé, leyendo un curioso libro, es un pequeño asunto mexicano.

Pocas veces he sentido tan viva la bondad ajena como en su última carta a que respondo. No es mi amigo que me compadece: es mi hermano que se alarma y que me llama. Este recuerdo, en mi siempre vivo, es bastante a templar en mi espíritu las agitaciones que ahora me lo aterran. He comprendido todos sus temores, y lo he abrazado a cada frase. Me enorgullezco de ser querido así. Deseo que le venga a V. mal, en momento en que yo pueda repararlo. Tal vez muera yo como he vivido, oscura e inútilmente; pero sin tasa tiene V. en mi alma lo que sin tasa la suya me da.

No vuelvo a México ahora, aunque sé bien el amante asilo que allí me acogería. Pero si yo no amase a México como a una patria mía, como a patria lo amaría por ser V. su hijo y vivir V. en él. Pronto iré a verlo.

Lo de Sarre no tenía más que un arreglo, que me entristece y que permito, porque no tengo absolutamente medio de evitarlo. Pero imagino que algo me ha de producir mi sacrificio: y me vengaré cumplidamente. Cumplidamente.

Mi delicada y amorosa Carmen, leyendo su carta, hizo una vez más, justicia a aquel que ella cree que es mi mejor amigo. Es estéril la cosecha; pero sembrando bien, al menos se recogen corazones.

Ya, sin paz en el alma, le digo adiós. Queda en mí un hombre doble: el prudente que hace lo que debe; el pensador rebelde que se irrita. Satisfecho de esta victoria que sobre mí mismo obtengo, la lloro con indecible amargura. Desee para mí mejores tiempos, que sí pueden venir; pero no me desee mejor amigo que V. que no puede venir ya.

Acaricie a Manuel, con quien estoy en deuda; a sus ejemplares criaturas. Anime a Ocaranza. Y a Lola dígale todas esas cosas que su generosa alma merece.

Por mí, sufra y estímeme. Su hermano,

J. Martí

A MIGUEL F. VIONDI

Nueva York, 8 de enero de 1880

Mi silencioso amigo, a quien me complazco en creer involuntariamente silencioso: tal vez no esperaba recibir Vd. desde estas tierras carta mía. Esta manía de viajar es ocasionada a dar sorpresas. El día 18 de diciembre conocí a Sarah Bernhardt en la fiesta del Hipódromo en París, y de la fiesta le envío a Vd. un curioso recuerdo, muy celebrado; y sentí helada la médula de los huesos, pero caliente el corazón; y desde el 3 de enero ando por estas limpias calles, en un invierno que parece primavera, con las carnes sanas y los huesos fuertes; pero con el corazón muy bieny muy en lo hondoherido: ¡por la mano más blanca que he calentado con la mía! ¡Ea! Serán nubes de enero, que pasan con febrero. Ni ¿qué derecho tiene un hombre a ser feliz? Lo cual no amengua mi fuerza, antes la templa mejor y la prepara. Las penas tienen eso de bueno: fortifican.

Nada más he de decirle para justificar una demanda que en esta carta le hago, sino que en estos instantes se juega la felicidad de toda mi existencia, y que Vd. ha de ayudarme con un pequeño servicio a ganar esta terrible partida. Yo creí poder llamar a mi lado a mi mujer para abril, luego de haber echado alguna raíz en esta tierra, y me veo, con razón muy sobrada, obligado a hacerla venir sin demora alguna. Aquí vislumbro campo, y viviré. Intentaré todo lo honrado, y me ayudarán de buena voluntad. ¿Cuál no sería mi pena, cuando aun antes de hallar trabajo, y en la duda natural de no hallarlo, o no hallarlo conforme a mis necesidades, envío a buscar a mi mujer? ¡Y ni puedo ni quiero dejar de enviar a buscarla! «Y ¿cómo ha podido Vd-bolsa en ruinashacer esta maravilla?», me dirá Vd. Allá le va el billete de pasaje de la Habana a Nueva York. Y Vd., amigo mío, como favor único, a pedir el cual después de tantos otros inolvidables, sólo me creo autorizado por mi presente y honda angustia ¿podrá enviar a mi mujer por el primer vapor que luego de recibida esta carta, salga para Puerto Príncipe, cuatro onzas en oro? O, si fuese para Vd. sacrificio demasiado grande ¿podrá enviarle al menos, el precio de su pasaje del Príncipe a La Habana, y en la Habana recibirla, y hacer que alguna persona que no sea Vd. me la acompañe en los instantes del embarque? Jamás tan pavorosa pena hizo tan gran estrago en mi agitada vida. ¿A qué hablarle de mi amargura, al tener que quebrar mis hábitos, y pedir a Vd. este servicio de dinero? ¿A qué encomiarle más la urgencia del caso, si se lo pido? No hablo a Carmen de mi verdadera situación, ni deseo que le hable Vd. de ella en la Habana, porque espero tenerla en parte conjurada, y porque deseo que nada estorbe el logro de la resolución que he tomado. ¿Bastará mi energía para abrirme un humilde hueco en esta tierra? En mi fortaleza y en mi voluntad espero. Pero los brazos se mueven mal, y caen perezosos a los lados, cuando no los dirige un espíritu tranquilo. Y el mío, bajo aparentes sonrisas, anda ahora airado: ¡nubes de enero!

Lo de mi padre, cada día más enfermo, me tiene loco. ¡Ah, terrible deber! ¡Ah, pobre viejo! ¡Y yo, más pobre![…]

De manera que yo espero en Ud. para reconquistar mi calma. Que Ud. me atenderá a Carmen. Que Ud. me guardará hasta que ella venga un abriguito y un sobrero que envío a mi hijo: gasto en salvas de amor mis últimos cartuchos. Y que como mi regalo de año nuevo, me enviará Ud. una palabra por telégrafo, para apaciguar mi fiera inquietud, tan pronto como Ud. sepa que Carmen sale del Príncipe, con esta dirección y con esta única palabra: Va. Sr. Manuel Mantilla. 51 East, 29 Street. Y la carta así, con mi nombre en un sobre interior. De Hortensia, de Julia y de Sofía, y de Ud., hablo todos los días en la casa de Angela Castillo. ¡Y digo tales cosas! Un abrazo a Carlitos, y otro a Lladó. ¿Me contestará Ud. pronto?

Perdóneme esta carta larga. Es necesaria.

J.M.

La dirección de Carmen: Calle San Francisco 9.

A FAUSTO TEODORO ALDREY

 

(Por intrigas y envidias, el presidente de Venezuela, el general Antonio Guzmán Blanco, lo obligó a salir del país, y Martí le escribe al director del periódico en el que aparecían sus escritos)

Caracas, 27 de julio de 1881

Amigo mío:

Mañana dejo a Venezuela y me vuelvo camino de Nueva York. Con tal premura he resuelto este viaje, que ni el tiempo me alcanza a estrechar, antes de irme, las manos nobles que en esta ciudad se me han tendido, ni me es dable responder con la largueza y reconocimiento que quisiera las generosas cartas, honrosas dedicatorias y tiernas muestras de afecto que he recibido estos días últimos. Muy hidalgos corazones he sentido latir en esta tierra; vehementemente pago sus cariños; sus goces, me serán recreo; sus esperanzas, plácemes; sus penas, angustia; cuando se tienen los ojos fijos en lo alto, ni zarzas ni guijarros distraen al viajador en su camino: los ideales enérgicos y las consagraciones fervientes no se merman en un ánimo sincero por las contrariedades de la vida. De América soy hijo: a ella me debo. Y de la América, a cuya revelación, sacudimiento y fundación urgente me consagro, ésta es la cuna; ni hay para labios dulces, copa amarga; ni el áspid muerde en pechos varoniles; ni de su cuna reniegan hijos fieles. Deme Venezuela en que servirla: ella tiene en mí un hijo.

