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Bigote Gato.
Bigote no era un merolico, ni andaba cabalgando sobre ruedas de madera. Era, más bien, una estampa hispánica apiñada en los parques, callejuelas y arboledas de la capital, «una auténtica hidalguía con la impronta sabrosa del jodedor criollo», como blasfema Jorge Sariol en La Jiribilla.
El tal Bigote se llamó, en realidad, Manuel Pérez Rodríguez y aunque sus padres fueron oriundos de Candamo, en Asturias, en realidad nació el 13 de diciembre de 1910 en la vecina localidad de Santullano de Las Regueras, donde dio los primeros pataleos para honrar a los viejos caballeros de la Batalla de Covadonga, y sobre todo, a las fresas, fabadas y sidras estupendas.
En Cuba se transformó en el gurú de los más raros y, cuando dejó de estar, la muchedumbre lo lloró y le hizo un homenaje a su boina roja (que se trajo del terruño y nunca cambió), chistes proverbiales, encanto señorial, contagiosas sonrisas y gentilezas eternas. Luis Sexto, en su página digital Gente, hechos y cosas de Cuba, figura entre los primeros deudores:
“¡Oh…! se le deshojó a La Habana el último de sus reyes de la musaraña y de la libertad de espíritu. Claudicó uno de los símbolos añosos y humanos de la ciudad. Y miles de habaneros por hábito o por inscripción, hemos perdido un paisaje superviviente de la infancia. He oído que uno empieza a ser adulto cuando entierra a sus padres. Y también me arriesgo a decir, cuando los castillos de la niñez se pulverizan o se derriten. Sí, se me han muerto esos domingos en los que de la mano de papá recorría el Malecón y veía, por instantes, a Bigote Gato pasar desalado en un convertible rojo, como un señorón del folclor (…), ya era, para siempre, una de las quintaesencias de La Habana.”
“Bigote llegó a La Habana en marzo de 1924, con catorce años, a bordo del buque Cristóbal Colón. Vino tras la huella del padre y, al final, se buscó un destino propio. Su primera ocupación fue en una fonda, donde ganaba veinte centavos al día. Sin embargo, hay más: fue guaguero, bodeguero, trabajó en una fábrica de hielo y se lució de lo lindo en los bares Cristina y Hatuey en Luyanó. Dio muchísimos traspiés; nunca puntapiés. Se empezó a hacer famoso en La Tropical como un gran bailador. Le llamaban el “Gallego Caramelo”, por pegajoso. En estas fiestas hizo muy buena liga con un carnicero lleno de dinero: este lo invitaba a beber y él le presentaba “jevitas”…Más tarde, tras 23 años en Cuba, lo convenció para inaugurar el 1 de marzo de 1947 el bar-tertulia Bigote Gato.
“Este lugar estaba en la calle Teniente Rey, hoy Brasil, número 308, esquina Compostela, en plena Habana Vieja. Allí creó diferentes salones como el Ensueño e inventó lemas propagandísticos muy graciosos: ‘Conozca a Cuba primero, visite a Bigote Gato después’; ‘un pedacito de nuestra Madre Patria con todos sus productos, una palmera cubana con todas sus costumbres’. Su taberna era frecuentada por los vecinos de la cuadra, pequeños empresarios, comerciantes y obreros sedientos. No era bien vista en la alta sociedad y ni falta le hacía.
“A ella concurrían, sí, bohemios como el poeta Nicolás Guillén y el artista de la plástica Raúl Puig, quien me juró haber visto a Ernest Hemingway pedir en su barra una cerveza Tropical 50. Nunca estaba vacía. Los tocinos y jamones colgaban del techo… las botellas de vino estaban por todas partes… aquello era un espectáculo.
“En el sitio se comían pescados, sardinas gallegas (según creo, no eran tan “gallegas”) y atún en cantidades industriales. ¡Ah…! también inventó tragos como Atila frente a Roma, Espérame en el Cielo y Cuba en Llamas (en su vejez se le ocurrió uno que eternizó a la cantante Farah María). Hacía un mejunje destinado a parejas en paro amatorio usando la afrodisíaca raíz de marañón, jengibre, ron, ajo, limón y extracto de cerebro de gorrión, con la adición de las gónadas de gallo joven de cresta enhiesta, ‘para evitar un efecto contrario’. Todo en el destilaba cubanía”.