Por de contado cesa de publicarse la Revista Venezolana; vean en estas frases su respuesta a las cartas y atenciones que, a propósito de ella, he recibido, y queden excedidas por mi gratitud las alabanzas que, más que por esas paginillas de mi obra, por su tendencia, he merecido de la prensa del país y de gran suma de sus hombres notables. Queda también, por tanto, suspendido el cobro de la primera mensualidad: nada cobro, ni podrá cobrar nadie en mi nombre, por ella; la suma recaudada ha sido hoy o será mañana, devuelta a las personas que la satisficieron; obra a este objeto en manos respetables. Cedo alegre como quien cede hijos honrados, esos inquietos pensamientos míos a los que han sido capaces de estimármelos. Como que aflige cobrar por lo que se piensa; y más si, cuando se piensa, se ama. A este noble país, urna de glorias; a sus hijos, que me han agasajado como a hermano; a Vd., lujoso de bondades para conmigo, envía, con agradecimiento y con tristeza, su humilde adiós.

José Martí

A SU HERMANA AMELIA

[Nueva York, 1882]

Para Amelia:

Tengo delante de mí, mi hermosa Amelia, como una joya rara y de luz blanda y pura, tu cariñosa carta. Ahí está tu alma serena, sin mancha, sin locas impaciencias. Ahí está tu espíritu tierno, que rebosa de ti como la esencia de las primeras flores de mayo. Por eso quiero yo que te guardes de vientos violentos y traidores, y te escondas en ti a verlos pasar: que como las aves de rapiña por los aires, andan los vientos por la tierra en busca de la esencia de las flores. Toda la felicidad de la vida, Amelia, está en no confundir el ansia de amor que se siente a tus años con ese amor soberano, hondo y dominador que no florece en el alma sino después del largo examen, detenidísimo conocimiento, y fiel y prolongada compañía de la criatura en quien el amor ha de ponerse. Hay en nuestra tierra una desastrosa costumbre de confundir la simpatía amorosa con el cariño decisivo e incambiable que lleva a un matrimonio que no se rompe, ni en las tierras donde esto se puede, sino rompiendo el corazón de los amantes desunidos.[…]

Ve que yo soy un excelente médico de almas, y te juro, por la cabecita de mi hijo, que eso que te digo es un código de ventura, y que quien olvide mi código no será venturoso. He visto mucho en lo hondo de los demás, y mucho en lo hondo de mí mismo. Aprovecha mis lecciones. No creas, mi hermosa Amelia, en que los cariños que se pintan en las novelas vulgares, y apenas hay novela que no lo sea, por escritores que escriben novelas porque no son capaces de escribir cosas más altas, copian realmente la vida, ni son ley de ella. Una mujer joven que ve escrito que el amor de todas las heroínas de sus libros, o el de sus amigas que los han leído como ella, empieza a modo de relámpago, con un poder devastador y eléctrico, supone, cuando siente la primera dulce simpatía amorosa, que le tocó su vez en el juego humano, y que su afecto ha de tener las mismas formas, rapidez e intensidad de esos afectillos de librejos, escritos, créemelo Amelia, por gentes incapaces de poner remedio a las tremendas amarguras que origina su modo convencional e irreflexivo de describir pasiones que no existen, o existen de una manera diferente de aquella con que las describen. ¿Tú ves un árbol? ¿Tú ves cuánto tarda en colgar la naranja dorada, o la granada roja, de la rama gruesa? Pues, ahondando en la vida, se ve que todo sigue el mismo proceso. El amor, como el árbol, ha de pasar de semilla a arbolillo, a flor, y a fruto. Y en Cuba se empieza siempre por el fruto. Cuéntame Amelia mía, cuanto pase en tu alma. Y dime de todos los lobos que pasen a tu puerta; y de todos los vientos que anden en busca de perfume. Y ayúdate de mí para ser venturosa, que yo no puedo ser feliz, pero sé la manera de hacer feliz a los otros.[…]

Escríbeme sin tasa y sin estudio, que yo no soy tu censor, ni tu examinador, sino tu hermano. Un pliego de letra desordenada y renglones mal hechos, donde yo sienta palpitar tu corazón y te oiga hablar sin reparos ni miedos me parecerá más bella que una carta esmerada, escrita con el temor de parecerme mal. Ve: el cariño es la más correcta y elocuente de todas las gramáticas. Di ¡ternura! y ya eres una mujer elocuentísima.

Nadie te ha dado nunca mejor abrazo que éste que te mando.

¡Que no tarde el tuyo!

Tu hermano

J. Martí

A BARTOLOMÉ MITRE

 

(El director de La Nación le suprimió parte de una crónica porque tenía, según él, un juicio «extremadamente radical» al referirse a los Estados Unidos)

New York, 19 de diciembre de 1882

Señor y amigo:

Contesto ahora, en medio de verdaderas premuras su carta, sólo en lo cuerda igual a lo generosa, de 26 de septiembre último. Me pareció un rayo de mi propio sol, y palabra del alma; ni me parece ahora que escribo a amistad nueva, sino a amigo antiguo, de corazón caliente y mente alta. No hay bien como el de estimar, acaso sea éste hoy mi único placer. Queda, pues, dicho que leí con verdadero gozo sus observaciones acerca de la naturaleza de las cartas en que su buena voluntad permite que me empeñe, y que el gozo fue tanto porque vi mis pensamientos en los suyos, cuanto porque penetró Vd. en los míos. No hay cosa que yo abomine tanto como la pasión. Cierto que no me parece que sea buena raíz de pueblo, este amor exclusivo, vehemente y desasosegado de la fortuna material que malogra aquí, o pule sólo de un lado, las gentes, y les da a la par aires de colosos y de niños. Cierto que en un cúmulo de pensadores avariciosos hierven ansias que no son para agradar, ni tranquilizar, a las tierras más jóvenes, y más generosamente inquietas de nuestra América. Cierto que me parecería cosa dolorosísima ver morir una tórtola a manos de un ogro. Pero ni la naturaleza humana es de ley tan ruin que la oscurezcan y encobren malas ligas meramente accidentales; ni lo que piense un cenáculo de ultra-aguilistas es el pensar de todo un pueblo heterogéneo, trabajador, conservador, entretenido en sí, y por sus mismas fuerzas varias, equilibrado, ni cabe de unas cuantas plumadas pretenciosas dar juicio cabal de una nación en que se han dado cita, al reclamo de la libertad, como todos los hombres, todos los problemas. Ni ante espectáculos magníficos, y contrapeso saludable de influencias libres, y resurrecciones del derecho humano, aquí mismo, a veces, aletargado, cumple a un veedor fiel cerrar los ojos, ni a un decidor leal decir menos de las maravillas que está viendo. Hoy, sobre todo, en que en ciertas comarcas de nuestra América, en que arraigó España más hondamente que en otras, se capitanea, bajo bandera literaria y amor poético de la tradición, una mala empresa de vuelta a los estancados tiempos viejos, urge sacar a luz con todas sus magnificencias, y poner en relieve con todas sus fuerzas, esta espléndida lidia de los hombres.[…]

Siendo esa mi manera de pensar, bien hizo Vd., pues, en mermar de mi primera carta, por cuya publicación y afectuoso anuncio le quedo agradecido, lo que pudiera darle, por ser primera e ir descosida de otras, aire de prevenida y acometedora. Es mal mío no poder concebir nada en retazos, y querer cargar de esencia los pequeños moldes, y hacer los artículos de diario como si fueran libros, por lo cual no escribo con sosiego, ni con mi verdadero modo de escribir, sino cuando siento que escribo para gentes que han de amarme, y cuando puedo, en pequeñas obras sucesivas, ir contorneando insensiblemente en lo exterior la obra previa hecha ya en mí. Y esto creo que se lo dije en carta, al enviarle mi correspondencia, a nuestro amigo benevolentísimo el señor Carranza, y le rogué que pidiera a Vd. perdón por ello. Ahora ya sé que ando entre gentes de alma noble, y que me siento a buen festín, y no tengo sino dejar salir el alma, en la que tengo fe. Y fío en que la he de hacer sentir, por cariñosa y por humilde. No me parecen definitivas sino las conquistas de la mansedumbre.

Me dice Vd. que me deja en libertad para censurar lo que, al escribir sobre las cosas de esta tierra, halle la pluma digno de censuras. Y esta es para mí la faena más penosa. Para mí la crítica no ha sido nunca más que el mero ejercicio del criterio. Cuando escribía juicios de dramas, callar sobre los malos era mi única manera de decir que lo eran. Puesto que el aplauso es la forma de la aprobación, me parece que el silencio es forma de desaprobación sobrada. No tema Vd. la abundancia de mis censuras que se desvanecen delante de mi pluma, como los diablos delante de la cruz. Yo sé que es flaqueza mía; pero no puedo remediarlo. Suelo ser caluroso en la alabanza, y no hay cosa que me guste como tener que alabar, pero en las censuras, de puro sobrio, peco por nulo. Cuando haya cosas censurables, ellas se censurarán por sí mismas; que yo no haré en mis cartas, pues va dicho sin decirlo que acepto el honor de escribirlas para La Nación, sino presentar las cosas como sean, que es sistema cuerdo de quien por no ser de la tierra, tiene miedo de pensar desacertadamente, o amar demasiado, o demasiado poco. Mi método para las cartas de New York que durante un año he venido escribiendo, hasta tres meses hace que cesé en ellas, ha sido poner los ojos limpios de prejuicios en todos los campos, y el oído a los diversos vientos, y luego de bien henchido el juicio de pareceres distintos e impresiones, dejarlos hervir, y dar de sí la esencia, cuidando no adelantar juicio enemigo sin que haya sido antes pronunciado por boca de la tierra, porque no parezca mi boca temeraria; y de no adelantar suposición que los diarios, debates del Congreso y conversaciones corrientes, no hayan de antemano adelantado. De mí, no pongo más que mi amor a la expansión, y mi horror al encarcelamiento del espíritu humano. Sobre este eje, todo aquello gira. ¿No le place esta manera de zurcir mis cartas? Ya las verá sinceras, con lo que Vd, que lo es tanto no me las tendrá a mal.

Réstame sólo, por ser contra mi voluntad, tiempo de poner punto a esta carta, darme los parabienes de haber hallado en mi camino a un caballero bueno de las letras, que de fijo lo es bueno en todas las cosas de la vida. Escribiré para La Nación fuera de todos los respetos y discreciones necesarias en quien sale al público, como si escribiera a mi propia familia. No hay tormento mayor que escribir contra el alma, o sin ella. Por lo generosa, y bien sé cuán valiosa es la hospitalidad que en La Nación venerable me brinda, tengo las manos llenas de gracias. La estimo vivamente, y haré por pagarla. Ojalá sienta Vd. en esta carta el cariño y efusión con que se la escribe su amigo y servidor afectuoso,

José Martí

A ENRIQUE JOSÉ VARONA

 

(Enviándole un ejemplar de Ismaelillo)

28 de julio [1882]

Amigo mío:

Le debo respuesta, y se la pago con placer y cariño. Bien veo que hizo cuanto cupo por dejar prenda de su cortesía a mi amigo Bonalde. Él fue ya conociéndolo, y sabe que Vd. le buscó, por lo que le queda agradecido.

No he hallado modo de leer el tomo que publicó Vd., en que andan juntas sus conferencias. Lo que Vd. hace regocija y nutre: bien es que yo lamento no haberlo aún visto. De su olvido de mí, puesto que a haberme recordado más, bien pudo enviármelo, me vengo ahora, con mala venganza, enviándole, ya que anda por La Habana sin que yo lo haya mandado, un librito de versos a mi hijo, que es cosa que saqué a luz por empeño ajeno, y que envío a los que estimo, mas no pongo a la venta, porque me parece que es quitar su perfume a esa flor vaga. Me ha entrado una grandísima vergüenza de mi libro, luego que lo he visto impreso.

De intento di esa forma humilde a aquel tropel de mariposas que, en los días en que lo escribí, me andaban dando vueltas por la frente. Fue como una visita de rayos de sol. Mas ¡ay! que luego que los vi puestos en papel, vi que la luz era ida.

Perdóneme, en gracia del empeño con que trabajo en cosas más serias, este pecado.

Le saluda afectuosamente su amigo

José Martí

A VICTORIA SMITH

 

(Por no tenerse noticia hasta fecha reciente de esta carta, cobró fuerzas el rumor, casi siempre interesado, de que María Mantilla, madre del actor de cine César Romero, nacida en Nueva York en 1880, era hija ilegítima de Martí, y no su ahijada. Al enviudar Carmita Miyares de Mantilla, a principios de 1885, y después de regresar a La Habana la esposa y el hijo de Martí, éste se mudó a una casa de huéspedes que tenía Carmita, y Victoria Smith, su prima, residente en Venezuela, sospechó que ella, ya viuda, y Martí, solo, no debían de vivir en la misma casa. Por esta carta, que se conserva en su borrador original, sin fecha, se concluye que si Martí y Carmita Mantilla tuvieron relaciones amorosas fueron cuando ya era viuda. Martí lo afirma de manera categórica: «Ni Carmita ni yo hemos dado un solo paso que no hubiera dado ella… cuando vivía el esposo de Carmita…»; y le advierte severo e indignado: «Usted no tiene derecho a suponer que lo que mi cariño me obligue a hacer por la mujer de un hombre que me estimó y sus hijos huérfanos, es la paga indecorosa de un favor de amor»)

[Desde Nueva York, después de marzo de 1885]

Victoria.

Carmita me ha dado conocimiento de la carta que le escribe a V., y en que se refiere a mí. Es difícil, Victoria, que una persona de su tacto y bondad, haya sabido prescindir por completo de una y de otra. De mí, perdóneme que le diga que casi no tengo que responder a V: tengo un sentido tan exaltado e intransigente de mi propio honor, un hábito tan arraigado de posponer todo interés y goce mío al beneficio ajeno, una costumbre tan profunda de la justicia, y una seguridad tan de mí mismo, que le ruego me perdone si soy necesariamente duro, asegurándole que ni mi decoro, ni el de quien por su desdicha esté relacionado conmigo, tendrá jamás nada que temer de mí, ni requiere más vigilancia que la propia mía. Yo sé padecer por todos, Victoria, y consideraría, en llano español, una vileza, quitar por ofuscación amorosa, el respeto público a una mujer buena y a unos pobres niños. Puedo afirmar a V., ya que su perspicacia no le ha bastado esta vez a entender mi alma, que Carmita no tiene, sean cualesquiera mis sucesos y aficiones, un amigo más seguro, y más cuidadoso de su bien parecer que yo. Además, debe V. estar cierta de que ella sabría, en caso necesario, reprimir al corazón indelicado que por satisfacer deseos o vanidades tuviere en poco el porvenir de sus hijos. En el mundo, Victoria, hay muchos [dolores] que merecen respeto, y grandezas calladas, dignas de admiración. De Carmita, pues, no le digo nada, que ella sabe cuidarse. Y de mí no le puedo decir mucho ya que no tengo ni la inmodestia necesaria para referirle a V. mi vida, que he mantenido hasta ahora por encima de las pasiones y de los hombres y tiene por esta [razón] fama que no he de perder; ni tengo el derecho de escribir, a V. que es dama, las palabras alborotadas que como cuando uno se ve desconocido en su mayor virtud, me vienen a la pluma.