Como se sabe, en el Bigote Gato radicó el Club de los Noctámbulos, con su propietario a la cabeza, cuyos socios podían tener entre dieciocho y cien años (“Los locos más cuerdos de Cuba” como los calificó alguna vez el articulista Jay Martínez). La peña llegó a reunir a más de 500 miembros que debían practicar la prudencia y el respeto mutuo; incluso, en prevención de posibles broncas, a estos se les prohibió polemizar de política, religión o razas. Eso sí, siempre se movieron siempre entre el ingenio y el trastorno: eran mitad pacíficos, mitad pendencieros. El Club tuvo una suerte de Consejo de Ministros muy singular: el Ministro de Transporte era un chofer de alquiler, el de Salubridad un trabajador de la farmacia de Sarrá y así…
Los más célebres noctámbulos eran, en primer lugar, el Caballero de París, gran aliado de Bigote Gato; Andarín Carvajal, muy aplaudido por sus correrías por toda la capital; La Marquesa, el terror de los porteros de los bares; Tarzán, quien comía carne cruda; Juan Cagao, de no muy buen olor, y un tal Juan Charrasqueado, alto, flaco, vestido siempre con un atuendo charro, y empecinado en rendirle homenaje al famoso corrido del mismo nombre que inmortalizó Jorge Negrete. Una vez al mes, el clan organizaba una cena especial a las tres de la madrugada donde se comía lengua estofada, rabo de toro ardiente y fruta bomba con queso.
Bigote Gato, según cuentan los que lo conocieron, se veía como un protector de la humanidad, y de hecho, ayudó a muchos menesterosos, aunque, en el fondo, era un excéntrico y debía rodearse de estos para llamar la atención. No era mentiroso como dicen, era más bien hiperbólico, ponía todo grande. A su chevrolet descapotable lo llenó de anuncios alusivos a su negocio como “Yo soy el rey del caldo gallego”; “Único bar donde uno entra cuerdo y sale turulato” y “Único bar donde puede comer jamón gallego gratis».
Sus andares por el Malecón de La Habana, acompañado de hermosas damas, fueron verdaderas fiestas populares. Los pequeños se montaban en el “Cohete de Bigote Gato”, como llamaban a su vehículo, y armaban una algarabía tremenda que le ponía picante en los pies a los más tímidos. Durante los carnavales participó mucho en los paseos dominicales y en 1958 ganó una carrera de “fotinguitos” que casi manta de risa a los espectadores.
Él y toda su pandilla lograron una gran difusión nacional cuando Gaspar Pumarejo dirigió en la televisión de los años cincuenta el programa humorístico el “Tribunal de los locos”, presidido por Bigote, el cual logró la atención de aquellos venturosos que saben que tras la broma y la aparente sinrazón se esconden las grandes verdades de la vida.
Lamentablemente, en la década del sesenta dejó de existir su mundana cantina que pasó al sector estatal y él se convirtió en un funcionario del sector gastronómico. También se casó con una cienfueguera hija de asturianos y tuvo un hijo poeta y errante al que llamaban Profundo, residente actualmente en los Estados Unidos. Al principio, vivió en la calle Municipio, en Luyanó, y más adelante, en el reparto La Granja del Cotorro, donde le llovieron las ocurrencias: a la leche le puso “jugo de vaca” y al jamón “el toro del estómago”. A veces, comentaba: “Yo no bebo para olvidar, bebo, porque me gusta”. Y, al instante, se ponía sentencioso: “Daño me haga, como miedo le tengo”.
Siempre tuvo fama de mujeriego. A manera de confidencia le susurraba a sus compinches que adoraba a la luna por ser la dama de los astros. “En cuestiones del amor, comentó en una entrevista que le hizo Jorge Sariol en La Jiribilla, son los donjuanes los que sudan más; no es lo mismo abrir una libreta que sacarle la punta a un lápiz”.
En honor a este simpático aventurero, presente en cierta ocasión en la Peña de Ofelita de la Federación de Sociedades Asturianas de Cuba, se creó, en Malecón número 117, el Club del Humor “Bigote Gato”, con el caricaturista Francisco Blanco como presidente, en el cual se manejó, alguna vez, la idea de poner una estatua suya en la Plaza del Cristo, cercana al inmueble donde estuvo su épico bar.
Fallecido ya nonagenario el 11 de julio del 2003 (el Caballero de París también muere un día como este de 1985), Bigote Gato apenas rebasa el siete en el examen de la memoria pintoresca, anecdótica y pueblerina. Las nuevas generaciones han perdido el hilo de sus incansables ajetreos y sus discípulos, carentes de tiempo, ya no tienen la sed del cuento y practican poco el oficio.
De todas maneras, los verdaderos mitos callejeros nunca dejan de serlo, porque, como sucede en este caso, representan la alegría de vivir del cubano y su deseo de superar el desgarre moral con un sentido del humor que taladra hasta los adoquines. No por gusto sigue siendo muy recordada una guaracha vitrolera firmada por Jesús Guerra en 1944 e interpretada por el puertorriqueño Daniel Santos y la Sonora Matancera: Bigote Gato / es un gran sujeto/ que vive allá por el Luyanó / tiene el pícaro / unos bigotes / que ya es de todos la admiración).
Para alegría de muchos, en enero de 2014 reapareció el bar Bigote Gato, en la esquina de Teniente Rey (Brasil) y Aguacate, a una cuadra del lugar donde reinó el protagonista de esta historia. El nuevo establecimiento, que ocupa una vivienda del siglo XIX rescatada de la ruina en su fachada y techos, es un lugar pequeño que intenta emular en cuanto a intimidad con su predecesor y tiene un riesgoso propósito: ¡rescatar el Club de los Noctámbulos!




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