Una observación, sí me he de permitir hacerle. Leída por un extraño, como yo, la carta de V. a Carmita no parece hecha de mano amorosa; sino muy cargada de encono: ¿cómo Victoria, si V. no es así, sin duda? No sólo tiene V. el derecho, sino el deber, de procurar que no sea Carmita desventurada; y si sospecha V. que quiere a un hombre pobre, casado, y poco preparado para sacar de la vida grandes ganancias, haría V. una obra recomendable urgiéndola a salir de esta afición desventajosa. Por supuesto que si, libre de hacer en su [vida], salvo el decoro de sus hijos y el propio, lo que le pareciere bien, si insistiese en esto, sería un dolor; pero un dolor respetable, puesto que no se vendía a nadie por posición social, protección o riqueza, sino que, en la fuerza de su edad y de sus gracias, a la vez que no daba a su cariño más riendas que las que no pueden ver el mundo ni sus hijos, se consagraba sin fruto y en la tristeza y el silencio a un cariño sin recompensa, y a la privación de las alegrías que de otro modo podrían todavía esperarla. Esto, mundanamente, sería una locura, como sé yo muy bien, y le digo a cada momento; y estoy seguro de que si ese fuese el caso, se le dejaría siempre inflexiblemente en la más absoluta libertad de obrar por sí, y no se impediría jamás por apariencias impremeditadas de hoy las soluciones de mañana. Pero esas penas calladas, Victoria, merecen de toda alma levantada, cuando se llevan bien, un[a] estimación y respeto que en su carta faltan.

Ahora, de murmuraciones, ¿qué le he de decir? Ni Carmita ni yo hemos dado un solo paso, que no hubiera dado ella por su parte naturalmente, a no haber vivido yo, o que en el grado de responsabilidad moral, de piedad, si V. quiere, que su situación debe inspirar a todo hombre bueno, no hubiere debido hacer un amigo íntimo de la casa, que no lo es hoy más de lo que lo fue cuando vivía el esposo de Carmita. Yo le repito que de esto sé cuidar yo: si alguna mala persona, que a juzgar por la estimación creciente de que ella por su parte y yo por la mía vivimos rodeados, sospecha sin justificación posible y contra toda apariencia que ella recibe de mí un favor que la manche, esa, Victoria, será una de tantas maldades, mucho menos [imputables] y propaladas que otras, que hieren sin compasión años enteros a personas indudablemente buenas, que las soportan en calma.

Ya es tiempo de decirle adiós, Victoria. Con toda el alma, y no la tengo pequeña, aplaudo que si V. sospecha que Carmita intenta consagrarme su vida, desee V. apartarla de un camino donde no recogerá deshonor, porque a mi lado no es posible que lo haya, pero sí todo género de angustias y desdichas. Y si en el mundo hay para ella una salida de felicidad, dígamela y yo la ayudaré en ella. Pero V. no tiene el derecho de suponer que lo que mi cariño me obligue a hacer por la mujer de un hombre que me estimó y sus hijos huérfanos es la paga indecorosa de un favor de amor. Por acá, Victoria, en estas almas solas, vivimos a otra altura. Sea tierna amiga mía, que es la única manera de ser bueno, y de lograr lo que se quiere.

He escrito a V. tanto, más porque me apena que sea injusta con Carmita, que por mí mismo, que no me hubiera yo atrevido a [ocupar en mi porfía] su atención por tanto tiempo.

A MANUEL MERCADO

[1886]

[…] Supongo que habrá llegado a V. la carta larga de que le hablo, y habrá visto en ella que en la condición actual de mi fortuna, y en esta especie de terror de alma en que vivo, me causaría verdadera angustia no poder lograr el empeño que he puesto en sus manos. Con este pie en lo firme, podría al fin ¡tal vez por ocasión primera en cinco años! trabajar sin tener en todo instante una pezuña sobre la frente, y la dignidad en un potro, y el alma entera en náusea; tal vez podría empezar, tranquilo el espíritu en un quehacer noble, a salirme un poco de este contacto demasiado íntimo con los hombres, con los hombres en esta tierra, que no son, no, como los hombres en todas las demás, y dar suelta, conforme fuera yo saliendo de esta agonía, a las experiencias y arrogancias que se me han ido amontonando en el alma, y me sofocan por falta de empleo. Si a lo que ya tengo en esa clase de quehaceres, que ni me agotan mis restos de salud ni me tienen en perpetuo susto el decoro, pudiera unir la clase de trabajo que le pido, y por el cual le ruego que se esfuerce mucho más que para sí propio, me haría Vd. un bien cuya trascendencia sólo podría calcular viendo de cerca, y por dentro, como dejaría yo que Vd. los viese, el espanto y la tribulación a que después de estos cinco años de noblezas estériles e indecibles fatigas ha llegado mi espíritu. Mi Consulado, que me venía ayudando, se me acaba el mes próximo. Si no me saca Vd. por sobre su cabeza en esto de los diarios, tendré de nuevosin que nadie, eso sí, note mi desfallecimientoque acudir a una colocación vulgar de comercio, de muchas horas y retribución mezquina, adonde vuelva mi vida a lo que ha sido en estos tiempos últimos, avena de pesebre, a que se la coman los caballos. Lo que me entristece no es eso; sino que en esa profesión, como acá se ejerce, y en la condición ruin de empleado menor en que tendría yo que volver a ejercerla, cada detalle ¿por qué no decírselo? me subleva y aturde, y vivo como acorralado y apaleado, y la brutalidad, deshonestidad y sordidez que veo a mi alrededor y de que tengo que ser instrumento me imponen,creo que ya se lo he dicho Vd. porque es verdadcomo una cierva, despedazada por las mordidas de los perros, que se refugia para morir en el último tronco. Saco de mí sin cansarme una energía salvaje; pero noto que estoy llegando ya al fondo de mis entrañas. O tengo un poco de respiro para rehacérmelas, a que me las coman de nuevo, o aquí se acaban. Yo por nada me abato; pero siento que los puntales se me van cayendo. Trabaje por mí, que esta alma mía no se ha hecho para extinguirse tan a oscuras y por tan pobres razones. Los cariños que inspiro, y el de Vd. a la cabeza de ellos, son ya, desde hace años, mi único premio y estimulo: nada más pedí a la tierra, y nada más me ha dado.[…]

Pero ni aun viniendo a pensar en esto, puede dejar de serme la idea gratísima. Para eso estoy hecho, ya que la acción en campos más vastos no me es dada. Para eso estoy preparado. En eso tengo fuerza, originalidad y práctica. Ese es mi camino. Tengo fe y gozo en eso. Todo me ata a New York, por lo menos durante algunos años de mi vida: todo me ata a esta copa de veneno: Vd. no lo sabe bien, porque no ha batallado aquí como yo he batallado, pero la verdad es que todos los días, al llegar la tarde, me siento como comido en lo interior de un tósigo que me echa a andar, me pone el alma en vuelcos, y me invita a salir de mí. Todo yo estallo. De adentro me viene un fuego que me quema, como un fuego de fiebre, ávido y seco. Es la muerte a retazos.[…]

Morir de esta tierra, es justo, puesto que no la quiero; pero morir de las mías, sí me sería penoso. A otras tierras, no puedo, pues, pensar en ir. A la mía, tampoco: no porque sea yo un revolucionario empedernido y caprichoso, que sólo consienta en volver a su pueblo por los caminos que a su terquedad o soberbia se le antojan, sino porque los males públicos, que en otros pueblos que no sean los míos, no tengo un derecho directo a mejorar, en mi tierra me pesan como propios, y son para mí un deber de remediarlos: allí toda bofetada me sonaría en la cara: allí toda indignidad me tendría siempre en pie para denunciarla o contenerla: yo, mísero de mí, no soy dueño de mi vida; ni puedo hacer, desde que contraje por mi voluntad, deberes privados, todo lo que mi deber público me manda, sino aquella parte de éste que no haga imposible el cumplimiento de aquéllos, como lo haría sin duda en la campaña formidable que yo emprendería en mi tierra. Nada más, pues, que el respeto a mi familia me obliga a una ausencia que todos ellos creen que prolongo en daño suyo.

Ahora, pensar que yo vuelva a mi tierra a acumular doblones, y entre tantos que luchan bravamente, deje de luchar, con más bríos y empuje que todos ellos, y menos amor de mí, es pensar que puede beberse el sol en una taza de café. Eso no podría ser. Prefiero, pues, morir acá en silencio.

Y acá ¿qué puedo yo hacer? De prisa lo he de decir, porque esta carta pasa ya de atrevimiento. Si de ir muriendo se trata, ya se sabe, intentaré volver a mis quehaceres de dependiente de comercio, donde todo es ultraje, todo zozobra, todo angustia de noria, sin más que un pan al día, no siempre entero.

¿Se enoja conmigo porque le he molestado tanto? A mí no me enojaría tenerle a mi lado hora sobre hora, y oírle vaciar su juicio hermoso y su corazón honesto. Corazón, ahí le va. Juicio, sólo tengo el mío, que ninguna contrariedad ni desdicha ha logrado aún torcer ni envenenar; pero no es tan hermoso y sereno como el suyo. Déjeme, pues, callar, contento de haber depuesto ante V. la arrogancia con que oculto mis desfallecimientos hasta de mí mismo. Soyno se me ríacomo un rey salvaje. Déjeme callar, y en cuanto esté en su mano, póngame remedio: todo el que haya, si por Dios; ¡pero si no hay otro, con su cariño basta! Junte en un abrazo a sus pequeñuelos, y bese la mano a Lola.

Su hermano

José Martí

A JOSÉ GARCÍA

Febrero 1887

Mi querido José:

No hubiera querido recibir de otras manos la noticia de la muerte de mi padre. En la carta de Vd. he sentido su último calor. Si ya Vd. no fuera hermano mío, por la ternura con que me quiso a mi padre lo sería. Vd. entendió su santidad, e hizo en la tierra por premiarla. El lo quería a Vd. como a un hijo preferido. Es de hijo el sollozo con que Vd. me ha anunciado su muerte. Yo no lo he visto a Vd. nunca; ¡pero ya me parece que lo he conocido toda mi vida!

Yo tuve puesto en mi padre un orgullo que crecía cada vez que en él pensaba, porque a nadie le tocó vivir en tiempos más viles ni nadie a pesar de su sencillez aparente salió más puro en pensamiento y obra, de ellos. ¡Jamás, José, una protesta contra esta austera vida mía que privó a la suya de la comodidad de la vejez! De mi virtud, si alguna hay en mí, yo podré tener la serenidad: pero él tenía el orgullo. En mis horas más amargas se le veía el contento de tener un hijo que supiese resistir y padecer. Yo, con toda mi costumbre de las palabras, y con toda mi ternura, no podría pintarlo mejor que como Vd. me lo pinta: «un ángel con canas». ¡Ah José! Sólo se saben ver en los demás las condiciones que se tienen en sí. Trastornos horrendos y alejamientos grandes suele traer la vida, pero nunca dejaré de ver a Vd. dando un beso en la frente de mi padre, y reemplazando al hijo ausente.

Este dolor, José, me tiene muy confuso el pensamiento. ¡No he podido pagar a mi padre mi deuda en la vida! Ya ¿dónde se la podré pagar? No es que haya muerto lo que me entristece, sino que haya muerto antes de que yo pudiera pregonar la hermosura silenciosa de su carácter, y darle pruebas públicas y grandes de mi veneración y de mi cariño. Pero ¿qué falta le hice, si lo tenía a Vd.? Juntos, José, Vd. y yo iremos a visitarlo algún día.

Martí

A ENRIQUE ESTRÁZULAS

 

(Cónsul del Uruguay en Nueva York)

[Junio o julio de 1888]

Mi Señor:

¿Qué es? Pasan semanas, y ni una carta, ni un periódico siquiera que me traiga mi nombre escrito de su mano. Yo vivo sin día ni noche, dando por escritas las cartas que pienso, y muy creído de que el aire le ha de llevar mis mejores cariños, que son los que no pongo en el papel, y otras veces estoy muy escribidor, y me pondría a ensayar prosas en usted; ¿pero con qué cara le mando prosa mía a quien me escatima tanto la suya? Ud. tiene Parises y damas ajenas: yo no tengo más que mi conciencia, las cartas de usted y otro amigo de México a quien quiero, la de mi madre, y los garabatos que una vez al mes me manda mi hijo. Quise hacerlo y pudo venir; pero Carmen no lo deseó; para arrancarme así como mandato la orden de que venga, que no le he de dar, porque el hacerlo por voluntad propia es la condición natural de lo que se estima sacrificio. Nunca me regañe porque le escriba poco. Llevo en mi un león preso que me hace pedazos las plumas ¡Pero usted, mi señor, con el arte en casa, y arte por dondequiera que va, y arte en sí, sin más penas que las de la superioridad y la imaginación ¿no tiene la rodilla libre una hora al día para decirme, entre una seta y un taponazo, que acordarse de un amigo es tan grato como recibir un beso? O es que anda de calavera, y le da pena decírmelo. Para que se vea obligado a acusarme recibo le mando aquí papelitos azules. El Consulado sigue mohíno: a lo más, dos barcos al mes, uno de Norton y otro de petróleo, y flojo el de Norton: de afuera, algún check de Pensacola o de Portland, no más de dos al mes. En Jacksonville hay peste. Hice a los cónsules de Pensacola y Savannah las prevenciones usuales, por si se extiende a sus puertos la fiebre amarilla. En New York ha habido un caso aislado, y fue desdicha que cayese en hombre tan útil y feliz como el astrónomo Proctor, que murió en dos días. En Filadelfia ha habido otro, a pesar de las precauciones de la Sanidad en Jacksonville, que son muchas, y la mejor la de no dejar salir a nadie sino después de días de fumigaciones y espera en los «campamentos de refugio». Aquí nadie tiene miedo, con los fríos que ya corren.

Yo vine ayer de Bath Beach, que ya sabe que está de Coney Island poco más lejos que Sheepshead Bay. Pero tanta gente extraña afluyó a la casa, so pretexto de enfermedad o de parentesco con Carmita, que la agorafobia se me enconó, y he vivido sin gusto para admirar a mis anchas los árboles. Y crea conmigo que he de morir pronto, puesto que el año pasado pude tener por fin un Webster, y este año me convidó Philippson a ir a Catskill, del sábado al lunes. Vd. hubiera bufado, y con razón: ¡treinta y dos horas de viaje, y de noche y en vapor, por ocho horas de hotel, con un poco de monte y de cascada de Kaaters Kill. Y me acordé más de Vd., porque también yo me sentí como preso entre aquellos picos. Está demasiado lejos la cumbre de los montes de la faena humana.

Creí, al ofrecerle en mi carta pasada que con ella iba Ramona, tener en Bath mismo, donde le escribía, el ejemplar de prueba de los pocos a que mandé poner pasta. Estaba en New York, y con una buena mancha de tinta. Hoy le va al fin. No le va a gustar, porque V. está ahora de casaca y barba de punta, y en el aire que huele a vinagre de tocador; la pobre Ramona va con los pies descalzos. Pero por Vd. he podido publicarla, y ella, como yo, es de usted. Me preparo a traducir John Halifax, Gentleman. ¡Y tener que pasar por estas horcas, y pasarme meses tendidos peinando libros ajenos! Pero ya verá cómo paro a lo mejor, en escribir uno que se pueda leer, y llevará su nombre al frente.

Yo no me canso, ni me quejo; y aunque tengo en el lado del corazón un como encogimiento, y un dolor que no cesa un instante, jamás pienso en él, ni en cederle, y hago cuanto debo y puedo, sin esperanzas y temores. Eso sí, me hacen falta sus cartas.

Y no porque quiera, sino por no enojarlo, acaba aquí, con un abrazo para la casa, su amigo

J. Martí

A LA MADRE

 

(Enviándole un ejemplar de los Versos Sencillos)

[1892]

Madre mía:

Todavía no me siento con fuerzas para escribir. No es nada, no es ninguna enfermedad; no es ningún peligro de muerte: la muerte no me mata, caí unos días cuando la infamia fue muy grande; pero me levanté. La gente me quiere, y me ha ayudado a vivir. Mucho la necesito: mucho pienso en Vd.: nunca he pensado tanto en Vd.: nunca he deseado tanto tenerla aquí. No puede ser. Pobreza. Miedo al frío. Pena del encierro en que la habría de tener. Pena de tenerla y no poderla ver, con este trabajo que no acaba hasta las diez y media de la noche. Bueno: los tiempos son malos, pero su hijo es bueno. Nada más ahora: Vd. lo sabe todo: esta palabra de hijo me quema. Lea ese libro de versos: empiece a leerlo por la página 51. Es pequeño-es mi vida. Pero no crea que se afloja, ni que corre riesgo ninguno, ni que está en salud peor de lo que estaba este hijo que nunca la ha querido tanto como ahora.

J. Martí

A FERNANDO FIGUEREDO

18 de agosto, 1892

Amigo muy querido:

Aquí he venido, a este silencio del mar, a poner en junto los últimos hilos del trabajo de estos días, que ha sido el que puede Vd. imaginar, con la marea que me encontré por acá, y la oportunidad de corregir errores y sembrar impresiones entre los cubanos transeúntes, así como la de buscar amigos con que parar el golpe, para nosotros inoportuno, con que quisiesen embarcarnos en la arrancada los vigilantes enemigos.[…]

¿Qué más puede hacer, con la médula que se trajo molida del viaje, este flaco amigo de Vd.? Ahora, con todo esto de lado, a Santo Domingo. ¿Qué me dice, Fernando, de esfuerzos y sacrificios, a propósito de Gómez? Pero ¿Vd. no sabe, aunque le parezca de mi parte afirmación muy zancuda, que no hay en mi persona una partícula de egoísmo ni soberbia, ni de pensamiento y cultivo de mí propio, que es mi almohada la muerte, y Cuba mi único sueño, y que sólo me tengo y uso para allanarle dificultades y para servirla? Gozo con que me amen; gozo con que Vd. me quiera y los pocos hombres que valen lo que Vd.; gozo con la amistad y distinción de su noble casa; gozo con la virtud de mis paisanos, y yo, como un niño, me voy, limpio, a la tumba. No es que me muero, porque viviré mientras le sea útil a mi país. Pero siento que las pasiones se han desprendido de mí, como se desprenden al desnudarse, las ropas. No hay en mí un átomo de satisfacción ni de impureza. Yo me veo en el portal de mi tierra, con los brazos abiertos, llamando a mí a los hombres y cerrando el paso a los peligros. Pero así no más me veo; seguro de que me harán morder la tierra los mismos a quienes he ayudado a salvar. Pero sonreiré lo mismo que ahora. Y con esta alma, y seguro que de antemano me la conoce y entiende el bravo viejo, iré, con la firme sencillez de que ya él sabe, a ver al glorioso Gómez. Yo abriré así un cauce amoroso, y los que vengan detrás de mí tendrán que entrar por el cauce.

Ahora, a lo del correo. Desde antes de mi llegada al Cayo, desde la colecta pública y el banderín, movieron los españoles el caso en Washington, y creyeron tener la oportunidad que necesitaban, sin que les faltase por desdicha benevolencia en la actual Secretaría de Estado: que con causa me dice Vd. lo que me dice, y si bien creo que con continua habilidad podremos obtener más respeto en el Gobierno del Norte del que ahora gozamos, y ayuda, más moral que material, en el pueblo norteamericano, ayuda en que insisto y que preparo, y creo hemos de conseguir, pienso, como Vd., que con el brazo propio, y no más, hemos de obtener nuestra emancipación, y mover a consideración a los que quisieran estorbarla.[…]

Aquí, Fernando, acabo, porque se va el correo. En Juanita he estado pensando desde que comencé esta carta, que muchos han de ser los años que pasen, para que pueda yo olvidar a compañera de sus méritos, ni a persona o cosa alguna de su casa. De Patria, sólo que no alcanzó a tiempo el correo. Ya verá qué periódico a la vuelta. De Guerra, celebro que esté allí, donde puede dirigirlo la superior discreción de Uds. A Teodoro, el martes. Y un abrazo de su

J. Martí

A RAFAEL SERRA

Enero 30 [1895]

Serra queridísimo:

Por dondequiera que yo ande, hablo de Vd., hablo con Vd., espero en Vd., coraza contra toda maldad, flor de toda ternura, y hermano mío. Esté yo aquí o allá, haga como si lo estuviese yo siempre viendo. No se canse de defender, ni de amar. No se canse de amar. Un beso a Consuelo.

Martí

A MARÍA MANTILLA

A mi María:

Y mi hijita ¿qué hace, allá en el Norte, tan lejos? ¿Piensa en la verdad del mundo, en saber, en querer, en saber, para poder querer, querer con la voluntad, y querer con el cariño? ¿Se sienta, amorosa, junto a su madre triste? ¿Se prepara a la vida, al trabajo virtuoso e independiente de la vida, para ser igual o superior a los que vengan luego, cuando sea mujer, a hablarle de amores, a llevársela a lo desconocido, o a la desgracia, con el engaño de unas cuantas palabras simpáticas, o de una figura simpática? ¿Piensa en el trabajo, libre y virtuoso, para que la deseen los hombres buenos, para que la respeten los malos, y para no tener que vender la libertad de su corazón y su hermosura por la mesa y por el vestido? Eso es lo que las mujeres esclavas, esclavas por su ignorancia y su incapacidad de valerse, llaman en el mundo «amor». Es grande, amor: pero no es eso. Yo amo a mi hijita. Quien no la ame así no la ama. Amor es delicadeza, esperanza fina, merecimiento, y respeto. ¿En qué piensa mi hijita? ¿Piensa en mí?

Aquí estoy, en Cabo Haitiano; cuando no debí estar aquí. Creí no tener modo de escribirte, en mucho tiempo, y te estoy escribiendo. Hoy vuelvo a viajar, y te estoy otra vez diciendo adiós. Cuando alguien me es bueno, y bueno a Cuba, le enseño tu retrato. Mi anhelo es que vivan muy juntas, tu madre y ustedes, y que pases por la vida pura y buena. Espérame, mientras sepas que yo viva. Conocerás el mundo, antes de darte a él. Elévate, pensando y trabajando. ¿Quieres ver como pienso en ti, en ti y en Carmita? Todo me es razón de hablar de ti: el piano que oigo, el libro que veo, el periódico que llega. Aquí te mando, en una hoja verde, el anuncio del periódico francés a que te suscribió Dellundé. El Harper’s Young People no lo leíste, pero no era culpa tuya, sino del periódico, que traía cosas muy inventadas, que no se sienten, ni se ven, y más palabras de las precisas. Este Petit Français es claro y útil. Léelo, y luego enseñarás. Enseñar, es crecer. Y por el correo te mando dos libros, y con ellos una tarea, que harás, si me quieres; y no harás si no me quieres. Así, cuando esté en pena, sentiré como una mano en el hombro, o como mi cariño en la frente, o como las sonrisas con que me entendías y consolabas; y será que estás trabajando en la tarea, y pensando en mí.

Un libro es L’Histoire Générale, un libro muy corto, donde está muy bien contada, y en lenguaje fácil y limpio, toda la historia del mundo, desde los tiempos más viejos, hasta lo que piensan e inventan hoy los hombres. Son 180 sus páginas: yo quiero que tú traduzcas, en invierno o en verano, una página por día; pero traducida de modo que la entiendas, y de que la puedan entender los demás, porque mi deseo es que este libro de historia quede puesto por ti en buen español, de manera que se pueda imprimir, como libro de vender, a la vez que te sirva, a Carmita y a ti, para entender, entero y corto, el movimiento del mundo, y poderlo enseñar.[…]

¿Y si tú te esforzaras, y pudieras enseñar francés como te lo enseñé yo a ti, traduciendo de libros naturales y agradables? Si yo estuviera donde tú no me pudieras ver, o donde ya fuera imposible la vuelta, sería orgullo grande el mío, y alegría grande, si te viera desde allí, sentada, con tu cabecita de luz, entre las niñas que irían así saliendo de tu alma, sentada, libre del mundo, en el trabajo independiente. Ensáyense en verano: empiecen en invierno. Pasa, callada, por entre la gente vanidosa. Tu alma es tu seda. Envuelve a tu madre, y mímala, porque es grande honor haber venido de esa mujer al mundo. Que cuando mires dentro de ti, y de lo que haces, te encuentres como la tierra por la mañana, bañada de luz. Siéntete limpia y ligera, como la luz. Deja a otras el mundo frívolo: tú vales más. Sonríe, y pasa. Y si no me vuelves a ver, haz como el chiquitín cuando el entierro de Frank Sorzano: pon un libro, el libro que te pido, sobre la sepultura. O sobre tu pecho, porque ahí estaré enterrado yo si muero donde no lo sepan los hombres. Trabaja. Un beso. Y espérame.

Tu
Martí

Cabo Haitiano, 9 de abril, 1895

A CARMEN MANTILLA Y SUS HIJOS

Jurisdicción de Baracoa, 16 de abril de 1895

Carmita querida y mis niñas, y Manuel, y Ernesto:

En Cuba les escribo, a la sombra de un rancho de yaguas. Ya se me secan las ampollas del remo con que halé a tierra el bote que nos trajo. Eramos seis, llegamos a una playa de piedras y espinas, y estamos salvos, en un campamento, entre palmas y plátanos, con las gentes por tierra; y el rifle a su lado. Yo, por el camino, recogí para la madre la primera flor, helechos para María y Carmita, para Ernesto una piedra de colores. Se las recogí, como si los fuese a ver, como si no me esperase la cueva o la loma, sino la casa, la casa abrigada y compasiva, que veo siempre delante de mis ojos.

Es muy grande, Carmita, mi felicidad, sin ilusión alguna de mis sentidos, ni pensamiento excesivo en mí propio, ni alegría egoísta y pueril, puedo decirte que llegué al fin a mi plena naturaleza, y que el honor que en mis paisanos veo, en la naturaleza que nuestro valor nos da derecho, me embriaga de dicha, con dulce embriaguez. Sólo la luz es comparable a mi felicidad. Pero en todo instante le estoy viendo su rostro, piadoso y sereno, y acerco a mis labios la frente de las niñas, cuando amanece, cuando anochece, cuando me sale al paso una flor nueva, cuando veo alguna hermosura de estos ríos y montes, cuando bebo, hincado en la tierra, el agua clara del arroyo, cuando cierro los ojos, contento del día libre. Ustedes me acompañan y rodean, las siento, calladas y vigilantes, a mi alrededor. A mí, sólo ellas me faltan. A ellas, ¿qué les faltará? De sus angustias nuevas, ¿podrán irse salvando? Mi poca ayuda, ¿cómo la habrán repuesto? Cuba ya tiene escritos sus nombres con mis ojos en muchas nubes del cielo y en muchas hojas de árboles.

Mi dicha de hombre útil hace mayor el pesar de que no me lo vean. ¿Recordarán así a su amigo, con tanta lealtad, con tanta vehemencia?

¡Ah, María, si me vieras por esos caminos, contento y pensando en ti, con un cariño más suave que nunca, queriendo coger para ti, sin correo con que mandártelas, estas flores de estrella, moradas y blancas, que crecen aquí en el monte!

Voy bien cargado, mi María, con mi rifle al hombro, mi machete y revólver a la cintura, a un hombro una cartera de cien cápsulas, al otro en un gran tubo, los mapas de Cuba, y a la espalda mi mochila, con sus dos arrobas de medicina y ropa y hamaca y frazada y libros, y al pecho tu retrato.

El papel se me acaba, y al correo no puede ir mucho bulto. Escribo con todo el sol sobre el papel. Véanme vivo y fuerte y amando más que nunca a las compañeras de mi soledad, a la medicina de mis amarguras. De acá no teman. La dificultad es grande, y los que han de vencerlas, también. Carmita pedirá a Gonzalo que le deje leer lo que hay de personal en la carta que le envío. Manuel bueno, trabaja. Carmita, escríbele a mamá. Carmita hija y María se educan para la escuela. Una palma y una estrella vi, alto sobre el monte, al llegar aquí antier, ¿cómo no había de pensar en Carmita y en María? ¿Y en la amistad de su madre, al ver el cielo limpio de la noche cubana? Quieran a su

Martí

A SU HIJO

1° de abril de 1895

Hijo:

Esta noche salgo para Cuba: salgo sin ti, cuando debieras estar a mi lado. Al salir, pienso en ti. Si desaparezco en el camino, recibirás con esta carta la leontina que usó en vida tu padre. Adiós. Sé justo.

Tu
José Martí

A GONZALO DE QUESADA

Montecristi, 1º de abril, 1895

Gonzalo querido:

De mis libros no le he hablado. Consérvenlos; puesto que siempre necesitará la oficina, y más ahora: a fin de venderlos para Cuba en una ocasión propicia, salvo los de la Historia de América, o cosas de América,geografía, letras, etcque V. dará a Carmita a guardar, por si salgo vivo, o me echan, y vuelvo con ellos a ganar el pan. Todo lo demás lo vende en una hora oportuna. Vd. sabrá cómo. Envíemele a Carmita los cuadros, y ella irá a recoger todos los papeles. Vd. aún no tiene casa fija, y ella los unirá a los que ya me guarda. Ni ordene los papeles, ni saque de ellos literaturas; todo eso está muerto, y no hay ahí nada digno de publicación, en prosa ni en verso: son meras notas. De lo impreso, caso de necesidad, con la colección de La Opinión Nacional, la de La Nación, la de El Partido Liberal, la de La América hasta que cayó en Pérez y aun luego la de El Economista podría irse escogiendo el material de los seis volúmenes principales. Y uno o dos de discursos y artículos cubanos. No desmigaje el pobre «Lalla Rookh» que se quedó en su mesa. Antonio Batres, de Guatemala, tiene un drama mío, o borrador dramático, que en unos cinco días me hizo escribir el gobierno sobre la independencia guatemalteca. La Edad de Oro, o algo de ella sufriría reimpresión. Tengo mucha obra perdida en periódicos sin cuento: en México del 75 al 77. En La Revista Venezolana, donde están los artículos sobre Cecilio Acosta y Miguel Peña: en diarios de Honduras, Uruguay y Chile, en no sé cuantos prólogos:-a saber. Si no vuelvo, y usted insiste en poner juntos mis papeles, hágame los tomos como pensábamos:

I.-Norteamericanos.
II.-Norteamericanos.
III.-Hispanoamericanos.
IV.-Escenas Norteamericanas.
V.-Libros sobre América.
VI.-Letras, Educación y Pintura.

Y de versos podría hacer otro volumen: IsmaelilloVersos Sencillos; y lo más cuidado o significativo de unos «Versos Libres», que tiene Carmita. No me los mezcle a otras formas borrosas, y menos características.

De los retratos de personajes que cuelgan en mi oficina escoja dos V., otros dos Benjamín. Y a Estrada, Wendell Phillips.

Material hallará en las fuentes que le digo para otros volúmenes: el IV podría doblarlo, y el VI.

Versos míos, no publique ninguno antes del Ismaelillo: ninguno vale un ápice. Los de después, al fin, ya son unos y sinceros.

Mis «Escenas», núcleo de dramas, que hubiera podido publicar o hacer representar así, y son un buen número, andan tan revueltas, y en tal taquigrafía, en reversos de cartas y papelucos, que sería imposible sacarlas a luz.

Y si V. me hace, de puro hijo, toda esa labor, cuando yo ande muerto, y le sobra de los costos, lo que será maravilla, ¿qué hará con el sobrante? La mitad será para mi hijo Pepe, la otra mitad para Carmita y María.

Ahora pienso que del «Lalla Rookh» se podría hacer tal vez otro volumen. Por lo menos, la «Introducción» podría ir en el volumen VI. Andará V. apurado para no hacer más que un volumen del material del 6°. «El Dorador» pudiera ser uno de sus artículos, y otro «Vereschagin» y una reseña de los «Pintores Impresionistas», y el «Cristo de Munkacsy». Y el prólogo de Sellény el de Bonalde, aunque es tan violentoy aquella prosa aún no había cuajado, y estaba como vino al romper, V. sólo elegirá por supuesto lo durable y esencial.

De lo que podría componerse una especie de espíritu, como decían antes a esta clase de libros, sería de las salidas más pintorescas y jugosas que V. pudiera encontrar en mis artículos ocasionales. ¿Qué habré escrito sin sangrar, ni pintado sin haberlo visto antes con mis ojos? Aquí han guardado los «En Casa» en un cuaderno grueso: resultan vivos y útiles.

De nuestros hispanoamericanos recuerdo a San Martín, Bolívar, Páez, Peña, Heredia, Cecilio Acosta, Juan Carlos Gómez, Antonio Bachiller.

De norteamericanos: Emerson, Beecher, Cooper, W. Phillips, Grant, Sheridan, Whitman. Y como estudios menores, y más útiles tal vez, hallará, en mis correspondencias a Arthur, Hendricks, Hancock, Conkling, Alcott, y muchos más.

De Garfield escribí la emoción del entierro, pero el hombre no se ve, ni lo conocía yo, así que la celebrada descripción no es más que un párrafo de gacetilla. Y mucho hallará de Longfellow y Lanier, de Edison y Blaine, de poetas y políticos y artistas y generales menores. Entre en la selva y no cargue con rama que no tenga fruto.

De Cuba ¿qué no habré escrito?: y ni una página me parece digna de ella: sólo lo que vamos a hacer me parece digno. Pero tampoco hallará palabra sin idea pura y la misma ansiedad y deseo de bien. En un grupo puede poner hombres: y en otro, aquellos discursos tanteadores y relativos de los primeros años de edificación, que sólo valen si se les pega sobre la realidad y se ve con qué sacrificio de la literatura se ajustaban a ella. Ya usted sabe que servir es mi manera de hablar. Esto es lista y entretenimiento de la angustia que en estos momentos nos posee. ¿Fallaremos también en la esperanza de hoy, ya con todo al cinto? Y para padecer menos, pienso en usted y en lo que no pienso jamás, que es en mi papelería.

Y falló aquel día la esperanza, el 25 de marzo. Hoy 1 de abril, parece que no fallará. Mi cariño a Gonzalo es grande, pero me sorprende que llegue, como siento ahora que llega, hasta a moverme a que le escriba, contra mi natural y mi costumbre, mis emociones personales. De ser mías solas, las escribiría; por el gusto de pagarle la ternura que le debo; pero en ellas habrían de ir las ajenas, y de eso no soy dueño. Son de grandeza en algunos momentos, y en los más, de indecible y prevista amargura. En la cruz murió el hombre en un día: pero se ha de aprender a morir en la cruz todos los días. Martí no se cansa, ni habla. ¿Conque ya le queda una guía para un poco de mis papeles?

De la venta de mis libros, en cuanto sepa Vd. que Cuba no decide que vuelva, o cuando, aún indeciso esto, el entusiasmo pudiera producir con la venta un dinero necesario, Vd la dispone, con Benjamín hermano, sin salvar más que los libros sobre nuestra Américade historia, letras o arteque me serán base de pan inmediato, si he de volver; o si caemos vivos. Y todo el producto sea de Cuba, luego de pagada mi deuda a Carmita: $220.00. Esos libros han sido mi vicio y mi lujo, esos pobres libros casuales, y de trabajo. Jamás tuve los que deseé, ni me creí con derecho a comprar los que no necesitaba para la faena. Podría hacer un curioso catálogo, y venderlo, de anuncio y aumento de la venta. No quisiera levantar la mano del papel, como si tuviera la de Vd. en las mías; pero acabo, del miedo de caer en la tentación de poner en palabras cosas que no caben en ellas.

Su
J. Martí

A LA MADRE

Montecristi, 25 marzo, 1895

Madre mía:

Hoy, 25 de marzo, en vísperas de un largo viaje, estoy pensando en Vd. Yo sin cesar pienso en Vd. Vd. se duele, en la cólera de su amor, del sacrificio de mi vida; y ¿por qué nací de Vd. con una vida que ama el sacrificio? Palabras, no puedo. El deber de un hombre está allí donde es más útil. Pero conmigo va siempre, en mi creciente y necesaria agonía, el recuerdo de mi madre.

Abrace a mis hermanas, y a sus compañeros. ¡Ojalá pueda algún día verlos a todos a mi alrededor, contentos de mí! Y entonces sí que cuidaré yo de Vd. con mimo y con orgullo. Ahora, bendígame, y crea que jamás saldrá de mi corazón obra sin piedad y sin limpieza. La bendición.

Su
José Martí

Tengo razón para ir más contento y seguro de lo que Vd. pudiera imaginarse. No son inútiles la verdad y la ternura. No padezca.

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